La Guerra de la Independencia ha finalizado y Fernando VII, apodado El Deseado durante su ausencia, vuelve a su patria. Es 1814. España ya no es la misma nación. Ni Europa el mismo continente. Las ideas de la revolución, presentadas a base de guillotina y bayoneta imperial, han impuesto «la modernidad».
Nace un nuevo mundo del que Fernando VII no quiere participar. El rey, para sorpresa de los liberales, rechaza la obra de las Cortes de Cádiz y su Constitución. Persigue liberales y gobierna a la antigua manera. Así conduce al país durante seis años, hasta que un pronunciamiento militar de orientación liberal cambia de nuevo la dolorosa historia del siglo XIX español. El golpe se inicia en un pequeño pueblo sevillano: Las Cabezas de San Juan. Su protagonista, el coronel Rafael de Riego, blande un sable en una mano y la Constitución de 1812 en la otra. Y así recorre Andalucía:
«España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la Guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución; la Constitución, pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz entre sangre y sufrimiento. Mas el rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el rey jure y respete esa Constitución de 1812«.
El rey jura y respeta la Constitución. Vuelve la Pepa, por poco tiempo. Apenas tres años después, en 1823, Fernando VII pide ayuda a las potencias europeas que bajo el nombre de Santa Alianza, velan porque las brasas de la revolución no incendien de nuevo el continente. Y es así como los llamados 100.000 hijos de San Luis atraviesan los Pirineos y reinstauran un régimen absolutista. El periodo durará 10 años y la Historia se referirá a aquellos días como «década ominosa». Un periodo absolutista en el que, sin embargo, Fernando VII, sobre todo al final, introduce algunas políticas de tipo liberal moderado.
Dios, Patria, Rey. Nace el Carlismo
Viendo próxima su muerte, y sin heredero varón, Fernando VII deroga la ley que impide a las mujeres reinar. Así, la extinción de la Ley Sálica permite coronar a la pequeña hija del rey, Isabel, en detrimento del hermano menor de Fernando VII, Carlos María Isidro.
De manera que el hombre que inaugura su reinado a las puertas de una guerra, muere dejando a la nación a las puertas de otra. Porque Carlos Maria Isidro, «rey legítimo de España», no está dispuesto a renunciar al trono. Irá a la guerra. En torno a él se agrupan los partidarios de la monarquía tradicional, en su mayoría campesinos y pequeños propietarios, que ven en el liberalismo una amenaza y que reivindican un triple lema básico: Dios, Patria, Rey. Nace el Carlismo.
Lo que en apariencia es sólo un conflicto dinástico esconde en realidad una guerra abierta entre dos cosmovisiones irreconciliables. Choques entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, modernidad y tradición, se suceden en los campos de batalla de toda Europa. Pero el movimiento tradicionalista hispánico será, no obstante, el más prolongado en el tiempo.
El Carlismo supondrá un gigantesco movimiento de reacción a las ideas modernas, liberales e ilustradas. La respuesta profundamente católica a un liberalismo que amenazaba con un mundo sin Dios, la contestación rotundamente monárquica a las tendencias regicidas del otro lado de los Pirineos.
La ensencia misma de España
El Carlismo, si bien descolla durante el conflicto dinástico, viene configurándose desde décadas atrás. Su inspiración es aún más antigua. Así, el movimiento representaría la esencia misma de España, conectando, para algunos estudiosos como Javier Barraycoa, directamente con el III Concilio de Toledo (siglo VI), donde quedaron fundidas para siempre Monarquía y Religión, España y Catolicismo.
La nueva y sagrada unidad lograría revertir en los siglos posteriores la invasión musulmana y proyectar sus fronteras, geográficas y morales, hasta los confines del mundo. La Cruz de San Andrés, futuro símbolo de Carlismo, se enseñorea por tierras de Europa, América y Asia.
El surgimiento de las ideas ilustradas consigue, sin embargo, lo que ningún enemigo bélico había logrado. La vieja nación está perdiendo su particular enfrentamiento con la modernidad. España y su espíritu irredento se sumen en una profunda crisis. Y es en ese contexto que aparece el Carlismo, último valladar contra el liberalismo.
Dios, Patria, Rey… y Fueros. Unidad en la diversidad
Las dos cosmovisiones se enfrentarán por tres veces en el campo de batalla durante el siglo XIX, y una vez más en el siglo XX. Carlos María Isidro se sublevará en 1833 contra su sobrina Isabel, iniciando la primera Guerra Carlista. Y será Castilla, donde la pequeña y mediana propiedad agrícola está más arraigada, el lugar donde antes prende la resistencia a los isabelinos. Aunque acabarán siendo las Vascongadas, Navarra, Cataluña y el Maestrazgo las regiones de mayor implantación carlista. Zonas que, amén del discurso religioso y antiliberal, clamaban contra la homogeneización administrativa. Al consabido Dios, Patria, Rey se unió un nuevo valor: Fueros. El Carlismo propone la fórmula foral como herramienta para evitar tanto el centralismo -que a su juicio había acabado con la verdadera Francia- como el separatismo. Así, los Fueros representarían la mejor tradición histórica de España, y en tanto que garantes de la diversidad regional, lo serían también de su unidad.
