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Mientras que hay un relativo consenso sobre las anteriores películas de Indiana Jones –las tres primeras son muy buenas y la cuarta es mala-, la última de la franquicia, estrenada el 28 de junio, ha dividido a los espectadores. Dirigida por James Mangold –es la primera en la que Spielberg suelta la claqueta-, Indiana Jones y el dial del destino muestra a un héroe cansado, a punto de jubilarse, que tiene que proteger de los malos un valioso objeto diseñado por Arquímedes. ¿Es un final digno para la saga? ¿Traiciona el espíritu del personaje? Yo creo que conserva lo esencial de la saga: un modo de mirar al pasado.

Hace un tiempo que Hollywood parece atrapado en un bucle de nostalgia. Cuesta encontrar historias originales. Casi todo lo bueno que llega a las pantallas es repetido: si la mejor película del año pasado fue Top Gun: Maverick, este verano, con permiso de la esperada Oppenheimer, lo más interesante también parece venir directamente de los ochenta o los noventa –Indiana Jones y Misión Imposible-. A veces, menos de las que nos gustaría, esas visitas a la filmoteca sirven para dar nueva vida personajes y tramas valiosas. Otras veces, bastantes, se trata de simple marketing comercial, productos sin vida diseñados para llevar a las salas a treintañeros y cuarentones, que no suelen pisarlas. Hay una tercera categoría, la peor: los estrenos que utilizan una historia que recordamos con cariño para colar una agenda política.

¿En cuál de los tres colores del semáforo encaja Indiana Jones y el dial del destino? Empecemos con un repaso rápido -sin spoilers, prometo- a la trama. Es 1969, el año en que el hombre –y esto tiene su simbolismo- pisó la luna. Henry Walton Jones, Jr. es un tipo cansado. Marion lo ha dejado, bebe mucho, sus clases ya no tienen éxito y le aguarda una jubilación nada prometedora. Hasta que se cruzan en su vida Arquímedes y su ilustre cacharro, el mecanismo de Anticitera, codiciado por un malvado nazi. En la labor de buscar y proteger la reliquia lo acompañará su ahijada Helena Brody (Phoebe Waller-Bridge). El final: una gran traca de acción, un deleite para los apasionados de la antigüedad clásica y… una decisión ética con cierta enjundia.

¿Indiana Woke?

Muchos creen ver en la cinta de Mangold el barniz ideológico que hoy permea tantas producciones. Por ejemplo, Javier Bilbao, colaborador de La Gaceta, la califica de «bien cargada de agenda feminista y de una iconoclastia respecto a una saga y un personaje muy queridos por el público que resulta incluso cruel». El guion, explica, se dedica a demoler la figura de Indy para «reforzar el contraste con la heroína recién llegada». En el mismo sentido, Stephen M. Klugewicz, en The Imaginative Conservative, apunta que Helena es la verdadera protagonista de la historia, y se fija, entre otros detalles, en que Indy no aparece ni una vez portando armas de fuego –ni su Smith & Wesson, ni su Colt, ni su Webley-.

Precisamente porque el tema es peligroso y corrosivo, es importante ajustar la mira: si decimos que todo es woke, acabarán por no tomarnos en serio. En esta película, más allá de un chiste suelto sobre el capitalismo que alarmó a quienes vieron el tráiler, yo no veo chatarra ideológica: es cine de entretenimiento bien hecho. Ni rastro, por suerte, de sermones ni gestitos. Como ha dicho en Twitter Urko Heller (aka Jacobson), hay que estar muy sobrepolitizado para ver otra cosa.

En cuanto al hecho indiscutible de que Indy parece algo eclipsado frente a la joven Helena, hay que tener en cuenta que Harrison Ford tiene 81 años y esta es una película de aventuras y acción: difícilmente va a poder aguantar el foco en exclusiva durante casi tres horas. Esa explicación parece más lógica que la reivindicación feminista o generacional. Por lo demás, el hecho de reivindicar algo tan tradicional como el vínculo de padrinazgo bautismal tiene hoy mucho de políticamente incorrecto. No creo, a diferencia de Bilbao, que haya un maltrato del personaje: si nos lo muestran decrépito y cansado es, precisamente, para marcar el contraste con su vuelta a la acción. Cuando agarra su látigo y se calza el fedora, Jones aparece tan resolutivo como siempre. Su forma de resolver el dilema final, por otro lado, está llena de dignidad y sabiduría.

