Skip to main content

Vaya por delante lo siguiente: el tema a tratar es digno de ser contado con imagen y sonido, a través de un reportaje o un documental. Las palabras se quedan cortas, sépanlo. No obstante, haremos lo posible para mostrarles cómo hoy, en estos tiempos sentimentaloides, eco cursis y resilientes, con los “sostenibles” mandamientos de la nueva religión (la Agenda 2030) sobrevolándonos, cómo en tiempos en los que en algunas ciudades se cuentan más mascotas que bebés, todavía sigue habiendo niños y adolescentes cuya más profunda ilusión es dedicar sus días a ponerse delante de un toro y, dominándolo, demostrar su arte.

Y -esto es importante- vencer al animal. Si usted es madre, todavía está a tiempo de darle clic a la equis de la pantalla y ahorrarse un disgusto. Los demás, disfruten, a las puertas de San Isidro, de las historias de estos chavales que son piedras de escándalo para híper titulados urbanitas y cerebrales que se toman la vida como un balance que cuadrar o como una tabla de Excel. Con ustedes, algunas jóvenes promesas de la Fiesta.

Marcos Linares: entrega total

Marcos Llinares

2020 es un año importante en la todavía corta biografía de Marcos Linares: aceptó la invitación de la ganadera María Jesús Gualda y se mudó a la finca “El Añadío” (Vilches, Jaén), para dedicarse a su pasión y a lo que está llamado, hacerse matador de toros. A sus 16 años, Marcos es novillero sin caballos y espera poder triunfar esta temporada. La afición se la debe, cuenta a Centinela, a su abuelo, que le llevó a la plaza de Linares cuando tenía sólo tres años. Esa tarde, sexagésimo aniversario de la muerte de Manolete, José Tomás sufrió una fuerte cogida en el mismo coso donde Manuel Rodríguez perdió la vida. Y, desde ese día, Marcos está enfermo del mismo mal que pone al de Galapagar delante de los astados. A los 11 años, después de los fracasados intentos de su madre para que se aficionara al fútbol, consiguió que le apuntaran a la escuela taurina de Jaén.

Allí, los maestros se dieron cuenta de que las cualidades de Marcos no eran normales. Ese niño, con las hechuras y los andares de Palomo Linares, destacaba sobre los demás alumnos. Sus condiciones innatas, bien trabajadas con esfuerzo y constancia, le llevaron, a los 14 años, a debutar en público, y desde entonces, no ha parado de torear con éxito con el objetivo de tomar la alternativa. Y va camino de conseguirlo: comparte apoderado nada menos que con el maestro Enrique Ponce, con quien sale al campo a torear con frecuencia. También ha tenido trato con El Fandi y Paco Ureña.

“El Añadío”, enclavado en plena Sierra Morena, es el lugar perfecto para la realización del proyecto de Marcos Linares. Desde que reside allí, su vida ha cambiado. Y es muy sencilla. Cada mañana, ayuda al mayoral a dar de comer a las vacas. Una vez atendidas las reses, comienza el entrenamiento. Lo primero es el físico: carrera larga y una tabla de ejercicios. Después, tocan el capote y la muleta. A veces, de salón, y otras, delante de un animal, junto con su mozo de espadas y su cuadrilla o en la escuela taurina de Úbeda, a la que pertenece ahora. Dos tardes a la semana, Marcos acude a la escuela de adultos para asistir a clase, ya que le falta por obtener el título de Educación Secundaria Obligatoria. Las noches las dedica a limpiar los trastos (como se llaman los utensilios de un torero), estudiar y ver algún capítulo de alguna serie. Los fines de semana, siguen los entrenamientos y además suelen ser ocasión de viajar por toda la geografía patria y la francesa para participar en tentaderos o festejos. Marcos y cualquier novillero se conocen la que llaman la España vacía mucho mejor que tantos burócratas dedicados a analizar por qué no se llena de nuevo.

