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En los últimos años, casi todas las investigaciones tienden a afirmar que no hay relación entre cohabitación y fracaso matrimonial. Sin embargo, algunos autores han encontrado en sus estudios datos que apuntan lo contrario. Las explicaciones de este fenómeno son variadas.

En Estados Unidos un 70 % de las parejas conviven antes de casarse. La creencia generalizada muestra como lógico y prudente cohabitar «para ver cómo somos conviviendo», reforzar la unión o «comprobar si somos compatibles».

Además, sobrevuela en la sociedad la idea de que antes de dar el paso al matrimonio hay que conquistar una estabilidad económica (algo cada vez más complicado, por otra parte), haber alcanzado ciertos hitos de desarrollo profesional y haber madurado lo suficiente como para tomar una decisión de compromiso. La media de edad para casarse en Estados Unidos es de 29 años para las mujeres y 30 en los hombres. En España: 35 para ellas y 37 para ellos.

Pero ¿y si decidir no cohabitar no fuera solo una opción más entre otras sino una opción con más beneficios que su contraria? ¿Y si lanzarse a casarse joven no fuera tanta locura como parece?

Casarse joven puede ser una buena opción

A comienzos de año, el Wall Street Journal publicó un artículo cuya conclusión se adelantaba en el titular: «Too Risky to Wed in Your 20s? Not if You Avoid Cohabiting First» («¿Es muy arriesgado casarse en la veintena? No si evitas la cohabitación»). Lo firman Bradford Wilcox, director del National Marriage Project en la Universidad de Virginia, y Lyman Stone, investigador en el Institute for Family Studies (IFS).

Ambos son buenos conocedores de los estudios que avalan que casarse «demasiado pronto» (a mediados de los veinte o antes) implica más probabilidades de ruptura que casarse más cerca de los treinta. De hecho, como afirman en su artículo del WSJ, tras analizar los datos de más de 50.000 mujeres en una encuesta hecha por el Gobierno de Estados Unidos (la National Survey of Family Growth), encontraron que para el 70 % de las mujeres que habían cohabitado antes del matrimonio haberse casado alrededor de los 30 estaba vinculado a un riesgo menor de divorcio Sin embargo, en sus análisis hallaron una excepción novedosa: las mujeres que se casaban entre los 22 y los 30 sin haber cohabitado tenían una de las tasas más bajas de divorcio de toda la encuesta.

Wilcox y Lyman reconocen que no saben con precisión por qué esto es así, y, como se afirma en este artículo de IFS, es complicado hablar de relaciones de causalidad, pero vale la pena conocer las hipótesis que plantean ellos mismos y otros investigadores.

Cuando llegas al matrimonio con una mochila cargada

Wilcox y Stone, en el artículo del WSJ, explican que, aunque casarse más mayor (pensando en haber alcanzado cierta madurez) pueda tener ventajas, también tiene sus riesgos: «A menudo significa ir acumulando un bagaje de relaciones —incluida una lista de ex con quienes has convivido— que puede lastrar el matrimonio una vez casados. Es menos probable que las mujeres que se casan directamente en la veintena arrastren esta ‘mochila’ de camino al altar. (Al igual que los hombres)».

En su texto recogen declaraciones de la psicóloga Galena Rhoades, de la Universidad de Denver: «Solemos pensar que cuanta más experiencia, mejor. Pero vemos que en las relaciones sucede justo lo contrario. Haber tenido más experiencias está relacionado con matrimonios menos felices más adelante». Uno de los motivos que señala Rhoades en su investigación es que «las cohabitaciones anteriores pueden dar a los maridos y a las esposas experiencia en la ruptura de relaciones serias de convivencia, lo que les vuelve más propensos a buscar la salida cuando las cosas se ponen difíciles». Apunta también otro aspecto que hace que el «tener experiencia» no sea tan ideal como lo pintan: cuantas más parejas hayas tenido, más fácil es comparar, y las comparaciones, una vez casados, «pueden ser corrosivas».

