Al terminar la segunda guerra mundial Alemania fue desmembrada y ocupada por las potencias vencedoras. El Reich que, según Hitler, iba a durar mil años, sólo duró doce, seis de los cuales en guerra, al término de la cual el país estaba completamente destruido.
Unos siete millones de alemanes habían muerto durante la contienda, todo eran ruinas y, para colmo de males, los aliados cedieron el 25% de su superficie a Francia, Polonia y la URSS. El 75% restante fue ocupado por los ejércitos aliados que se lo dividieron en zonas: para el Reino Unido el norte, para EEUU el centro y el sureste, para Francia el suroeste y para la Unión Soviética el este.
La capital Berlín seguía el mismo patrón: los franceses se quedaron con los distritos del norte, los británicos los del centro, los estadounidenses los del sur y los soviéticos los del este, incluyendo el casco histórico, la antigua ciudad prusiana con el palacio imperial, la catedral, la céntrica avenida Unter den Linden y la puerta de Brandeburgo. A la vuelta de tres años, cuando la guerra era ya un triste y cada vez más lejano recuerdo, los aliados no sabían muy bien qué hacer con Alemania. Primero se pensó en ruralizarla, convertirla en un país agrario sin industria, algo parecido a una gigantesca Eslovaquia para que de esta manera no volviese a ser una amenaza para el equilibrio europeo. Esa idea se condensó en el llamado Plan Morgenthau, pero no prosperó, fue sustituido en las zonas de ocupación occidentales por el Plan Marshall.
En Moscú el Plan Marshall sentó muy mal. Los soviéticos querían la reunificación de las cuatro zonas, pero la nueva Alemania tenía que estar controlada por ellos. Como eso era poco menos que imposible ya que EEUU jamás entregaría Alemania al que ya era su principal antagonista, Stalin se centró en recuperar la totalidad de Berlín. Para forzar a los aliados occidentales a abandonar la ciudad ordenó en junio de 1948 bloquear todos sus accesos terrestres. La capital se salvó gracias a un puente aéreo aliado que mantuvo el Berlín occidental con vida durante casi un año.
Dos Alemanias
El bloqueo fue un fracaso para la URSS, pero un éxito para EEUU. Dio, además, el pistoletazo de salida para la creación de dos Estados alemanes. Uno al oeste formado por las zonas de ocupación de EEUU, el Reino Unido y Francia, la llamada trizona, que pasó a llamarse República Federal Alemana (RFA). Otro al este, creado sobre la zona soviética que recibió el nombre de República Democrática Alemana (RDA). Entre ambas Moscú mandó que se levantase una alambrada moteada por torres de vigilancia. Así nació la frontera interalemana que nadie podría cruzar salvo con unos permisos especiales concedidos con cuentagotas. Berlín quedaba en el centro de todo aquello. Enclavado en el corazón de la Alemania oriental se convirtió en el lugar en el que los ciudadanos de la recién fundada RDA podían pasar al oeste sin necesidad de atravesar controles fronterizos. La ciudad se había convertido en un agujero en la alambrada que iba del Báltico al Adriático.
En principio el Gobierno soviético no le dio mucha importancia. Creían que gracias al socialismo la RDA sería más rica que su contraparte occidental en cuestión de unos pocos años. Eso conduciría a que fuesen los occidentales los que emigraran en masa al este. Pero no fue así. El éxodo se produjo, pero no en la dirección esperada. En 1950 187.000 ciudadanos de la RDA se pasaron al oeste, en 1951 fueron 165.000, 182.000 en 1952, 331.000 en 1953… El país se estaba vaciando con el agravante de que casi todos los que se iban eran jóvenes y profesionales cualificados.
Con la frontera interalemana cerrada a cal y canto Berlín se convirtió en un trasiego continuo de gente cargada con baúles y macutos que se pasaba de la zona soviética a la occidental. Una vez allí tomaban el tren y viajaban hasta Munich, Hannover o Hamburgo para establecerse y empezar una nueva vida en libertad. Berlín era muy difícil de controlar. La frontera partía la ciudad por su mismo centro. Era común que una calle tuviese los impares en una zona y los pares en otra. Había incluso lugares en los que la acera estaba en el oeste y la fachada en el este. Lo dejaron estar por la complejidad que implicaba, pero la gente seguía marchándose.
