Da la sensación de que nunca antes en nuestro país la leyenda negra se había visto tan contestada como ahora. No es mérito de los poderes fácticos esos (que, cada vez más, ni están ni se les espera), sino de un puñado de historiadores, escritores, divulgadores y periodistas, cada uno de su padre y de su madre, cada uno librando la guerra por su cuenta y riesgo, pero todos con legiones crecientes de lectores detrás y un objetivo común: la verdad histórica y, en consecuencia, el buen nombre de España.
Es el caso de nuestro entrevistado de hoy, César Cervera, con plaza en el ABC y un nuevo título en las librerías: ‘Superhéroes del imperio, mito y realidad de los que forjaron España’ (La Esfera de los Libros). (Spoiler: el libro son lecciones amenas de historia profunda.)
Ha seleccionado una docena de superhéroes del imperio español, pero podría haber seleccionado muchísimos más.
Es una cuestión de densidad histórica. A Bélgica, con una historia más pequeña y unos territorios más delimitados, a lo mejor le cuesta nombrar a 10 héroes nacionales. España, en cambio, mantuvo un imperio en pie durante tres siglos, con presencia en cuatro continentes: Europa, África, América y Asia.
¿Eso qué explicaría?
Que cada año tengamos noticia de nuevos héroes y nuevas hazañas de los que ni habíamos oído hablar. La historia de cualquier otro país -desde luego, la historia militar- no puede compararse con la nuestra.
Interesante precisión esa, la de historia militar.
En el mundo anglosajón hay cátedras dedicas exclusivamente a la historia militar. En España, en cambio, la universidad no parece por la labor. Es un terreno por recuperar.
¿Qué ganaríamos?
El descubrimiento de que, a lo largo de los siglos, y en líneas generales, los militares han sido un ejemplo de dedicación a lo público, de sacrificio bajo todas las circunstancias. De ahí quizás que nuestra historia sea incomparable.
¿De todo punto incomparable?
Bélgica, insisto, no puede compararse. Tampoco Italia, cuya unificación es del siglo XIX. Si acaso Francia e Inglaterra. ¿Estados Unidos? Ni siquiera. Su historia no tiene más de dos siglos y está muy limitada a su territorio, salvo algunas intervenciones fuera, no todas afortunadas.
Con todo, Estados Unidos es un país que sigue empeñado en la narrativa de sus propios héroes, aún con riesgo de caer en la mitificación.
Pero no solo Estados Unidos. Cada sociedad, a lo largo de la historia, ha demandado sus propios héroes. Todo responde a la necesidad de coger a un ciudadano prototípico y proyectarlo como ejemplo. Lo vemos en el cine de Hollywood y también en nuestras crónicas del siglo XVI.
Vamos con las crónicas esas.
En la España de los Reyes Católicos, ya no vale mencionar a referentes medievales o de la antigüedad clásica. Se está creando el embrión de una nación, de un Estado moderno, de un imperio, y se necesitan héroes con nombre español.
¿Por ejemplo?
Por ejemplo, los soldados que luchaban en Italia o los conquistadores que cruzaban el Atlántico.
Eso en el caso español. ¿Y en el norteamericano?
El prototipo ha sido el vaquero y el soldado, pero también el científico y el emprendedor.
Empecemos con el vaquero, con el cow-boy.
Son el antecedente más directo del superhéroe americano: unos tíos, en apariencia normales, pero capaces ellos solos de matar a 20 con una pistola.
En su libro -sobre superhéroes del imperio español, insisto- le dedica un capítulo al Far West.
Porque antes de que los Estados Unidos fueran los Estados Unidos, hubo españoles que protagonizaron auténticos ‘westerns’, con luchas con los indios y duelos al sol en la frontera. Son los héroes del Salvaje Oeste… español.
Sus hazañas serían luego rememoradas en aquellos ‘saloons’ donde estaba prohibido disparar contra el pianista.
Las suyas y también las de los conquistadores. Se sabe que Billy El Niño sentía fascinación por los españoles de Nuevo México, contándose entre sus lecturas la vida de Hernán Cortés.
