“Siempre me ha sorprendido que la represión comunista, especialmente la soviética, no genere más rechazo, pese a que sabemos lo extremadamente salvaje y violenta que fue”. Este estupor del crítico literario Adolfo Torrecilla le llevó, hace ya quince años, a interesarse por todos los libros editados en España que abordaran esta cuestión. Y ya sabemos que el estupor es la fuente de la curiosidad y del conocimiento.
El resultado de todo ese trabajo es Cien años de literatura a la sombra del Gulag (Rialp), un ensayo formidable que demuestra que si el régimen soviético ha sido tratado con tibieza no ha sido por falta de información. 126 autores desfilan por sus páginas, a menudo con testimonios personales de los horrores sufridos durante el régimen soviético tanto en la URSS como en países satélites. Y eso que Torrecilla se autoimpuso la limitación de hablar de obras publicadas en castellano, porque las referencias en otros idiomas son muchas más. Pero aún así no ha calado la conciencia del terror soviético de forma ni remotamente parecida a la que tenemos del horror nazi. Y sigue sin calar. Un libro reciente que su ensayo no comenta, Metropol, de Eugen Ruge, ha pasado igualmente sin pena ni gloria. Como es habitual.
Un horror todavía vivo
“Se trata de lecturas duras”, reconoce Torrecilla. Pero tampoco los relatos de las atrocidades nazis son dulces merengados y ahí estamos, presas de la obligación moral de leerlas o, al menos, de conocerlas, “para que la historia no se repita”. No parece que nos mueva un imperativo similar respecto del totalitarismo comunista, pese a que el nazismo hace mucho tiempo que se extinguió mientras que el comunismo represivo sigue vivo en unos cuantos países. Es más, algunos elementos que caracterizan a nuestro presente deberían alarmarnos por lo mucho que nos recuerdan, salvadas las distancias, a aquel horror.
“La censura y la persecución al que piensa diferente, y las campañas contra personas y movimientos son una realidad que forma parte de la historia”, admite Torrecilla. Aún así, reconoce que “se aprecian similitudes muy peligrosas entre la cultura represiva soviética y nuestra manera de abordar la disidencia hoy”. De hecho, eso que hoy definimos como la ‘cultura de la cancelación’ fue un modo de proceder común en los años 20 y 30 en la Unión Soviética. “En esos años operó con gran intensidad. A los que no encajaban en el discurso dominante se les borraba del mapa y, si eran intelectuales o escritores, como ocurría en tantos casos, se les prohibía publicar; se les silenciaba”. La poeta Anna Ajmátova fue una de las víctimas de esta ‘cancelación’ y es una de las protagonistas del grandioso coro de víctimas a las que da voz Torrecilla en Cien años de literatura a la sombra del Gulag.
Nadie estaba a salvo
Veamos su caso, que es una muestra que resume los de tantos otros bien documentados. Ajmátova se casó con el también poeta Nikolai Gumiliov, que fue detenido y fusilado pocos años después de separarse. También su tercer marido, Nikolai Punin sufrió la represión soviética y murió de agotamiento en el campo de concentración de Abez, en el círculo polar. Asimismo, ella fue testigo directo de la detención de su amigo Ósip Mandelstam, también poeta. Y a todo ello hay que añadir que Lev, hijo de su primer matrimonio, fue encarcelado y condenado a trabajos forzados. En una de las detenciones, en 1939, Ajmátova estuvo acudiendo todos los días, como tantas otras mujeres, a la prisión de Leningrado en espera de alguna noticia sobre su paradero y su estado de salud. Fruto de ese sufrimiento surgió Réquiem: “Te llevaron al alba / y fui tras ti como en un entierro”.
Sus poemas fueron prohibidos y ella, acusada de traición y deportada. Las autoridades soviéticas se refirieron a Ajmátova como “la típica representante de una poesía carente de ideología y ajena a nuestro pueblo. Su poesía, impregnada de un espíritu pesimista y decadente, que expresa los gustos de la antigua poesía de salón, anclada en las posiciones del esteticismo aristocrático burgués y decadentista –’el arte por el arte’- no desea marchar al mismo paso que el pueblo, es perjudicial para la educación de nuestra juventud y no puede tener cabida en el marco de la literatura soviética”. Si se lee el párrafo anterior con la debida atención, el lector se aterrará al descubrir el temible aire de familia de muchas posiciones que escuchamos hoy y que expresan la misma idea de fondo: el arte debe someterse a la política, y el individuo debe someterse a lo que en cada momento se presenta como sensibilidad mayoritaria. Vamos por buen camino dado que la inmensa mayoría ya hoy, en España, no se atreve a discrepar de los discursos que considera dominantes.
Dado que el libro de Torrecilla se ocupa del reflejo literario de la represión soviética, presta mucha atención al papel jugado por los escritores -a los que el régimen consideraba “ingenieros del alma”- y a la brutal represión que sufrieron. Y eso que una gran mayoría de ellos recibieron con simpatía, cuando no entusiasmo, la revolución de 1917. Pero, si algo caracteriza al régimen represivo estalinista es el extraordinario personalismo de su liderazgo y un ‘culto al líder’ que propició que las purgas alcanzaran incluso a los más afines. En el terreno literario es emblemático el caso de Boris Pasternak, autor de Doctor Zhivago, que pasó de ser uno de los escritores más alabados por el régimen a un decadente enfermo de subjetividad. Pasternak cometió, además, el error de interceder ante el mismísimo Stalin por otros escritores represaliados, lo que confirmó su caída en desgracia. Su obra más conocida no pudo publicarse en la URSS ni siquiera tras conseguir el Premio Nobel, pues las autoridades la interpretaron como antisoviética, y él mismo sufrió un acoso que, seguramente, acortó su vida. “Estoy perdido, bestia acorralada. / A lo lejos, libertad, hombres, luz. / A mi lado, los gritos de acoso / y no tengo ninguna salida”, escribió en el poema titulado El Premio Nobel, que se publicó sin su permiso.
