Parafraseando a Chaves Nogales, la Guerra Civil tuvo héroes, bestias y mártires. Algunos de ellos dejaron el testimonio de nuestra mayor tragedia por escrito, ayudándonos a intentar entender hoy el porqué de aquellos días de barbarie. De entre los testimonios menos conocidos destaca el de una “bestia”, Enrique Castro Delgado, que la editorial Renacimiento ha reeditado recientemente.
En Mi fe se perdió en Moscú, el que fuese obrero metalúrgico convertido en revolucionario profesional narra sus aventuras en la Unión Soviética de Stalin, un proceso que acabará por abrirle los ojos, el título de la obra ya lo deja claro, convirtiéndolo en una persona muy diferente a aquella que aterrorizó Madrid en los tiempos del «no pasarán».
Durante los primeros compases de la Guerra Civil, Castro Delgado sería uno de los fundadores del famoso 5º Regimiento, una de las unidades más destacadas del ejército republicano, controlada y dirigida por el Partido Comunista. Él sería su primer comandante, siendo sustituido posteriormente por Líster. Hombre de acción, se le ve en una imagen arengando a los milicianos poco antes de que asaltaran, y masacraran, a los sublevados del Cuartel de la Montaña.
Castro fue una bestia, sin duda, un criminal, pues fue uno de los responsables de la represión en Madrid al iniciarse la guerra. Él mismo cuenta cómo fomentó los fusilamientos, organizó su propia cheka o mandó asesinar a un sacerdote requeté. Pero no solo cayeron en sus garras enemigos del Bando Nacional, también lo hicieron un teniente coronel socialista, a quien dejó morir en manos de una turba de milicianos, o un comisario comunista que mandó fusilar en el frente de Aragón.
Subcomisario general de Guerra y miembro del Comité Central del Partido Comunista, entre otros puestos de relevancia política, Castro llegará a Moscú en 1939 como supervisor de la emigración española en Rusia, secretario del líder del PCE, José Díaz, y responsable de las emisiones de Radio España Independiente.
Allí vería la luz y acabaría despojándose de las creencias que le había llevado a cometer tantos crímenes justificados en pos de la utopía comunista: «Estoy en el país del socialismo desde hace bastante tiempo y no sé lo que es el bienestar, no sé lo que es la libertad».
Su trabajo opresivo como representante español en el Komintern, haciendo informes sobre los exiliados españoles, las cainitas luchas de poder entre los mandos del partido y la situación de los refugiados, acabaron por agotar su fe en la ideología por la que hasta entonces había luchado sin remordimientos: «Aquí la situación es más grave que en Járkov o que en Gorki: de catorce niños que han nacido en un año sólo quedan vivos dos», escribió tras una de sus visitas a los grupos de compatriotas que intentaban sobrevivir entre la más absoluta de las carestías y el frío más atroz.
Tras la muerte de José Díaz, que se suicidó lanzándose desde un balcón en 1942, se inició una lucha de poder en el seno del partido que le llevó a enfrentarse directamente a Dolores Ibárruri, «La Pasionaria». En la primavera de 1944 fue separado de sus responsabilidades y excluido del comité central del PCE: lo tacharon de «enfermo», «salvaje», de «sapo» o de «sanchopancesco».
Tras un proceso interno sería expulsado del partido y acabaría en México, donde coincidiría con el también expulsado Jesús Hernández. Allí malvivirá, fundando organizaciones políticas y periódicos que él mismo editaba y repartía. En el país azteca conocería el falangista Salvador Vallina, (que lo definiría como «un hombre sin bandera, sin fe y sin esperanza»), que intercederá ante Fraga para posibilitar su vuelta a España en 1963. Ya entonces poco tenía que ver con el fervoroso comunista que destacó tres décadas atrás.
Los crímenes como responsable de la represión en Madrid los confesó en Hombres made in Moscú, mientras que su experiencia posterior en el exilio ruso quedó en negro sobre blanco en la ya citada Mi fe se perdió en Moscú, ambas rescatadas por la editorial Renacimiento gracias al empeño del editor de las mismas, Sergio Campos, al que debemos la recuperación de esta figura sin duda interesante.
El propio Campos define la obra de Castro Delgado como un testimonio único en la memorialística de la guerra civil, uno de los pocos casos en los que un asesino confiesa sus crímenes, en una mezcla de tragedia y humor negro, un «Chaplin siniestro», que nos explica de forma cruda y llena de verdad como fue el apóstol de una ideología bárbara hasta que la realidad acabó con dicho sueño convirtiéndolo en una pesadilla.