Hay rincones del mundo que parecen puestos ahí para albergar una ciudad. Uno de esos lugares es Ceuta. No es, por lo tanto, extraño que desde muy antiguo los seres humanos se fijasen en aquel enclave privilegiado de la costa sur del estrecho de Gibraltar. Levantada sobre una angosta península que domina la entrada al estrecho desde el Mediterráneo, los romanos conocían aquel asentamiento como Septem Fratres [Siete Hermanos], en alusión a las siete colinas que formaban la Ceuta primitiva.
Los ceutíes de la época, gente práctica y comercial dedicada a la elaboración de garum (una salsa de pescado que enloquecía a los antiguos romanos), se aliaron con la república romana frente a los cartagineses. Escogieron bien el bando y eso tuvo premio. Roma anexionó la Mauritania y con ella la pequeña población de Septem Fratres. La industria del garum era tan importante que Octavio Augusto la elevó incluso a categoría de municipio.
Tenía Ceuta, además, un valor estratégico notable. Nada ni nadie navega por el estrecho sin que lo adviertan desde la cima del monte Hacho, una colina de 200 metros de altura que cierra la península de Almina. En ese monte se situaba una de las dos columnas de Hércules que marcaban el fin del Mare Nostrum y del mundo conocido. La otra estaba sobre el peñón de Gibraltar.
Unida con la Península desde el imperio romano
Esas columnas de origen mitológico hoy forman parte del escudo de España con un lema muy familiar: Plus Ultra (más allá). Lo cierto es que durante siglos más allá de estas columnas reales o imaginarias pocos se atrevían a viajar. Ceuta se encontraba en el borde mismo del mundo conocido. Los romanos ensancharon ese mundo, fueron más allá de las columnas, circunnavegaron la península ibérica y la unieron a su imperio.
El municipio de Ceuta, que había nacido en África como parte del reino de los mauritanos, unió de este modo sus destinos a los de las tierras del norte. Desde ese momento no se volvería a separar de ellos. Al caer el imperio romano los bizantinos se fijaron en Hispania (Spania la llamaban) y no descansaron hasta integrar el sur de la península en sus dominios. Ceuta, naturalmente, iba en el lote.
Pero Spania estaba demasiado lejos de Bizancio como para conservarla mucho tiempo. Los visigodos del reino de Toledo no podían tolerar la presencia bizantina y, tras mucho insistir, los aventaron en el siglo VII. Ceuta pasó así a la Hispania visigoda cuyos monarcas se consideraban legítimos herederos del imperio romano, al menos por estos lares.
Un mismo destino
Sucedió entonces lo impensable. Los musulmanes, que habían conquistado todo el norte de África en apenas medio siglo, llegaron a las costas del estrecho. Ocuparon Ceuta en el año 709. Dos años más tarde dieron el salto a la península gracias, según la leyenda, a don Julián, conde ceutí vasallo de los reyes toledanos que andaba ofuscado con don Rodrigo.
Las tribus bereberes de la zona disputaron el dominio de Ceuta con los recién llegados, pero sin demasiado éxito. Abderramán III, el más importante de los califas cordobeses, tomó al asalto la ciudad en el siglo X y la incorporó a su califato. Una vez más el destino de Ceuta y de los ceutíes estaba irremisiblemente unido al de la otra orilla.
Pero el califato cayó un siglo más tarde. La ciudad, conocida ya como Sebta, quedaría en manos de los almorávides y luego de los almohades. Todas las dinastías de Al Ándalus gobernaron sobre Ceuta que, aunque en algunos momentos alcanzó cierto grado de independencia, siempre estuvo unida a los emires hispanos ya fuesen nazaríes granadinos o benimerines.
De la Septem romana a la Sebta musulmana y, de ahí, a Ceuta
Fueron estos últimos a quienes tocó enfrentarse a la flota de Juan I de Portugal. A finales del siglo XIV los portugueses habían finalizado su reconquista y se hicieron a la mar. Se fijaron, claro está, en el norte de África. Mientras los exploradores descendían por la costa Atlántica para levantar nuevos mapas, el rey puso sus ojos sobre la perla del estrecho.