El incomprensible crédito del régimen soviético
Son muchos más los casos de la represión cultural soviética, especialmente tras instaurarse en 1932 el realismo socialista como la doctrina oficial, pero no es ésta la parte del león del horror soviético, sino apenas una muestra relevante. La investigadora Anne Applebaum, autora del libro de referencia sobre el Gulag, estima que fueron recluidas 28,7 millones de personas en aquellos campos de represión, sin que se sepa la cifra de fallecidos, aunque debió ser muy alta. Torrecilla recuerda que sólo en la época de Stalin fueron arrestadas 16 millones de personas, de las que fallecieron en los campos entre 8 y 10 millones, lo que da una idea de que no eran sólo centros de castigo o aislamiento, sino que muy pronto se convirtieron en establecimientos represivos que buscaban causar la muerte.
El libro incluye referencias de innumerables testimonios de autores poco conocidos, aunque relevantes. Pero es inevitable detenerse en Alexander Solzhenitsyn y su Archipiélago Gulag, pues fue el libro que más hizo por derrumbar el incomprensible crédito de que hasta ese momento había gozado el régimen soviético. Un crédito sostenido por el prestigio de muchos intelectuales europeos, especialmente franceses, que trabajaron activamente para impedir que las denuncias de las atrocidades soviéticas llegaran a la opinión pública, descalificando a sus autores y ejerciendo de propagandistas del régimen ruso.
Si bien la obra de Solzhenitsyn es conocida -al menos suena en el mercado de la cultura popular- no lo son tanto las circunstancias que la rodearon y que Adolfo Torrecilla relata en su ensayo. Por él sabemos que el autor de Archipiélago Gulag, que pasó varios años preso, se sirvió de los relatos orales o escritos de 227 presos que le contaron sus experiencias y le permitieron construir -a medio camino entre el ensayo y la novela- una auténtica «enciclopedia sobre el Gulag”. “El libro es también un ensayo sobre el alma humana y su capacidad de resistencia y de redención. Y a la vez es un devastador libro de denuncia no sólo de un dictador, Stalin, al que apenas se menciona, sino de la ideología que fue capaz de producir ese monstruoso universo carcelario”, explica el autor de Cien años de literatura a la sombra del Gulag. Aun así, Solzhenitsyn fue criticado y desautorizado y todavía hoy muchos lo consideran un títere del capitalismo mundial, pese a que lo que cuenta está confirmado en decenas de otros relatos y testimonios publicados.
Doble vara de medir
¿Cómo es posible que este horror disfrute en nuestra memoria de la sombra protectora del paraguas nazi, como si la represión estalinista fuera inferior o menos grave? La propia Applebaum reconoce que “para muchas personas, los crímenes de Stalin no inspiran la misma reacción visceral de los crímenes de Hitler”. Y, desde luego, han sido objeto de muchas menos películas, en una época en la que es la imagen la que fija la memoria emocional.
Torrecilla apunta varias causas. La primera de ellas ya la hemos citado: la complicidad de una intelectualidad europea en la que el Partido Comunista ejercía una enorme influencia. También, por supuesto, la conveniencia inicial de las potencias ganadoras de la segunda guerra mundial, poco predispuestas a remover la miseria de uno de sus aliados decisivos contra Hitler. Pero también ha sido crucial la falta de imágenes, explica Torrecilla. Incluso de los campos nazis hay alguna fotografía relativa a los enterramientos o a las penurias de los internos, lo que no ocurre con los Gulag, sobre los que el régimen soviético aplicó una política de ocultamiento especialmente eficaz. Ayudado, en parte, por la lejanía inhóspita de algunas de las ubicaciones.
Y todavía existe una causa más. Así como los crímenes nazis tuvieron una víctima clara, el pueblo judío (aunque no sólo, pues fueron asesinados miembros de otras minorías) que cuenta con un gran sentido de la memoria y capacidad para mantener viva la tragedia, no se da nada similar en el caso de los Gulag. Las víctimas allí fueron muy distintas y diversas y nunca han contado con una organización fuerte que reivindique su memoria. Es más, la única que existía en Rusia “fue prohibida por Putin, al que no interesa nada remover ese pasado porque lo que él pretende es la reconstrucción emotiva del antiguo imperio soviético”.
Son innumerables las historias y los nombres que salpican el relato de Cien años de literatura a la sombra del Gulag pero recogeremos para cerrar el de Sofía Casanova, la primera corresponsal de guerra española, que vivió personalmente la Revolución Rusa y fue la primera periodista que logró entrevistar a Trotsky, antes incluso que John Reed (‘Diez días que sacudieron el mundo’). Sus simpatías iniciales, como las de tantos otros, enseguida dieron paso al más furibundo rechazo al constatar la deriva violenta y represiva del régimen. “Puedo decir que, al acentuarse el ensañamiento de la lucha de clases, se convierte en mal toda su ideología humanitaria”, explica en una de sus crónicas, recogidas luego como libro en La revolución bolchevista. Y advierte, ya en los primeros años, sobre la peligrosa evolución que le espera al régimen soviético, pese a que escribe cuando apenas ha empezado a manifestarse lo más terrible de su horror: “El absurdo ideal social, comunista, ejerce la tiranía roja del populacho, tan injusta y funesta cual las otras, la de las autocracias, y no saldrá de las manos de Lenin y Trotsky el mundo que sueñan, sino un monstruoso amasijo, un islote con flora venenosa y pobres manantiales de agua pura, bajo la maleza”.