El 26 de abril de 1986 el núcleo del grupo número 4 de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin de Chernóbil, una pequeña localidad ucraniana a sólo 15 kilómetros de la frontera bielorrusa, se fundió provocando dos explosiones seguidas. Fueron de tal magnitud que volaron la tapa del reactor liberando de este modo una gran cantidad de material radioactivo a la atmósfera. Fue el accidente nuclear más grave de la historia aunque, en rigor, deberíamos decir que se trató de una catástrofe provocada por el hombre. Las autoridades de la ya extinta Unión Soviética estaban experimentando en aquellos momentos con la central y, cuando se produjo el accidente, empeoraron el desastre mediante decisiones arbitrarias cuando no contradictorias.
El coste humano, económico y ecológico fue inmenso. El reactor destruido expulsó dióxido de uranio, carburo de boro, óxido de europio y otros materiales altamente radioactivos en una cantidad tal que, cuando lo midieron, comprobaron que la emisión era 500 veces superior a la de la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima en 1945. Murieron 31 personas como consecuencia directa del accidente y las víctimas indirectas a causa de las labores de liquidación se cifran en decenas de miles. A eso habría que añadir la declaración de una zona muerta de 2.600 kilómetros cuadrados en torno a la central, un área equivalente a la superficie de la provincia de Vizcaya. Todos sus habitantes, unos 115.000, fueron evacuados y reasentados en otras regiones de la URSS.
Para el país supuso un varapalo financiero muy importante pero difícil de cuantificar porque en la URSS no imperaba la economía de mercado y, por lo tanto, no se conocían los costes reales de factores tales como el trabajo o el capital. Es imposible, por ejemplo, saber cuánto costaron las brigadas de liquidadores o el hormigón con el que se levantó el primer sarcófago que cubrió el reactor accidentado. Las estadísticas en la Unión Soviética no eran fiables, dependían de los mandos políticos y en muchos casos se las inventaban sin rubor con meros fines propagandísticos.
La tasa Chernóbil
Sucedió además que, en los cinco años que transcurrieron desde el desastre hasta la independencia de Ucrania en agosto de 1991, el de Chernóbil fue el menor de los problemas al que tuvieron que atender los líderes soviéticos. El desastre nuclear sirvió de pistoletazo simbólico a una crisis terminal que culminó con la desaparición de la URSS pero no fue el causante de la misma. Durante ese tiempo se limitaron a vaciar la zona de exclusión y abandonarla a su suerte. A los afectados se les reubicó y fueron indemnizados, pero en rublos, que era una moneda que no servía para nada fuera de la Unión Soviética. Dentro tampoco para mucho, tan sólo para adquirir productos en las tiendas estatales de abastos después de esperar una larga cola.
Había, cierto es, una tasa de cambio oficial con el dólar, pero era algo sin aplicación en el mundo real. Cualquiera que en los años 80 acudiese a un banco de Madrid o París con rublos para cambiarlos por la moneda local no se los aceptaban. Los soviéticos tenían estrictamente prohibida la tenencia de divisa extranjera, por lo que pocos se arriesgaban a hacerse con dólares o marcos alemanes y menos aún a mostrarlos en público. El vecino envidioso podía denunciar y eso era sinónimo de problemas y seguramente también de cárcel. Tan pronto como los soviéticos pudieron poseer divisas el rublo se desplomó mostrando al mundo su valor real, que se aproximaba a cero.
Con unos cálculos hechos en una moneda que era poco menos que del Monopoly los costes del desastre de Chernóbil son muy difíciles de calcular durante los primeros cinco años. Habría que esperar a la era postsoviética para hacerse una idea. Ucrania y Bielorrusia crearon la llamada tasa Chernóbil para afrontar las indemnizaciones a los supervivientes y el coste de tener áreas enteras del país afectadas por la radiación.
Un colapso anunciado
Los que sí ayudaron a partir del 91 fueron los países de Europa occidental. Este fue el caso del nuevo sarcófago, que terminó de instalarse en 2016 y que costó 2.100 millones de euros pagados por un grupo de países europeos a través del Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo, una entidad creada en 1991 precisamente para ayudar a los países del este a salir de las economías planificadas.
Estamos por lo tanto, ante una cuestión doble. ¿Tuvo influencia el desastre de Chernóbil en la desaparición de la Unión Soviética?, y si la tuvo, ¿cuán determinante fue?
Tenerla la tuvo, pero no fue capital. La Unión Soviética hubiese colapsado con o sin la tragedia de Chernóbil porque los factores políticos y económicos que la condenaron ya estaban ahí antes del accidente. El factor político fue Mijail Gorbachov y su Perestroika [reestructuración]. Gorbachov creía de buena fe que aquello se podía reconducir, pero no, el sistema no admitía reformas. La Perestroika llevaba aparejada la Glasnost [transparencia]. Tan pronto como se pudo hablar libremente el partido perdió el monopolio de la información y del relato. Arreciaron las críticas sobre el sistema y el aparato político que lo mantenía, y todo se vino abajo.
Desde el punto de vista económico la soviética era una economía improductiva. Las divisas entraban por la venta de petróleo, gas y otros minerales en el extranjero, pero su precio cayó a plomo en los 80. El crudo concretamente pasó de los 100 dólares/barril en 1979 a unos 25 mediada la década. El país estaba lleno de gente que no producía nada pero comía a diario, simplemente no alcanzaba para todos y, como consecuencia, aparecieron el racionamiento y las colas.
Y los gastos al alza
Para colmo de males, los gastos de estructura del Estado no hacían más que aumentar. La guerra en Afganistán costó una fortuna. Había, además, que mantener el ritmo a los estadounidenses en la tierra, el mar, el aire y el espacio. El desarrollo de armas modernas requiere de una cuantiosa inversión previa que Moscú no se podía permitir. En el momento en el que se liberó la información las puertas y ventanas se abrieron mostrando al mundo un edificio gigantesco pero lleno de termitas en el que nadie salvo los caseros quería vivir.
En su momento lo de Chernóbil tuvo mayor impacto en términos de imagen que económicos. Demostraba con hechos inapelables que aquello era un completo caos, que los dueños del segundo arsenal atómico del mundo no sabían ni como administrar su propia red de centrales nucleares. Era de una gravedad tal que no hubo propaganda que lo consiguiese blanquear. Ni dentro del país ni, por descontado, fuera.
En 1988, cuando comenzaron las protestas en las repúblicas bálticas, el movimiento se extendió como la pólvora. Ese mismo año los ucranianos y los georgianos salieron también a la calle reclamando la independencia. Entre 1989 y 1990 vendrían todas las demás repúblicas que se independizarían una tras otra a lo largo de 1991. En Ucrania, zona cero de la catástrofe, se convocó un referéndum de independencia en el que votó a favor el 92% de la población. Nadie, a excepción de los miembros del partido y su clientela, creía en la URSS. Los ucranianos tenían presente Chernóbil, pero mucho más la dictadura y sus miserias que querían dejar atrás cuanto antes.