Una de las cuestiones que con más frecuencia se discuten entre mis amistades, sobre todo entre aquellos padres con niños pequeños y entre parejas con proyecto de tenerlos, es la de cómo enfocar la educación de los hijos. En concreto, la conversación acaba aterrizando cada vez con más asiduidad en lo que podríamos denominar la controversia de la burbuja.
Hasta hace unos pocos años, el debate apenas existía: la burbuja no era sana. No había que sobreproteger a los hijos, no fueran luego a verse sorprendidos por ese hostil mundo exterior que no iban a entender y en el que aterrizarían como bichos raros. Sí, hace unos años la burbuja era una idea perniciosa, claro que tal vez la mala prensa del término tuviera relación con la crisis del mercado inmobiliario. Ahora, sin embargo, con ciertas ideas habiendo pasado de ser pujantes a ser hegemónicas, cada vez son más los que ven las bondades de un entorno controlado. Muchos han pasado, primero, de rechazar la idea a, después, pensar en ella como un mal acaso necesario a, finalmente, abrazarla sin rubor: el ya famoso «bendita burbuja».
Opciones sobran
Esta creciente inquietud puede manifestarse de diversas formas. La más básica es la de escoger con precaución de ingeniero nuclear el colegio donde mandar a los niños. En este sentido, y en el caso de las familias católicas, muchos padres descartan ya un buen número de centros por considerar que han perdido —o, lo que es casi peor, contaminado— su original inspiración cristiana. Algunos colegios, es verdad, parece que de momento aguantan el tirón. Pero también hay quienes van más allá de ese primer filtro. En Estados Unidos, por ejemplo, toma cada vez más fuerza la opción de educar a los hijos en casa, el homeschooling, una tendencia que se ha agudizado a raíz de la pandemia: según la Oficina del Censo de Estados Unidos, entre la primavera de 2020 y la de 2021 el homeschooling se dobló en el país hasta estar presente en el 11,1% de los hogares, quintuplicándose entre los afroamericanos hasta el 16,1%.
Los hay incluso que no quedan satisfechos asegurando un entorno educativo resguardado. Aunque aún minoritarias, en los últimos años han surgido diversas iniciativas en multitud de países por las que unas pocas familias se juntan en comunidades, a veces incluso compartiendo gastos, en una suerte de cooperativas de la crianza. Son muchas las imágenes que pueden emplearse para describir esta opción benedictina (por utilizar el término popularizado por Rod Dreher). Por ejemplo, hay quien habla de un apacible oasis, símbolo del descanso en el árido desierto exterior. También, siguiendo a los que prefieren los términos más bélicos —pues se puede afirmar que estamos en guerra—, estas comunidades podrían asemejarse a la irreductible aldea gala de Astérix y Obélix. Claro que tal vez la mejor forma de entenderlas sea leer —o esperemos que a estas alturas releer— las vidas de los habitantes de San Ireneo de Arnois que Natalia Sanmartín describió en El despertar de la señorita Prim.
Si los cristianos se endogamizan…
Las ventajas de la burbuja son evidentes y podrían resumirse, cargando (o no) un poco las tintas, en evitar exponer a los hijos a las chochocharlas de turno o a que un profesor iluminado les haga dudar de su sexo o su orientación afectiva. Los inconvenientes también son claros, que los niños no sean capaces de adaptarse al mundo exterior una vez salgan a él o que experimenten la reacción contraria y se entreguen con la frivolidad del apóstata al nuevo panorama que se les abre tras su adolescencia. A cada familia le corresponde, pues, calibrar en qué punto de esos dos extremos —llevar a sus hijos al público de la esquina o encerrarlos en una torre de marfil— se sitúa. Probablemente, la respuesta está somewhere in the middle. Claro que hay quien piensa que para las cosas verdaderamente cruciales no aplica el principio aristotélico de que en el medio está la virtud. En cualquier caso, pueden ser inspiradoras las palabras que Atticus Finch dirige a su hijo Jem en Matar a un ruiseñor: «Hay muchas cosas feas en este mundo. Desearía mantenerlas todas alejadas de ti. Eso nunca es posible».
Con todo, existe la posibilidad de que estemos centrando mal el debate. Los padres cristianos tienen el grave deber moral de proteger y educar en conciencia a sus hijos, eso está fuera de toda duda. Pero, si esas familias huyen de los ambientes mayoritarios de la sociedad (los colegios públicos, por ejemplo), ¿no estarán abandonando a la sociedad a su suerte? Ciertamente es preciso mucho coraje para ser minoría, y más con los propios hijos en la primera línea del frente, pero, si los cristianos se endogamizan, ¿para quiénes serán sal y luz, qué masa harán fermentar?