Hace unos meses se conmemoró el quincuagésimo aniversario de la muerte del Che Guevara. Fue ejecutado por Mario Terán, un sargento del ejército de Bolivia tras una refriega en la quebrada del Yuro, un paraje dejado de la mano de Dios en la provincia boliviana de Vallegrande, no muy lejos de la aldea de La Higuera.
A pesar de su escasa importancia, todos esos nombres son conocidísimos y aparecen en multitud de libros, algunos incluso los recitan de memoria como si fuese una letanía tibetana. Forman parte de la pasión de este guerrillero que hace ya varias décadas ascendió al Olimpo de la revolución y ahí sigue y seguirá mientras no llegue otro que le sustituya.
Hoy el Che Guevara es lo más parecido a un santo para cierta izquierda, y, como tal, muchos se encomiendan a él asistidos por la nutrida imaginería guevarista que ha ido apareciendo desde su muerte. El hecho es que cuando murió Ernesto Guevara de la Serna ya era famoso. Y eso que se fue joven de este mundo, con sólo 39 años, seis más que Jesucristo y 12 más que Jim Morrison y el resto del club de los 27. Sin hilar tan fino, hizo bueno aquello tan sesentero de «vive rápido, muere joven y deja un bonito cadáver».
Pero, a pesar de su juventud y de no dedicarse al rock & roll, era muy conocido en todo el mundo allá por 1967. Lo era por tres razones: la guerrilla de Sierra Maestra junto a los barbudos de Fidel (él, de hecho, era uno de los barbudos), la revolución cubana y las guerrillas tercermundistas que inspiraba con su ejemplo y, especialmente, sus discursos y libros.
Icono del nuevo comunismo y guapo
Era un icono del nuevo comunismo, no muy distinto a Fidel Castro pero joven, enrabietado y guapo. Que fuese guapo no es algo accesorio en una sociedad dominada ya por la televisión como era la de aquella época. En 1960 fue portada de la revista ‘Time’ con poco más de 30 años. Aparecía él en primer plano con Mao Zedong y Nikita Jruschov de fondo. Guevara representaba su relevo. La revista titulaba «Che Guevara, la cabeza de playa del comunismo en Occidente». Guevara no era ni chino ni ruso, era un argentino de clase acomodada, un señorito de barrio alto educado en la universidad y de rasgos occidentales. Uno de los nuestros, el hijo, el sobrino, el vecino de cualquier lector de ‘Time’.
Los de la revista no le hicieron favor alguno. En la revolución triunfante jugó un papel secundario. Castro le encargó primero realizar una purga en la fortaleza de La Cabaña -que llevó a cabo con gran celo- y luego le dejó en dique seco durante meses, que aprovechó para ver mundo en calidad de embajador de buena voluntad de los barbudos. Fue en esa época cuando estuvo por Madrid. Se dejó caer por los toros y por un tablao flamenco. Lo dicho, un lector de Time. A su regreso de la tournée, el dictador le hizo primero gobernador del Banco Nacional de Cuba, pero se aburrió pronto, y luego ministro de Industrias, del que también se cansó años después. Fue entonces cuando se metió a revolucionario a tiempo completo, arriesgada decisión que terminaría costándole la vida.
Cuando le matan es cuando deja de ser una persona de carne y hueso, una figura histórica con sus luces y sus sombras, y pasa a transformarse en un mito. Un mito no nace en dos tardes y antes de que alcance esa condición es necesario desfigurar su biografía y confeccionar una leyenda áurea a su medida. Porque algunos ascensos a los altares implican practicar ciertos sacrificios respecto a la verdad histórica.
Necesario para el castrismo
Una de las cuestiones que muchos se han preguntado es por qué se convirtió en un mito universal y no en uno local de la revolución cubana como sucedió, por ejemplo, con su amigo y compañero de armas Camilo Cienfuegos, primer gran mártir del castrismo.
En primera instancia porque el régimen necesita sangre martirial fresca que le rejuvenezca. En 1967 el castrismo ya ha mostrado su verdadera cara y necesita elementos heroicos que renueven la fascinación por él. Tanto en el bloque comunista como, especialmente, en los países occidentales.
En segunda instancia porque un año después, en 1968, se produce una revuelta estudiantil en las universidades europeas y norteamericanas. Moscú necesita alpiste de mejor calidad del que venía suministrando a los jóvenes del mundo capitalista. Los referentes clásicos -Lenin, Rosa Luxemburgo, La Pasionaria…- o están muertos o son ya mayores y vivaquean como burócratas de una administración dictatorial y corrupta. El Che, por el contrario, es un hombre del momento, un tipo joven que captura a la perfección el zeitgeist de la época.
Una gran noticia entre tanta amargura
En tercera instancia porque a partir de la década de los 60 el socialismo real pierde su halo mágico y empieza a caer en el descrédito. Hay colas en las tiendas y desabastecimiento general. No hay pan, pero tampoco palabras. Son los años del desencanto. La censura es omnipresente. Como consecuencia, todo el que puede se fuga del paraíso. Desde fuera, además, la URSS se ve ya como un país ferozmente imperialista que hace lo mismo de lo que acusa a sus enemigos pero con más saña si cabe.
Alguien como el Che Guevara es una gran noticia entre tanta amargura. Viene adornado de todos los elementos del buen revolucionario: es joven, idealista e intransigente. Los que no tiene se inventan y asunto zanjado. Se le fabrica una biografía a gusto del consumidor: para unos es un hombre justo, para otros un demócrata convencido, para los de más allá un libertario y, para los partidarios del desarme, un pacifista. El resultado final es un artículo de consumo, un pastiche ideológico hecho a la medida de los nuevos soportes propagandísticos como camisetas, gorras, tatuajes y todo lo relacionado con la cultura popular.
Pero, ¿dónde queda entonces Ernesto Guevara de la Serna, el Che real, el que pasó por este mundo entre 1928 y 1967? No lo hizo, además, de puntillas. Fue un personaje célebre que tapizó las portadas de los periódicos y habló incluso ante la Asamblea General de la ONU. ¿No le había dejado eso marca? Alguna, pero fácil de eliminar.
Un poco de maquillaje biográfico y listo para la venta
Se dedicó a la política sólo unos años como presidente del Banco Nacional y como ministro, dos cargos de segunda fila pero en la práctica nunca llegó a mandar. No se le podía, en definitiva, cargar con las culpas de todo lo que estaba saliendo mal en Cuba. Esto permitía colocarle en el mercado como un idealista inmaculado, que es lo que buscan los universitarios y los militantes de base de los partidos: un beato, uno de los suyos sin tacha.
Esta operación implicaba hacer algunos recortes en su biografía. Había que eliminar lo incómodo: su infancia burguesa en Argentina, su vergonzoso papel en la fortaleza de La Cabaña, sus años ministeriales y burocráticos. Una vez retirados los elementos poco adecuados se procede a la dulcificación de todo lo demás: una adolescencia rebelde, comprometida y bohemia a lomos de una motocicleta, su labor de revolucionario en Cuba, el Congo y Bolivia. Y ya está, listo para su venta.
El Che Guevara que ha llegado hasta nuestros días no es propiamente una personalidad histórica, sino un producto prefabricado que sirve para todo y para todos. Para llevarlo estampado en la ropa, para tatuárselo en el brazo, para que un usuario de Instagram lo pasee por la red como un complemento. Por eso no ha muerto del todo, por eso no morirá.