A principios de 1961 se habían ido ya 3,5 millones de personas de la RDA, un 20% de la población del país. A ese ritmo en la Alemania comunista no quedaría nadie en dos o tres décadas. Los alemanes del este, a diferencia de los polacos o los húngaros, escuchaban las emisoras de radio occidentales y veían sus canales de televisión. Los berlineses, además de eso, podían cruzar libremente y ver con sus propios ojos lo bien que les iba en el lado capitalista. No sólo podían viajar donde quisiesen, sino que tenían mejores trabajos con salarios más altos librados en dinero de verdad, el marco alemán, con el que podían comprar infinidad de productos porque las tiendas estaban abarrotadas. En el este el marco oriental era dinero de monopoly con el que apenas se podía adquirir nada más allá de los insumos básicos para no morir de hambre en tiendas estatales de abastos en las que había que guardar cola y daba pena entrar. En el oeste los productos esperaban a los clientes, en el este los que esperaban eran los clientes a que llegase el producto, si es que lo hacía porque la cadena de suministro fallaba continuamente. Aparte de eso, los berlineses occidentales vivían en una democracia, la prensa era libre, la cultura vibrante y se podía protestar y criticar al Gobierno, algo simplemente impensable en el este.
Intentos por contener el éxodo: el nacimiento del muro
La paranoia se apoderó de los líderes de la RDA que no sabían como contener la hemorragia. Acuñaron un término: «Republikflucht» (deserción de la República) ya que los que se iban eran tachados de «Republikfluchtlinge» (desertores). Ese vocabulario bélico era muy habitual y, como en la guerra, el que osaba «desertar» se enfrentaba a duras penas de cárcel, a ser deportados a campos de trabajo y a que sus familiares lo pagasen mediante una gama infinita de castigos aplicados en cabeza ajena. Pero de nada servía la ley si se podía seguir cruzando. Familias enteras lo hacían a diario. Bastaba con tomar el Metro o hacerlo a pie en cualquier calle.
Sólo quedaba construir un muro. Y eso es exactamente lo que hicieron. Dieron antes una pista. El 15 de junio de 1961 Walter Ulbricht, primer secretario del SED, el partido socialista unificado, dijo a la prensa que nadie pensaba en construir un muro. Le traicionó el subconsciente. En eso mismo estaban pensando. Dos meses más tarde, en la medianoche del domingo 13 de agosto, miles de soldados se apostaron sobre la línea que separaba los dos sectores de Berlín. Tras ellos unos operarios iban tendiendo concertinas de alambre de espino. Acababa de nacer el muro de Berlín en la primera de sus versiones: una simple alambrada custodiada por guardias a pie. Tenía 43 kilómetros de recorrido desde los bosques de Pankow al norte hasta el distrito de Neukölln al sur. Una semana más tarde se empezó a levantar el muro propiamente dicho, que en esta primera fase estaba compuesto por simples bloques de cemento apilados unos sobre otros.
Ni los berlineses ni el resto del mundo podían creerlo. Estaban atravesando una de las mayores ciudades de Europa con un muro carcelario. Pero no sólo dividía a la ciudad con sus calles y avenidas, también separaba a las personas, familias en muchos casos que tardarían años en volver a verse las caras. Ulbricht ordenó cerrar la frontera por completo. No se podría cruzar ni en un sentido ni en otro. El régimen bautizó a aquella monstruosidad de manera eufemística como «muro de contención antifascista», pero era simple propaganda, los berlineses del este sabían que era para evitar que se marchasen.
Poco a poco las autoridades de la RDA fueron sellando Berlín oeste en todo el perímetro. Tuvieron que levantar una cerca de 156 kilómetros de longitud, 111 de los cuales estaba hecha de hormigón, el resto eran vallas de cuatro metros de altura. En junio de 1962 se reforzó la línea fronteriza construyendo una segunda cerca unos cien metros retranqueada sobre el muro principal. Entre medias se habilitó una franja de tierra atravesada por una carretera de acceso restringido. Esa franja pronto pasó a ser conocida como «Todesstreifen» (franja de la muerte) y no fue algo metafórico, decenas de personas murieron tiroteadas por los guardias fronterizos cuando trataban de atravesarla.
En 1965 se mejoró el muro original y en el 75 se levantó la última versión, el muro de tercera generación o «Grenzmauer 75» tal y como se denominaba en la prensa oriental. Ese es el que todos conocemos. Era un muro muy sofisticado, digno de una prisión de alta seguridad. Llevó cinco años construirlo. Estaba compuesto por 45.000 paneles de hormigón armado de 3,5 metros de altura rematados por un canuto para evitar que pudiese ser escalado. Tras él, en la franja de la muerte, se colocaron capas de clavos (alfombra de Stalin lo llamaban), barreras antivehículos y erizos checos. Estos últimos se colocaron a efectos propagandísticos. Los erizos checos, unas barras metálicas formando una equis, son anticarro, lo que abonaba la tesis oficial de que aquello era la primera línea de defensa frente a un ataque inminente.