Otro devoto de los conquistadores españoles fue alguien a cuya cabeza nunca pusieron precio: Charles F. Lummis, poeta, periodista, historiador, fotógrafo, aventurero y, ojo, acérrimo defensor de los indios.
Dice Elvira Roca que hay en los Estados Unidos una cierta tendencia a mirar al pasado español como un espejo. Aunque la gente piensa que los Estados Unidos son hijos de Inglaterra, lo son mucho más de España.
¿En qué sentido?
En el de que no tienen el concepto depredador que tenía el imperio británico, sino que han tratado, con más o menos fortuna, de replicar Estados Unidos allá donde han ido, como hizo España, y antes que España, Roma.
No solo eso, sino que algunos personajes los consideran tan suyos como nuestros. Cabeza de Vaca, por citar uno.
Su biografía es tan extraordinaria que hasta resulta inverosímil. Tras una expedición desastrosa, es esclavizado. No solo logró la libertad, sino ser un personaje muy reconocido en la región, el actual sur de los Estados Unidos, unos 18.000 kilómetros, los cuales recorrió enteros. La suya sí que es una historia de superación extrema.
Y, en cierto modo, un ejemplo de emprendedor, otro prototipo del sueño americano, como puede serlo hoy Steve Jobs.
Personaje extraordinario, al que admiramos un montón, y del que no paran de hacerse películas y biografías, pero cuya vida puede resumirse en dos folios si la comparamos con la de otros, por ejemplo, la de Pizarro.
¿Qué le pasa?
Que son varias vidas en una. Así, su infancia en Trujillo, Extremadura, despreciado por todos por bastardo; eso ya es ya una novela, una película. Otra novela o película es cuando se va a luchar a Italia. O cuando cruza el Atlántico, jugándoselo todo a cara o cruz. O cuando descubre el Pacífico, con Núñez de Balboa. O cuando conquista Perú. O cuando funda Lima. O…
Decimos Pizarro, pero podemos decir Diego García de Paredes, ‘El Gigante Extremeño’.
O Juan del Águila, el hombre sin miedo, siempre detrás de las líneas enemigas.
Líneas que, en ocasiones, fueron inglesas. Por cierto, me da que los ingleses no se van a dar por aludidos ni con lo que ha dicho antes de su imperio -lo del instinto depredador- ni con lo de hablar de este en tiempo pasado.
Es verdad que siguen creyéndose un imperio, como si este no hubiera caído, y varias veces.
¿Varias veces?
Varias veces, sí. Fíjese que Francia habla del primer imperio francés y del segundo imperio francés. Inglaterra, en cambio, no hace enumeraciones. Para los ingleses solo existe un imperio. Así, la pérdida de las 13 colonias en Norteamérica -mayor, por cierto, que la nuestra en Sudamérica-, para ellos no fue tal, como si el imperio se prolongara con la conquista de la India, por más que entre un hecho y otro, que no tienen nada que ver, pasaran años.
¿De dónde sacan tales dosis de autoestima?
De ser ellos quienes cuentan su propia historia. Al final, no es que la Historia la escriban los vencedores, es que vence quien mejor escribe la Historia.
Nombres, nombres.
Julio César, un personaje derrotado y apuñalado, un perdedor de la historia, en definitiva. Sin embargo, ¿por qué pervive su memoria, la del hombre que quería liquidar la República, y no la de Mario, el gran reformador de las legiones? Porque César era escritor -ahí sus comentarios a la guerra de las Galias, excelentemente escritos- y Mario no.
Conquistadores hubo, sin embargo, que no sabían leer ni escribir, y ahí los tenemos, en los libros de Historia y en el imaginario popular.
Porque se preocuparon de que se escribieran buenas crónicas sobre ellos. Tomemos, sin embargo, otros ejemplos.
¿Cuáles?
El de Blas de Lezo y el virrey Eslava, por ejemplo. En Cartagena de Indias, Blas de Lezo, como primer oficial de la marina, es el encargado de organizar la defensa, pero es el virrey Eslava, máxima autoridad civil y militar, quien, en última instancia, toma las decisiones.
