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Clint Eastwood, el otoño del guerrero

Clint Eastwood en una escena de ‘The Mule’.

Earl Stone es un huraño octogenario que tiene una difícil relación con su familia. Aprovechando su imagen inofensiva y su andar desapercibido, decide ayudar económicamente en su hogar y -por qué no- aportarle cierta pimienta a su vida. Así comienza a trabajar como ‘mula’ para el cártel de Sinaloa, uno de los más salvajes del narcotráfico moderno. Stone, veterano de la Guerra de Corea que percibe sin complejos el final de sus días -«las únicas personas que quieren vivir 100 años son las que tienen 99»), resume su situación existencial en una frase: «Pensé que sería más importante ser alguien allá afuera, que ser el fracaso que soy en mi hogar».

Esta premisa sensacional, plena de incorrección política y que puede parecer delirante, aunque esté basada en las verídicas andanzas de Leo Earl Sharp (El Tata para sus secuaces del cártel), es el argumento de Mula (2018), la última película de Clint Eastwood, una de las pocas leyendas vivas de Hollywood.

¿Qué sucede en los largometrajes que jalonan la obra de ese inefable californiano llamado Clinton Eastwood, Jr.? ¿Por qué los protagonistas de sus películas siempre son individuos corrientes que se atreven a vivir circunstancias extraordinarias?

Toda manifestación artística es inevitablemente política

Clint Eastwood en ‘Harry el Sucio’.

«Todo preso es político», afirmaban los antiguos anarquistas. Siguiendo ese provocador razonamiento, nada cuesta reconocer que toda manifestación artística es, también, inevitablemente política. Existen, claro, obras de arte más expresamente ideologizadas: una película de Sergei Eisenstein, una novela de George Orwell o un cuadro de Diego Rivera.

Sin embargo y -específicamente- en el mundo del cine, existen sobrados ejemplos de películas que, al socaire de un supuesto entretenimiento, postulan un mensaje ideológico mucho más potente y concreto que miles de panfletos partidarios juntos.

Es el caso del artista con todas las letras que mencionamos al principio de estas líneas. Nacido en 1930, Eastwood continúa -88 años después- alimentando una carrera cinematográfica coherente y heredera de colosos como John Ford, Howard Hawks, Sergio Leone (de quien fue un notable aunque rebelde discípulo) o Akira Kurosawa (quizá el más estadounidense de los directores de cine asiáticos).

En una entrevista televisiva con la referente del star system progresista estadounidense, la humorista y activista Ellen DeGeneres, Eastwood explicó su recorrido ideológico iniciado en la década de los 50. Fascinado por la figura del general Dwight David Eisenhower, quien gobernó Estados Unidos entre 1953 y 1961, se afilió al Partido Republicano. Desencantado durante la presidencia de Richard Nixon, Eastwood pasó a declararse «independiente», para luego llegar a su última estación ideológica. Hoy en día, se considera «libertario»: toda una declaración de principios. Este término, que en el mundo hispanohablante identifica a aquella persona que «defiende la libertad absoluta y, por lo tanto, la supresión de todo gobierno y toda ley» (esto es, un anarquista clásico) adquiere un sentido nítidamente distinto en el mundo anglosajón y, específicamente, en Estados Unidos: en ese caso, un «libertario”»es alguien que sostiene aquella doctrina defensora de la libertad individual y que apoya una reducción de las regulaciones gubernamentales, así como una apuesta decidida por la libertad de mercado; en otras palabras, un liberal clásico. Tradición política que, según el propio Eastwood, el Partido Republicano traicionó y dejó de lado, convirtiéndose en «una pandilla que gasta más dinero que un marinero borracho, con perdón de la Marina».

Que cada uno haga lo que quiera mientras no moleste a los demás

Muchas personas se sorprendieron cuando Eastwood defendió, en la citada entrevista, el derecho de las parejas homosexuales a contraer matrimonio. En la más pura tradición liberal, aseguró que «hay que dejar a cada persona en paz, para que haga lo que quiera mientras no moleste a los demás”. Esta visión de la realidad se vio confirmada cuando un (no tan) bromista Eastwood declaró, en referencia a la infame y engañosa entrevista que Michael Moore le realizó a Charlton Heston para su inteligente y manipulador documental Bowling for Columbine (2002): «Michael, si alguna vez te presentas en mi casa con una cámara, te mataré».

A priori, es más sencillo descartar a Eastwood como una especie de «‘redneck’ venido a más»; un sureño (aunque provenga de la Costa Oeste) blanco y pobre, con una cosmovisión que une tradición, religión, familia y propiedad con una ignorancia supina de la multiplicidad de factores que configuran el mundo -en general- y Estados Unidos, en particular. La amistad o alianza estratégica del viejo Clint con legendarios directores y guionistas conservadores como John Milius, Don Siegel o Michael Cimino no ayudan a distinguir la realidad.

Mal que le pese a la izquierda cultural, los asuntos siempre son más complejos de lo que parecen.

