Skip to main content

Acaba el verano y con él parecen llegar a su fin también algunos de sus hábitos más entrañables: las noches a la fresca con los vecinos a la puerta de casa, las caminatas familiares por la montaña, las tardes jugando a las cartas en la piscina, los momentos de complicidad y desconexión con la pareja, las horas muertas dedicadas a la lectura, las siestas entrecortadas por las etapas del Tour. La alegría de lo cotidiano.

Lo que echamos de menos

Septiembre ha sido siempre un momento de nostalgia. A nadie le gusta la vuelta al cole. Es mejor charlar con el camarero del chiringuito que escuchar al jefe. Es preferible jugar a las palas con los hijos en la playa que llegar a casa cuando ya están dormidos. Es más apetecible aprender de los abuelos que de algunos profesores que han perdido el rumbo. Se disfruta más en una barbacoa con amigos que en la sucesión de reuniones insípidas de Google Meet.

En septiembre uno toma conciencia del valor de todo aquello que le rodea. Al regresar uno sabe que hay escenas que tardará en vivir de nuevo. Hay quienes no volverán al pueblo de sus padres hasta Navidad. Otros que jamás encontrarán en una discoteca el aliento de las verbenas populares ni hallarán entre la multitud anónima de la gran ciudad rostros conocidos e historias auténticas. Otros más que reclaman calma en mitad del frenesí.

Septiembre es un momento de desorientación generalizada. Cuando regresamos a nuestras rutinas buscamos parte de lo que hemos dejado atrás. El calor humano, el trato cercano, el intercambio sincero, los tiempos reposados, la buena comida, la bebida abundante, alguien con quien hablar y al que escuchar. Echamos de menos, sobre todo, los grandes espacios de encuentro donde reír, disfrutar, aprender y transmitir. Sitios en los que sentirnos como en casa, ya sea la plaza del pueblo, la piscina comunitaria, el merendero de la urbanización, el huerto de los abuelos o una cala al atardecer.

Casamata: un espacio donde te llaman por tu nombre

La morriña de final de verano corre en paralelo a otros sentimientos típicos de la ciudad postindustrial: la nostalgia de la vida de barrio, la añoranza de los comercios de siempre, el rechazo instintivo del individualismo y la uniformidad, la melancolía por la desaparición de los cines o las salas de teatro, el anhelo de lo sencillo.

En Centinela participamos de muchas de estas turbaciones y las combatimos con la pluma y la palabra. Sabemos que se puede vivir mejor de lo que hoy se vive en Madrid, en Barcelona, en Bilbao o en Alicante. Creemos en la virtud de una existencia pegada al terreno y cerca de los nuestros. Apelamos a la recuperación de los lazos con nuestros vecinos. Sabemos que toda salvación partirá de una mesa de madera vieja, unos amigos y unas cervezas. Llevamos años diciendo que hemos de volver a construir espacios en los que celebrar nuestros valores y nuestra identidad.

Por eso, un día como hoy, a pesar del final del verano, a pesar de las caras largas de los jefes, de las facturas inacabables del material escolar, de los atascos y del moreno que se desvanece en nuestra piel, encontramos motivos para la alegría. Desde hace meses hemos seguido con interés el proyecto de Casamata, alimentado por un puñado de jóvenes que viven en Madrid y se dedican a las más diversas ocupaciones, desde la comunicación a la consultoría, pasando por el periodismo, la investigación histórica y la divulgación cultural.

En sus vídeos y publicaciones nos han contado su idea: crear un espacio a medio camino entre la taberna de toda la vida, donde se consumen productos de la tierra y el camarero te conoce por tu nombre, y la librería tradicional, en la que los libros huelen a libro y se organizan tertulias. Algo así como el reverso de las franquicias de comida rápida, las cadenas y los centros comerciales. El nombre, que hace referencia a las antiguas construcciones militares donde se guardaban las piezas de artillería, es ya toda una declaración de intenciones.

La vuelta del verano ha convertido este proyecto en realidad. Centinela ha tenido ocasión de conversar con estos jóvenes intrépidos que ultiman los detalles para la apertura de su local en la calle Carranza, la vía que separa el casco antiguo madrileño, es decir, la ciudad de siglos, con el Madrid moderno del XIX, Chamberí.

Ún ágora de lo silenciado y lo proscrito

Nos cuentan que Casamata abrirá sus puertas a principios de octubre y que allí serán bien recibidos todos aquellos que amen las costumbres locales, nuestras raíces, la mejor literatura y el pensamiento político más afilado. Los libros irán acompañados de cervezas artesanas, vinos de pequeñas bodegas y embutidos y conservas de toda la geografía española.

Lo mejor para nosotros, no obstante, tiene que ver con el catálogo de actividades que buscan desarrollar: ciclos de conferencias, presentaciones de libros, debates, exposiciones, paseos históricos, gabinetes de lectura, seminarios o talleres con algunas de los autores favoritos de los asiduos de esta revista. Los fundadores de Casamata no se esconden: quieren que el suyo sea un centro de sociabilidad, disfrute y formación, un ágora en el que se pueda hablar de todo lo silenciado y lo proscrito, un punto en el que se pueda discutir todo lo asumido y lo impuesto acríticamente.

Nada parece dejado al azar en este proyecto. Incluso el local parece haber sido diseñado con mimo y decorado siguiendo pautas estéticas castizas, para que no olvidemos de dónde venimos, pero incluyendo también guiños de estilo industrial. En su página web podréis encontrar más información sobre Casamata y también podréis darles un empujón final, como hemos hecho desde Centinela, para ayudarles a que esta casamata sea más resistente que ninguna otra.

Termina el verano y llega el otoño, sí, pero este año tal vez podamos sobrellevarlo mejor que otros. Nos vemos en los bares. Nos vemos en Casamata.