Y no, precisamente, desde un despacho.
Más bien, desde la primera línea. De hecho, el virrey Eslava es herido en el mismo barco en el que es también herido Blas de Lezo, el Galicia.
Sin embargo, el relato de uno perdura hasta nuestros días, mientras que el del otro no.
Porque Eslava es el autor de un frío informe, propio de un funcionario, y Blas de Lezo, de un diario que engancha un montón. De hecho, era un gran narrador, por más que el virrey dijera de él que era un marino con ínfulas de escritor.
Que le tenía gato, vaya.
Eslava demostró ser un tipo bastante tramposo, capaz de cualquier cosa con tal de silenciar los méritos de Blas de Lezo. Y si bien en un principio logró su destitución, el héroe, a la larga, es el marino, y el virrey, el malo de la Historia.
O sea, que de haber jugado limpio -y haber narrado mejor-, Eslava tendría hoy su estatua en la plaza de Colón, como Lezo.
Lo del monumento, por cierto, fue una iniciativa popular a la que, en el último momento, se unieron algunos políticos, de manera bastante torpe, a mi juicio.
A su juicio y al de algunos otros, como los que abuchearon a Esperanza Aguirre el día de la inauguración.
Es que venía de ponerle una calle, pocos días antes y a escasos metros, a Margaret Thatcher.
Inglesa, como ingleses fueron los enemigos a los que se enfrentó Blas de Lezo. Pero la de Aguirre y Thatcher sería la anécdota. ¿Y la categoría?
Que por primera vez la configuración de un relato nacional integrador parece surgir de la sociedad civil, no del poder político.
Porque, ¿en qué momento España se queda sin relato?
A partir del desastre del 98. ¿Qué sentido tenía seguir contando la historia de una España, la imperial, que había acabado en fracaso? Es verdad que con Primo de Rivera se intenta -sin éxito- recuperar la tradición de un relato en el que tuvieran cabida los tercios y también los comuneros, complaciendo así a conservadores y progresistas.
Luego vendría la Guerra Civil.
Que lo que hace es separar los relatos.
Y tras la guerra, el franquismo.
El cual, con su sesgo, no solo fracasa en el intento de juntar los relatos, sino que termina creando héroes de cartón piedra.
¿Héroes de cartón piedra?
Digamos que se equipara a Don Pelayo y El Cid, personajes casi míticos, con los tercios y los conquistadores, de los que abundan las crónicas. Eso hizo mucho daño.
¿Daño que se subsanó con la Transición?
El relato entonces se centra en la Constitución y en Europa, despreciando la historia común como elemento aglutinador. Y aunque el constitucional y el europeo no son relatos excluyentes, sí son demasiado blancos, sin la fuerza de cualquier nacionalismo.
¿Explicaría eso el éxito de lo diferencial en España en detrimento de lo común?
Es probable. Porque mientras los nacionalistas estaban en lo emotivo, el resto de España estaba en lo racional. ¿Que juntos vamos a ser más prósperos? Pues muy bien. Pero ¿qué tiene que hacer esa idea frente al discurso de un pueblo unido enfrentándose a un opresor de siglos? Nada. No tiene nada que hacer.
¿Significa eso que al nacionalismo se le vence con más nacionalismo?
Aparte de surgir de la sociedad civil y no del Estado, si algo caracteriza a este proceso de configuración de un relato nacional integrador es que el criterio rector es historiográfico, lo que excluye las invenciones. Por otro lado…
Sí.
Sobran las exageraciones. Por ejemplo, los personajes de mi libro. Hasta hace nada, y por efecto de la leyenda negra, eran todos unos villanos. Basta colocarlos en su sitio -en su sitio histórico- para que parezcan héroes de leyenda.
Bueno, en cierto modo lo fueron; héroes, me refiero, que de separar la leyenda de la Historia ya se encarga usted, si bien toda leyenda encierra en sí una historia.