En agosto de 1415 Juan I y su hijo Enrique, más conocido como El Navegante, desembarcaron en la playa de San Amaro, a los pies del monte Hacho, y conquistaron la ciudad sin demasiados contratiempos. La Sebta musulmana pasaría a ser la Ceuta portuguesa en un nuevo salto morfológico que empezó con aquel Septem romano.
A este hecho le debe Ceuta no sólo su nombre actual, sino también su escudo de armas, que, con cinco escusones puestos en cruz, es el mismo que el de Portugal. Semejante honor se lo debe a que Ceuta fue la primera plaza de lo que con el correr de los siglos sería el imperio portugués, en el que no se puso el sol hasta finales del siglo XX.
Y los ceutíes solicitaron incorporarse a Castilla
Este bien podría haber sido el último gran capítulo de la milenaria historia de Ceuta, pero no fue así. En 1578 murió el rey Sebastián de Portugal cuando se encontraba guerreando en África. Se fue al otro barrio sin descendencia, así que la corona pasó a su tío abuelo Enrique, que murió dos años después también sin hijos.
En ese momento Felipe II de España reclamó sus derechos sobre la corona portuguesa en virtud del parentesco que le unía con la dinastía Avis a través de su madre, Isabel de Portugal, hija de Manuel I. La reclamación se ajustaba a derecho y Felipe pasó a ser rey de Portugal como Felipe I. Durante los 60 años en los que las coronas de España y Portugal estuvieron unidas Ceuta siguió formando parte del reino de Portugal mientras que la vecina Melilla pertenecía al reino de Castilla.
La historia se empeñó entonces en dar un nuevo giro a los acontecimientos. En 1640 un levantamiento en Lisboa entronizó al duque de Braganza como Juan IV. Los ceutíes no siguieron al resto del reino. Las autoridades de la ciudad solicitaron formalmente a Felipe IV incorporarse a Castilla.
Sitiada por tierra y mar
¿Por qué lo hicieron? Seguramente por razones de orden práctico. Ceuta es una ciudad que siempre se sintió sitiada. Más allá del monte Hacho y de la península que le sirve de antesala se abre el inmenso continente africano. Ya en aquellos tiempos era común que los bereberes del interior, todos musulmanes, asediasen la plaza con cierta frecuencia. Puestos a pedir auxilio a la península, éste llegaría antes desde Castilla que desde la más distante Portugal. Los reyes de la casa de Habsburgo habían tratado muy bien a la ciudad fortificándola y concediéndole un fuero muy ventajoso. Felipe IV les aseguraba una condición privilegiada, Juan IV era un enigma y, además, el puerto portugués más cercano estaba demasiado lejos.
El temor de los ceutíes de 1640 no tardó en hacerse realidad. A finales de ese siglo y principios del XVIII la ciudad sufrió un prolongado cerco que, para colmo de males, vino a coincidir en su punto álgido con la guerra de sucesión española. En 1704 padeció un sitio doble y simultáneo. Uno por mar de la flota angloholandesa que acababa de tomar Gibraltar y otro por tierra de Mulay Ismail, sultán de Marruecos que se había obsesionado con conquistar Ceuta.
Ambos se quedaron con las ganas. Ceuta resistió una y otra vez. Mulay Ismail lo intentó hasta su muerte en 1727. Sus sucesores lo volverían a intentar en 1732, 1757 y 1790. Los sucesivos cercos del siglo XVIII aportaron a Ceuta ese aspecto de fortaleza inexpugnable que aún conserva y que se muestra con todo su poderío en las murallas reales, una formidable estructura defensiva compuesta por cuatro líneas de baluartes, revellines, hornabeques, fosos y contraguardias.
Ceuta, cristiana desde el principio
Como vemos, la corona se tomó muy en serio conservar Ceuta a cualquier precio. La fortaleza del Hacho, por ejemplo, que llevaba siglos abandonada, fue reconstruida en tiempos de Carlos III y transformada en una moderna ciudadela desde la que se controlaba no sólo la ciudad, sino también sus inmediaciones tanto marítimas como terrestres.