Para que pareciese todavía más una prisión se levantaron 116 torres de vigilancia y 20 bunkers. Todo atendido las 24 horas del día, los 365 días del año por tropas bien entrenadas con órdenes estrictas de disparar. Para el año 1985 el muro era una obra maestra de la ingeniería carcelaria y, como tal, virtualmente impenetrable. Casi nadie se aventuraba a cruzarlo. De las 239 personas que murieron tratando de pasar a Berlín oeste la mayor parte lo hicieron antes de 1975. De ese año hasta 1989 sólo 20 personas fueron abatidas, casi todas en las aguas del río Spree, que en algunas zonas servía de frontera y estaba patrullado por lanchas rápidas de la Volkspolizei.
Berlín occidental quedó de este modo aislado, se transformó en una isla dentro de un país hostil. Para llegar a la RFA había que hacerlo a través de unos corredores determinados. Había cuatro accesos ferroviarios y otros cuatro terrestres, todos vallados por los lados y sin salidas. El Gobierno de la RDA encontró en las autopistas de tránsito una interesante fuente de divisas. Primero cobraba un peaje, que podía fijar a placer en función de las necesidades de efectivo del régimen. Posteriormente, y para acabar con esta incertidumbre, llegó a un acuerdo con la RFA para que se pudiese circular sin pagar. Esto sucedió en 1980. Bonn abonaba 50 millones de marcos a la RDA para mantener el corredor abierto.
La conexión aérea estaba más limitada. Había tres corredores. Uno desde Fráncfort, otro desde Hamburgo y uno más desde Baviera. Sólo podían volar aerolíneas aliadas (Pan Am, Air France y British Airways), pero no Lufthansa. En Berlín oeste había dos aeropuertos: Tegel en el sector británico y Tempelhof en el estadounidense. Tegel se convirtió en el aeropuerto comercial de la ciudad porque Tempelhof tenía una pista muy corta para los reactores que no podía ampliarse por su céntrica ubicación. Salir o entrar en la ciudad, como vemos, no era especialmente complicado. De hecho, para un berlinés del oeste era más fácil viajar a Fráncfort que a la cercana Alexanderplatz, ubicada en el lado oriental y cuya torre de televisión se veía perfectamente desde el sector aliado.
Durante los primeros años simplemente no se podía cruzar al otro lado en ninguna de las direcciones, luego se fue relajando la política de tránsito y se fijaron condiciones para realizar el paso. En diciembre del 63 se permitió que los berlineses del oeste visitasen a sus familiares del este por Navidad llevando los preceptivos regalos y marcos alemanes. En el 71 se permitió entrar a cualquiera pero con un visado. Había ocho puntos de entrada en Berlín este, pero no todos servían. Los berlineses del oeste podían cruzar por seis de ellos. Los de la RFA por uno, el de la Bornholmer strasse. Los extranjeros sólo podían hacerlo por el control de la Friedrichstrasse, más conocido como Checkpoint Charlie. También se podía pasar en Metro, pero sólo a través de una estación ferroviaria que enlazaba con la red de Metro oriental. Los pasajeros llegaban al andén B donde estaban los puestos fronterizos.
Para entrar había que solicitar un visado que podía demorarse semanas. Antes de poner un pie en Berlín oriental era obligatorio cambiar 25 marcos alemanes en marcos orientales por cada día de estancia a razón de 1-1. Aquello era básicamente un atraco del Gobierno del este para captar moneda fuerte porque el marco oriental apenas valía nada en el mercado de divisas. En los años 80 un marco alemán se cambiaba en el mercado negro por cinco orientales, es decir, que el Gobierno se quedaba con cuatro.
En la década de los 80 la frontera se cruzaba mucho de oeste a este. Miles de ciudadanos de la RFA y del resto del mundo visitaban Berlín este por pura curiosidad. Aquello les parecía un museo vivo del estalinismo y, aunque no se podía comprar nada, ni comer, ni apenas tomar fotos, era una excursión habitual entre los que se dejaban caer por el Berlín libre. En la otra dirección, del este al oeste, no se podía cruzar salvo en contadas excepciones sólo aplicables a gente del partido y a los pensionistas. A estos últimos les dejaban cruzar porque si se quedaban en el otro lado el Estado se ahorraría una pensión. Otra excepción eran los berlineses del este que tenían familiares en el oeste, pero sólo si se producía un fallecimiento, eso sí, tenían que solicitarlo y demostrarlo con una copia de la partida de defunción. Era esencialmente una cárcel.
Pero, a pesar de todo, unas 3.000 personas consiguieron escapar al oeste en los 28 años de existencia del muro, la mayor parte durante los primeros años. Los berlineses del este demostraron ser muy ingeniosos. Sortearon el muro cavando túneles, con tirolinas, buceando por el Spree e incluso en globo elevándose y esperando que soplase viento de levante. Algunos huyeron por las alcantarillas que terminaron siendo cegadas para evitarlo. Los más audaces se empotraron con un automóvil contra el muro durante su primera fase. Para evitar que hiciesen eso en los checkpoints las autoridades de la RDA dispusieron carriles en zigzag en todos los accesos.