El cohabitation effect sigue vigente

Las mujeres que cohabitan tienen un 15 % más de probabilidades de divorciarse, según los datos de la encuesta del Gobierno de Estados Unidos estudiados por Wilcox y Stone. Y un estudio de la Universidad de Stanford señala que el riesgo es especialmente alto (más del doble) para quienes han convivido con parejas anteriores a su marido. Los autores de este trabajo defienden que la asociación entre cohabitación y divorcio no ha disminuido de manera sustancial en los últimos cuarenta años. Explican que, si otras investigaciones arrojan datos que parecen demostrar lo contrario, se debe a que están basadas en muestras que no incluyen matrimonios que hayan durado lo suficiente como para captar plenamente el mayor riesgo de divorcio.

Los trabajos que respaldan que ya no existe el cohabitation effect (el fenómeno según el cual quienes conviven antes de casarse tienen más probabilidades de afrontar dificultades en su matrimonio) suelen justificar su conclusión subrayando que hay muchos factores relativos a quién cohabita, cuándo y por qué y con quién, y que esos factores están asociados a cómo serán esos matrimonios independientemente de la experiencia de cohabitación.

Como desarrolla Scott Stanley, de la Universidad de Denver: «Por ejemplo, es bien sabido que los más desfavorecidos económicamente son más propensos a vivir juntos fuera del matrimonio, convivir con más de una pareja, tener un hijo con una pareja cohabitante antes de casarse y tener dificultades en el matrimonio. […] La explicación es que los que cohabitan de forma más arriesgada (por ejemplo, antes del matrimonio, antes del compromiso, con más de una pareja) ya tenían un mayor riesgo». Pero subraya que, aunque la opinión dominante ha sido que este factor explica la mayor parte, si no todo, del riesgo, «muchos estudios en la historia de este campo han controlado las supuestas variables de selección y aún así han encontrado un riesgo adicional» al cohabitar.

La teoría de la inercia y el factor religioso

Stanley y Rhoades llevan años desarrollando la teoría de la inercia: «Algunas parejas que de otra manera no se habrían casado acaban casándose por la inercia de la cohabitación». Es lo que llaman sliding vs deciding: deslizarse vs decidir. Dar el paso al matrimonio dejándose llevar desde la inercia de la cohabitación porque parece que el matrimonio es el siguiente paso lógico, porque “ya toca”, porque todos alrededor lo están haciendo, porque ya han comprometido mucho (un alquiler conjunto, una hipoteca, tal vez también un hijo en común…). Esta inercia puede hacer que acabes deslizándote a un matrimonio en el que, de no existir todos estos factores, tal vez no te habrías comprometido. «Algunas parejas están aumentando las ataduras que les hacen permanecer juntos antes de que el compromiso sea claro, mutuo y fuerte», como dicen en este artículo, y añaden: «Esto es parte de la razón por la que esperar —a convivir— al matrimonio, o al menos a estar prometidos, se asocia con un menor riesgo en siete estudios».

La religiosidad de las personas, por otro lado, juega también un papel, según ha concluido Wilcox de su último estudio: «Los hombres y mujeres con convicciones religiosas que se casan entre los veinte y los treinta años sin haber cohabitado primero tienen las probabilidades más bajas de divorcio de todo Estados Unidos». Un estudio de Harvard muestra que las mujeres que van regularmente a la iglesia tienen un 40 % menos de probabilidades de divorciarse.

Wilcox y Stone reconocen que no está claro cómo la religión puede fomentar matrimonios más estables. En un artículo de IFS aportan tres hipótesis, aunque, como ellos mismos afirman, es difícil decir exactamente cuál de estos factores está en juego y en qué medida. La primera hipótesis es que «la religión puede llevar a la gente a ‘hacer limones de la limonada’; […] si la religión induce a casarse directamente a las mujeres que habrían entrado en una unión de cohabitación, tal vez esos matrimonios no sean de mejor calidad de lo que habría sido la unión de cohabitación, pero debido a sus puntos de vista religiosos, estas mujeres optan por no divorciarse». La segunda explica que la religión puede «dar a la gente apoyo institucional o comunitario».