Detrás de todos los personajes, incluidos los más míticos, siempre hay una persona de carne y hueso.
¿Qué sucede entonces?
Que puede darse alguna exageración en las crónicas, lo cual es comprensible pues, como digo, muchos encuentran en la literatura el vehículo hacia la inmortalidad.
¿Significa eso que todas las crónicas hay que ponerlas siempre bajo la lupa de la sospecha?
No todas y no siempre. De muchas de ellas nos podemos fiar. Por ejemplo, las que escriben en primera persona Francisco de Cuéllar o el ya citado Cabeza de Vaca. Nos podemos fiar, entre otras cosas, porque se las escriben al Rey, a quien no podían permitirse mentir.
Buceando en esas y otras crónicas, ¿qué ha descubierto?
En las dedicadas a Álvaro de Bazán, por decirle un personaje, que su apelativo El Invicto le estaba muy bien puesto, porque nunca perdió una batalla, algo de lo que no pueden presumir ni los mejores generales.
Mucho menos los almirantes.
Efectivamente, porque en el mar las derrotas las puede causar una tormenta. Lo cierto es que cuando me puse a estudiar su biografía me dije que seguro que le encontraba algún tropezón. Pero no fue así.
Retorciendo mucho los hechos, podría atribuírsele el fracaso de la mal llamada Armada Invencible.
Y ni siquiera, porque ya estaba muerto cuando la Gran Armada naufragó. Es verdad que fue el artífice de la operación, el que más insistió a Felipe II para atacar Inglaterra después de lo de Portugal, el que seleccionó la flota. Pero es verdad también que murió durante los preparativos, contagiado por la gran acumulación de suministros pudriéndose y personas.
¿Víctima entonces de su mala gestión?
Tampoco. Porque cuando el Rey, convencido de que no hay nada preparado, envía al conde de Fuentes, este informa de que no todo estaba tan mal como se pensaba.
Andados los siglos, otros que se pensaron -erróneamente, eso sí- que las cosas no estaban tan perdidas como les decían fueron los últimos de Filipinas.
Cuando uno estudia lo que pasa en Cuba y Filipinas, no puede evitar pensar que todo se trató de una explosión orquestada, como si España estuviera deseando quitarse el problema, el lastre, con más o menos honra, vendiendo a la opinión pública la idea de resistencia, solo que sin que esta saliera demasiado cara, pues no estaba la cosa para echarle un pulso a los Estados Unidos.
Sin embargo, allá en Baler…
Un puñado de hombres no se resigna a la apatía, a la falta de motivación, y se niega a interpretar las órdenes del mando general como que hay que resistir, pero con poco énfasis.
¿Son ellos los fedatarios del fin?
Lo del 98 fueron solo los restos del imperio. El verdadero final lo supuso la pérdida de los territorios de ultramar en Sudamérica; final, por cierto, con un episodio tan bonito como desconocido, el protagonizado por los últimos del Callao, auténticos precursores de los de Filipinas.
Empezamos la conversación hablando de hazañas bélicas y la finalizamos igual. A ver si alguien piensa que su libro va de eso y solo de eso.
Héroes militares, a lo largo de nuestra historia, ha habido tropecientos. Sin embargo, no ha sido ese el criterio para seleccionar a mis personajes. Es decir, no bastaba con que fueran héroes, sino que había que atribuírseles poderes especiales. Mi labor ha sido delimitar cuánto había de exageración y cuanto de realidad.
Aparte de un pie en la realidad y otro en la leyenda, ¿qué tenían en común sus personajes?
Su patriotismo. Es decir, su capacidad para el sacrificio, para exponer su integridad física o psicológica por algo que les trascendía, en este caso, el imperio; un imperio generador de caminos, puentes y puertos, y también de iglesias, universidades y hospitales. Y todo para que las siguientes generaciones vivieran mejor.
Que la motivación de alguien sean los españoles por venir puede sonar extraordinario.
Ya lo dice uno de los personajes de El Protegido, de Shyamalan: vivimos tiempos tan mediocres que nos cuesta creer en lo extraordinario.