La vocación foral del Carlismo y su presunta conversión posterior al separatismo ha sido objeto de infinidad de análisis. La tesis de la frustración fuerista como causa y origen del nacionalismo vasco (y catalán) circula aún hoy como verdad histórica incluso en círculos intelectuales.
Lo cierto es que el jovencísimo ‘bizkaitarrismo’ toma elementos carlistas tales como el fervor religioso, la tradición o el antiliberalismo. Y algunos de los elementos más representativos del futuro nacionalismo vasco serán, en efecto, viejos símbolos carlistas, tales como el lema ‘Dios y Ley vieja’, que procede del lema fuerista vascongado ‘Jaungoicoa eta foruac’ [Dios y fueros], y que a su vez tiene su origen en el ‘Dios, Patria, Rey y Fueros’ carlista. Incluso el árbol de Guernica fue un icono carlista antes de su apropiación por parte del nacionalismo vasco. Conocida es la anécdota de cómo durante la Guerra Civil un escuadrón de requetés tuvo que proteger el árbol de un grupo de falangistas, prestos a su derribo por considerarlo un fetiche del nacionalismo vasco.
Fueron los gobiernos liberales de Madrid, según sostiene Javier Barraycoa, los que, de una manera irresponsable y sin prever las consecuencias de la operación, facilitarían la conversión de una parte del Carlismo en vasquismo y catalanismo. Siendo así que, exhausto el Estado de combatir al Carlismo (tres guerras en un siglo), promueve a obispos catalanistas, partidarios de colaborar en el régimen de la Restauración, en detrimento del clero tradicionalista, abiertamente hostil a la Constitución de 1876. Y la misma operación, con el auxilio de los jesuitas, se despliega en las Vascongadas. La sustitución del Carlismo por el nacionalismo apaciguó la política española en el corto plazo pero, como es sabido, fragilizaría para siempre la unidad nacional.
«Detente, el corazón de Jesús está conmigo»
El Carlismo que no ha mutado en separatismo languidece a finales del siglo XIX. Renuente a participar en el sistema de partidos, resiste en pequeñas poblaciones, donde sí presenta candidaturas municipales, y mantiene lugares de encuentro y algunos periódicos. Suficiente para llegar vivo al 14 de abril de 1931. El régimen republicano, el anticlericalismo y la quema de Iglesias resucitan súbitamente el movimiento. Se multiplican las juntas locales por toda España. El Carlismo brota con vigor inusitado incluso en regiones donde, como Andalucía, la Comunión no albergaban especial tradición.
La revolución de 1934 lanza definitivamente a los carlistas a la acción directa contra la República. El líder Fal Conde ya advierte sin ambages: «Si la revolución quiere llevarnos a la guerra, habrá guerra«. Se organizan unidades militarizadas -el llamado Requeté– que en no pocas ocasiones están formadas por varias generaciones de una misma familia. Van a la Cruzada. Desfilan marciales, cantan en vascuence y lucen tocados con la característica boina roja. Sostienen enormes banderas con la Cruz de Borgoña; otros portan enseñas rojigualdas. Y todos llevan, bordado, un Sagrado Corazón de Jesús en un trozo de tela, y una jaculatoria: «Detente, el Corazón de Jesús está conmigo».
La Comunión ganó, por fin, su guerra, mas obtuvo lo mismo que en las tres anteriores: nada. La adhesión al Alzamiento se había producido no sin problemas y ya durante la contienda se habían roto las relaciones entre el pretendiente carlista y el propio Franco. El decreto de unificación Falangistas-Tradicionalistas supuso la esterilización del Carlismo, más allá de cuestiones estéticas. El Concilio Vaticano II supuso la puntilla al que había sido el movimiento político más antiguo de España. El Carlismo se rompe y el grueso del movimiento muta en un partido progresista, revolucionario y de corte obrerista.
Montejurra, plaza de una de las más importantes victorias carlistas sobre los liberales, supondrá el final definitivo del movimiento como alternativa política. Es el año 1976 y a la tradicional conmemoración concurren los dos carlismos, que saldan sus diferencias a tiros. Partidarios de Sixto de Borbón, el candidato derechista, disparan a quemarropa a varios seguidores de Carlos Hugo de Borbón, presidente del Partido Carlista y representante de la nueva corriente izquierdista. Se escuchan numerosas detonaciones. Miles de boinas rojas bajan arremolinadas de la cumbre navarra. Llevan en volandas a varios hombres heridos. Dos de ellos morirán. El Carlismo, siquiera en términos sociológicos, sobrevivirá.