Un tercer motivo posible sería  la capacidad de la religión para «alterar positivamente la calidad de las parejas románticas». Y esto, de diferentes maneras: por un lado, «la religión puede marcar una diferencia en cuanto a los posibles cónyuges a los que están expuestas las mujeres. A través de las comunidades de las iglesias, las mujeres creyentes pueden tener acceso a un conjunto de posibles cónyuges más amplio y favorable al matrimonio»; por otro, «la religión podría modificar los criterios que tienen las mujeres para seleccionar a sus parejas»; para terminar: «Podría impactar en la dinámica entre las parejas de manera importante. Las mujeres con convicciones religiosas pueden buscar cónyuges que compartan valores, creencias o prácticas importantes para la estabilidad de la unión. Compartir estos valores podría reducir las posibilidades de conflicto en el futuro».

Casarse marca la diferencia

Que quienes no cohabitan antes de casarse tienen una conciencia más clara de que el matrimonio es una relación esencialmente diferente y de todo lo que implica en cuanto a compromiso y fidelidad es otra de las hipótesis para interpretar las menores tasas de divorcios relacionadas con parejas que no conviven antes del matrimonio.

Pero, ¿qué tiene el matrimonio que refuerza y mejora el compromiso? ¿Cuál es la psicología del matrimonio? Son dos preguntas que se hace Harry Benson, de Marriage Foundation. Responde que el matrimonio implica tres cosas necesarias que son simplemente opcionales en el caso de quienes cohabitan: primero, «el matrimonio implica necesariamente una decisión» y las decisiones «cambian la manera en que pensamos, sentimos y actuamos sobre lo que sucede. Nos ayudan a disfrutar de lo bueno. Pero también a superar lo malo». Segundo, «el matrimonio implica necesariamente un plan» y el plan nos da claridad y elimina dudas: «Tener un plan significa que tienes más posibilidades de cumplirlo». Benson afirma que todos «queremos un amor fiable. Queremos sentirnos seguros de que la persona a la que amamos también nos amará incluso en los momentos difíciles. Por eso necesitamos un plan claro que elimine toda esa ambigüedad». En tercer y último lugar, «el matrimonio implica necesariamente el apoyo de otros».

Benson reconoce, por supuesto, que estas tres cosas —la decisión, el plan, el apoyo— pueden darse en una relación de simple convivencia, pero, aun así, «estos ingredientes psicológicos no están automáticamente presentes si las parejas no se casan del mismo modo en que lo están si sí lo hacen».

No se trata solo de durar

Los datos de diferentes estudios no solo apuntan a que aún existe una relación entre cohabitación y mayor riesgo de divorcio, sino que el convivir antes de casarse también está asociado a una peor vivencia del matrimonio. Lo que interesa para la vida de las personas no es mantener matrimonios duraderos sin importar el cómo, sino matrimonios duraderos y felices.

Sin embargo, la mayoría de los estudios no se fijan en la calidad. Este trabajo de Scott Stanley, Galena Rhoades y Howard Markman recoge que la calidad matrimonial es mucho más baja entre quienes empezaron a vivir juntos antes de comprometerse o de casarse. También se asocia la cohabitación con peor comunicación matrimonial y menor satisfacción. En este artículo del New York Times se afirma que el riesgo de relaciones de calidad deficiente y de una posible ruptura es mayor en los casos de los que enlazan cohabitaciones, los que tienen diferentes niveles de compromiso al empezar a convivir y los que usan la cohabitación como una prueba.

Un estudio en nueve países europeos muestra que las personas que cohabitan tienden a deslizarse hacia una visión más permisiva del divorcio, mientras que las personas que se casan tienden hacia una visión menos permisiva. Además, como señala este artículo, «las actitudes favorables hacia el divorcio están vinculadas a patrones de interacción matrimonial que disminuyen la calidad del matrimonio y aumentan la probabilidad de divorcio».

La sabiduría popular puede presentar como muy lógica y madura la opción de esperar a los 30 a casarse y la elección de vivir juntos antes de hacerlo, con vistas a asegurar el éxito matrimonial. Pero los estudios apuntan en otra dirección, y no solo con datos, sino con razones.