En 1988 el muro formaba ya parte del paisaje de la ciudad. Dos generaciones de berlineses no habían conocido otra cosa. Pero sólo le quedaba un año de vida. En 1987 Ronald Reagan visitó la ciudad y dio un discurso frente al muro en su tramo más fotografiado, el que estaba frente a la puerta de Brandeburgo. El presidente de EEUU no se anduvo por las ramas: «señor Gorbachov, abra esta puerta, tire este muro» dijo para regocijo de los occidentales. Mijail Gorbachov, premier de la Unión Soviética, estaba llevando a cabo en aquel entonces un programa de reformas en la URSS conocido como Perestroika. Al líder de la RDA, un fanático de la vieja guardia que había hecho la guerra llamado Erich Honecker, aquello le sonaba a chino. No estaba dispuesto a reformar nada porque la RDA, a su juicio, era perfecta. Pero la Perestroika soplaba con fuerza desde Moscú y afectó a países vecinos como Checoslovaquia o Hungría. Los berlineses del este no podían viajar a Occidente, pero si tomarse unas vacaciones en las naciones hermanas del Pacto de Varsovia.
Durante el verano de 1989 13.000 alemanes orientales marcharon hacia Praga y Budapest con la idea de pasar desde allí al oeste. El telón de acero se estaba deshaciendo y con él la alambrada que separaba Austria y la RFA de Checoslovaquia y Hungría. Honecker respondió prohibiendo los viajes, pero su Gobierno había perdido ya el apoyo soviético y eso envalentonó a muchos para salir a manifestarse por la calle. Muchos en el SED percibieron las protestas como un aviso, había que ponerse al día y eso pasaba por jubilar al camarada Honecker. El 18 de octubre de 1989 dimitieron a Honecker y fue sustituido por un comunista más joven llamado Egon Krenz con el que creían que Gorbachov se entendería mejor. Pero no sirvió de nada. El día 4 de noviembre medio millón de personas se concentró en la Alexanderplatz pidiendo apertura y que se dejase viajar libremente. Esto alarmó a Krenz que se apresuró a redactar una nueva normativa de viajes que se anunciaría el día 9 de noviembre.
Ese día el portavoz del Gobierno, Günter Schabowski, se plantó ante la prensa internacional para comunicar las novedades. En el interior del Gobierno de la RDA reinaba el caos y no le habían informado bien. Dio la rueda de prensa leyendo el comunicado con la nueva normativa. Al terminar Riccardo Ehrman, un reportero italiano de la agencia ANSA, le preguntó cuándo entraría vigor, Schabowski dudó un momento, miró al periodista y le dijo: «por lo que sé ya mismo, sin más demoras». La cinta con esa frase llegó esa misma tarde a la redacción de la ARD en Hamburgo que la pasó por el informativo de las ocho de la tarde. El presentador Hans Friedrichs abrió el telediario con una frase que sonaba a música celestial para los alemanes orientales: «hoy es un día histórico, la RDA ha anunciado que desde ya mismo sus fronteras están abiertas».
En Berlín este todos veían el Tageschau de la ARD porque la televisión oriental era muy aburrida y sólo daba propaganda oficial. Minutos después una multitud se abalanzó sobre los siete checkpoints para alemanes con la intención de cruzar «porque lo había dicho Schabowski». Durante algo más de una hora la confusión se apoderó de los pasos fronterizos. No paraba de llegar gente, nadie sabía nada y los guardias de frontera no querían disparar porque aquello hubiese sido una masacre. A las 10:10 de la noche el comandante de puesto de la Bornholmer strasse cedió y abrió la barrera. El muro acababa de caer. Al otro lado estaban los berlineses occidentales que les esperaban con flores. Una hora después los más ágiles y atrevidos empezaron a encaramarse sobre el muro y a bailar encima de él.
Esa misma noche el muro empezó a ser demolido, primero con simples martillos por parte de espontáneos, unos meses más tarde por el Gobierno mediante buldózer y grúas. En un año había desaparecido salvo algunas secciones que se dejaron como recuerdo. En la Bernauer strasse se conserva una buena porción con todos sus elementos, incluida la torre de vigilancia. Junto al río hay otro lienzo de kilómetro y medio llamado East Side Gallery, hoy decorado por artistas de todo el mundo. Muchos fragmentos fueron llevados a otras partes del mundo. Hoy se pueden ver pedazos del muro de Berlín en lugares tan distantes como Buenos Aires, Singapur, Nueva York o Madrid, una buena manera de recordar una infamia porque la historia sólo se repite cuando se olvida.