Nacido en California, Eastwood pertenece a esa generación de estadounidenses creyentes en una sociedad dinámica desarrollada en el seno de un país-potencia y en el marco de la Guerra Fría. A diferencia del núcleo de lo sostenido sobre el pensamiento trumpista, no hablamos de personas necesariamente racistas -aunque la diferencia de cuna se haga notar, por ejemplo, en Gran Torino (2008)- todos (negros, italianos, judíos, irlandeses…) están invitados a colaborar en la gesta americana, sin importar su origen, fundiéndose en un auténtico crisol de razas y sentándose a aquella mítica mesa descrita por el reverendo Martin Luther King, Jr., en su histórico discurso Yo tengo un sueño.

Clint Eastwood y Forrest Whitacker, durante el rodaje de ‘Bird’.

Un auténtico «centinela de Occidente»

Estamos hablando, en definitiva, de un estadounidense crecido en un país forjado en el excepcionalismo, alimentado por un patriotismo fervoroso y -detalle clave-, en pleno enfrentamiento armamentístico e ideológico con la Unión Soviética. El Estados Unidos al que nos referimos (enmarcado en las presidencias de Eisenhower, Kennedy y Johnson) era un auténtico «centinela de Occidente» que presentaba notables similitudes con el país del «Destino Manifiesto» surgido en la segunda mitad del siglo XIX. En algún sentido, Eastwood es en sí mismo una digna consecuencia de la filosofía política estadounidense, desde el liberalismo clásico de Thomas Jefferson y Alexander Hamilton, pasando por la rebeldía antiestatalista de Henry David Thoreau y el trascendentalismo de Ralph Waldo Emerson y Walt Whitman.

Para quien siga desde hace tiempo el devenir cinematográfico eastwoodiano, esto no es una revelación. Cada película del alguna vez alcalde de Carmel-by-the-Sea (incluyendo a aquellas en las que se limita a actuar porque siempre insistió en intervenir en el guión) contiene un mensaje político concreto y potente, aún en el caso de aquellos filmes cuyo argumento -en principio- estaría alejado de cuestiones ideológicas. En cada caso, los personajes de Eastwood son rebeldes contra el orden establecido (El fuera de la Ley), nostálgicos de glorias pasadas (En la línea de fuego, El sargento de hierro, Gran Torino) o antihéroes hechos a sí mismos, contra viento y marea (La fuga de Alcatraz, Bird, Un mundo perfecto).

¿Y cuál es el género cinematográfico que debía parir a Clint? La respuesta es obvia, el único género auténticamente estadounidense: el western. Folclore norteamericano por excelencia, las películas del Oeste son un terreno fértil para el desarrollo de la idiosincracia eastwoodiana. En ellas, situadas en Estados Unidos durante y después de la Guerra de Secesión, no existe un Estado monolítico que regule la vida de las personas. Cada uno debe hacerse valer por sus propios medios o, en su defecto, confiar en aquellos más cercanos: la familia, los amigos, algún pastor carismático… Ni siquiera el Ejército tiene un rol aglutinante; funciona, más bien, como una enorme banda de forajidos que sólo existe para generar una leva forzosa de mano de obra no cualificada. No hay en Eastwood una glorificación de lo nacional durante el siglo XIX: la derrota del Sur en la guerra prolonga la división entre estadounidenses y la venganza hacia los vencidos es trágica y terrible. Las relaciones humanas -o, mejor, entre individuos- adquieren entonces una importancia fundamental; en palabras del fugitivo Josey Wales: «No prometo nada extra. Sólo te doy la vida, así como tú me la das a mí. También digo que los hombres pueden vivir juntos, sin masacrarse mutuamente».

Su propio «anticuerpo de derecha»

Esta desconfianza en lo colectivo, más allá de la comunidad primitiva, inunda las películas de Eastwood. Sobran los ejemplos de ermitaños aislados por propia voluntad, desengañados de lo que el sistema (con el que mantienen una relación fugaz y puramente utilitaria) puede darles. Así, en Firefox, el arma definitiva (1982) tenemos al mayor retirado de la Fuerza Aérea Mitchell Gant, quien vive en una cabaña aislada del resto del mundo; en Bird (1988) aparece el saxofonista Charlie Parker, que vive un infierno personal que nadie alcanza a comprender; en Harry, el fuerte (1973) el inspector Harry Callahan trabaja para el orden establecido, pero sólo porque no encuentra uno mejor y, en un tenso diálogo con el teniente Neil Briggs (encarnado por Hal Holbrook), dispara: «Briggs, yo odio el maldito sistema… Pero hasta que alguien aparezca con algún cambio que tenga sentido, estaré del lado del sistema».

Clint Eastwood, en ‘El bueno, el feo y el malo’.

Pocos directores con una filmografía tan diversa han sido bendecidos por Hollywood, que -progresista y pluralista- adoptó a Eastwood como su propio «anticuerpo de derecha» que le sirve para reafirmar su leyenda. A diferencia de lo sucedido con otras figuras del cine de acción, acaso asimilables (Charles Bronson, Bruce Willis, Arnold Schwarzenegger, Chuck Norris, Sylvester Stallone y un largo etcétera), el propio star system se inclina ante Eastwood y le concede el estatus de ‘auteur’.

¿Cuál es, entonces, el legado de Clint Eastwood? Algo profundo y simple al mismo tiempo: una obra cruzada por la originalidad, la independencia de pensamiento y la autenticidad vital, que atraviesa cualquier barrera ideológica, política y mental en estos tiempos vacuos y frívolos.