Nuestro protagonista, partamos de ahí, nunca ha gustado en la margen izquierda. Creado en una década que reaccionó frente a los excesos de la anterior, su biografía –un hombre occidental, cristiano, con una masculinidad muy clásica, que recorre el mundo para rescatar tesoros arqueológicos– no es muy digerible para algunos. Tampoco les ha entusiasmado la última. Le reprochan incluso que esta vez los nazis no son suficientemente amenazadores ni malvados. Lo cierto es que el villano de esta historia (Mads Mikkelsen), como los buenos villanos, es un antagonista listo, complejo y fascinante, a la altura del héroe, algo nada común en producciones recientes.

Cuestión de tiempo

En The American Conservative, Adam Ellewanger apunta a lo que es, creo, el corazón de la última entrega: el tiempo. No solo por lo evidente –el dial del destino, que permite a su dueño saltar de época al estilo de la máquina de H. G. Wells-, sino por lo metacinematográfico: la propia película es, en el fondo, un ejercicio de arqueología. En cierto modo, cuando nació la saga, en 1981, lo hizo ya escarbando en el pasado: recuperó unos temas, arquetipos y modos de narrar más propios de los 50, los adaptó a su tiempo y logró un resultado cautivador para los espectadores del momento.

Hablando del tiempo cronológico, a lo largo de todas películas, pero de forma muy especial en esta, el profesor Jones nos enseña a mirar atrás de un modo saludable: con interés y curiosidad genuinos, sin pretender usar los hechos de ayer para obtener beneficios actuales. Sabiendo que no podemos ganar las guerras pasadas ni destronar a los reyes que llevan siglos bajo tierra. Indy, a diferencia de muchos historiadores de hoy -y de sus antagonistas nazis, claro-, no entiende la historia como algo de lo que servirse según el propio interés; busca las reliquias –el Arca, el Grial o la calavera de cristal- para protegerlas de los malos y para que todos puedan admirarlas, no para beneficiarse de ellas.

No se le estudia en las facultades de Arqueología como un ejemplo ético, pero no es un mero cazatesoros ni un saqueador de tumbas. Su mirada al pasado es una de las grandes lecciones de la franquicia, y eso está presente, más presente que nunca, en este estreno.

Nuestro ofidiófobo favorito

La película no es perfecta, evidentemente. Podríamos cambiar unas cuantas cosas. Por ejemplo, está casi ausente la inquietud por lo religioso que resultaba esencial en las tres primeras –este artículo de Dwight Longenecker en The Imaginative Conservative explica bien la miga teológica de la trilogía-, aunque, como bien ha visto el ya citado Heller, en el apartamento neoyorquino del profesor hay un Descendimiento y una Santísima Trinidad. No aparece apenas el personaje de Marion Ravenwood, que podría haber dado más juego. Incluso la música de John Williams es algo más apagada que otras veces. Puestos a pedir, a mí me habría encantado que el escudero del héroe, en lugar de Waller-Bridge, fuera Ke Huy Quan, el Tapón de Indiana Jones y el Templo Maldito, que reapareció hace poco en Todo a la vez en todas partes.

Con todo, quien vaya al cine se encontrará con un gran blockbuster, con una media hora inicial trepidante –yo tenía mis recelos con el rejuvenecimiento digital del rostro, pero apenas se nota- y un final creativo y sólido. En el guion hay un respeto genuino por el personaje, que despliega todos sus grandes rasgos: pasión por la aventura, espíritu de independencia, patriotismo, capacidad para integrar la vocación intelectual y las peripecias más audaces… Incluso su famosa ofidiofobia.

Si Charles Foster Kane pensó en Rosebud antes de morir, Henry Walton Jones, Jr., nuestro viejo ciudadano Jones, se aproxima a la línea de meta, a su digna y merecida jubilación, con la mente puesta en el Anticitera.