Es en esta época cuando se concluye y consagra la catedral de Ceuta, un soberbio templo de estilo barroco levantado sobre el mismo solar que albergó primero una iglesia bizantina del siglo VI y posteriormente una mezquita. Por su situación geográfica, el cristianismo arraigó pronto en Ceuta. En el istmo de la península de Almina, a corta distancia del puerto, se descubrieron hace 30 años las ruinas de una basílica paleocristiana que los arqueólogos han datado en el siglo IV. Posteriormente se abandonó y quedó enterrada. No así el santuario de Santa María de África que levantaron los portugueses para acoger a la patrona de la ciudad y que fue reconstruido en tiempos de Carlos II, el último de los Austrias.
Debidamente fortificada, la ciudad resistió todos los asedios menos el de la modernidad. En 1812, coincidiendo con la proclamación de la Constitución en la vecina Cádiz, el antiguo cabildo se convirtió en un ayuntamiento constitucional, uno de los primeros de España. Esto se debe a que la ciudad no fue invadida por los franceses gracias a su insularidad… y a sus murallas. Pero no permaneció al margen. Se adhirió a la Junta de Sevilla y participó en la guerra desde la retaguardia suministrando apoyo material y humano a los que combatían contra el invasor.
Perdida América, España volvió a mirar a África
Aquello sería un aperitivo de lo que se avecinaba durante el siguiente siglo. Perdidos los virreinatos americanos, España volvió a mirar hacia África como área natural de expansión. Ahí tanto Ceuta como Melilla, dos cabezas de puente sobre el continente africano, tenían mucho que decir. De estar defendiéndose durante siglos iban a pasar al ataque.
En 1859 un grupo de rifeños atacó Ceuta. El Gobierno de Isabel II, presidido entonces por Leopoldo O’Donnell, reaccionó enviando un ejército que desembarcó en Ceuta dos meses después. Se trataba de un contingente notable integrado por 45.000 hombres y 78 piezas de artillería apoyado por una gran escuadra naval.
La campaña fue un completo éxito. Desde Ceuta el ejército se internó en el sultanato marroquí, ocupó Tetuán y puso a las tropas del sultán contra las cuerdas. Un año más tarde se firmó la paz. Ceuta era la gran beneficiada. No sólo podía ampliarse, sino que desde aquel momento se acabaron las incursiones rifeñas que tanto desasosiego generaban entre los habitantes. Además de eso el sultán tuvo que pagar una cuantiosa indemnización y ceder a perpetuidad otras plazas como las islas Chafarinas, un pequeño archipiélago al este de Melilla.
Marruecos, una pieza muy deseada y una decisión salomónica
La derrota de 1860 dejó al sultán en una posición muy delicada. Marruecos era una pieza muy codiciada por todas las potencias coloniales de la época. Francia, Alemania y el Reino Unido se disputaban el control de la orilla sur del estrecho. Al final, tras varios incidentes, se adoptó una solución salomónica: Marruecos quedaría partido en dos, la parte sur para Francia y la norte para España.
En la zona española se constituyó un protectorado, pero Ceuta no formaba parte de él. La capital del mismo se fijó en la cercana Tetuán. Entendían que Ceuta, aunque físicamente estuviese en África, era una ciudad española más, de la provincia de Cádiz concretamente.
Estar fuera del protectorado no la libró de protagonizar uno de los grandes acontecimientos de la historia de España: la guerra civil. Durante el verano de 1936 el ejército sublevado necesitaba trasladar las tropas del ejército de África a la península y escogió los muelles ceutíes para llevarlo a cabo. Francisco Franco llegó a Ceuta el 19 de julio, dos días después del alzamiento, y desde allí organizó una operación aeronaval de gran calado que sería clave en el desarrollo de la guerra.
Una ciudad española más que nunca formó parte de entidad colonial alguna
Concluida la contienda Ceuta continuó en buena medida a la cabeza del protectorado pero sin estar integrada en él. En 1956 Marruecos se independizó y desde entonces sus gobernantes reclaman la ciudad como parte del país. Pero no, nunca lo fue. Por un lado Marruecos es una realidad política muy posterior a la presencia hispano-portuguesa en Ceuta, por otro la ciudad jamás formó parte de entidad colonial alguna.
Fue primero una ciudad portuguesa, posteriormente castellana con sus preceptivos fueros, más tarde un municipio gaditano hasta que en 1995 se constituyó como ciudad autónoma. Broche final este a una historia dilatada y rica que si por algo se ha caracterizado es por la voluntad de los ceutíes de permanecer unidos a sus vecinos del norte.