Ángel Delgado: “hay que creérselo y gustarse”

Ángel Delgado

El caso de Marcos Linares es una excepción. No todos los chicos que sueñan con ser toreros tienen el lujo de vivir como tales en una ganadería de reses bravas. Como señala David Lorente, banderillero y maestro de la escuela taurina de Úbeda, la prioridad de los alumnos debe ser sacar adelante sus estudios. El que suspende o se comporta mal en el colegio o el instituto, se queda sin clases de tauromaquia. Así de claro se lo inculcan a los niños  desde el primer día. Porque, si hay algo seguro en el mundo del toro, es que “triunfar es muy difícil; por eso, hay que tener una segunda opción”, sentencia.

Bien lo sabe Ángel Delgado, novillero sin picadores que, a sus 16 años y ya con varios triunfos a sus espaldas, es consciente de que “los libros van por delante”, como le repiten sus padres y sus maestros. Pero, para el que le sale, cuando ve un morlaco, ponerse delante y jugarse la vida, compaginar los estudios y hacerse con el nombre de torero es un camino duro. A Ángel los días se le hacen cortos para todas las tareas que tiene por delante: sus obligaciones académicas, en primer lugar, pero también sus tres o cuatro horas diarias de entrenamiento en la escuela de Úbeda.

Ángel realiza a diario ejercicios de barra, para fortalecer los brazos, abdominales, flexiones, pone a prueba su resistencia y su velocidad y, pasada la puesta a punto, coge los trastos y ensaya las distintas suertes taurinas “muy despacio”, mientras otro compañero embiste con el carretón o las astas. Para el novillero ubetense, lo más importante no es su formación en la técnica, sino “creértelo y gustarte”. “Cuando estás toreando, lo que cuenta es que lo sientas, que el animal no esté simplemente pasando a tu lado, sino que transmitas emoción”, nos cuenta con sinceridad que desarma. La misma que gasta cuando algún antitaurino militante le ha insultado o le ha afeado su afición. “Les explico que cómo va todo, que no han visto la otra faceta del toro, su crianza en el campo, que es lo más bonito”, cuenta. “Además, a mí no me gusta el fútbol y no lo voy criticando, simplemente, no lo veo ni voy a los partidos”, añade.

Guillermo García y Álvaro Burdiel: toreros y universitarios

Guillermo García

Más difícil todavía lo tienen dos alumnos de la escuela taurina de Madrid, José Cubero “Yiyo”, que han decidido no sólo terminar el Bachillerato, sino cursar una carrera universitaria. Guillermo García y Álvaro Burdiel son, además, novilleros con picadores, esto es, han llevado adelante su trayectoria taurina hasta el punto de que, si todo va bien, el siguiente paso que darán será el de tomar la alternativa y convertirse, por fin, en matadores de toros.

Guillermo va a cumplir 20 años y estudia el segundo curso de Derecho y ADE en la Universidad Rey Juan Carlos. Fue el novillero elegido para torear el pasado 2 de mayo en Las Ventas, en un festival con el que los festejos taurinos regresaron por fin a la capital mundial de la Fiesta. Guillermo compartió cartel nada menos que con Diego Ventura, El Juli, Paco Ureña, José María Manzanares y Miguel Ángel Perera. Oriundo de Castillo de Bayuela (Toledo), con 14 años se apuntó a la escuela madrileña, lo que supuso lo siguiente: todos los días, al salir del instituto, tomaba el autobús que le dejaba en Madrid, asistía a los entrenamientos, dormía en casa de su hermana y a la mañana siguiente, volvía, de nuevo en autobús, a su pueblo para sentarse delante de la pizarra y aprender Lengua, Matemáticas y Sociales. Es decir, Guillermo sabe qué es eso del sacrificio. Por eso, ahora que ha pasado al campus, no le extraña que sea difícil sacar adelante una doble titulación con su deseo de ser torero. Entre semana, no tiene un minuto libre, ya que, cuando no está en clase, entrena. En época de exámenes es cuando dedica casi todo el día a estudiar, pero reconoce que, si le llaman de algún festival o tentadero, no lo duda: acude a la plaza y ya se presentará a la siguiente convocatoria.

Álvaro Burdiel

Por su parte, a Álvaro Burdiel (Madrid, 1998), le quedan cuatro asignaturas para terminar Administración y Dirección de Empresas en la Universidad Autónoma, además del trabajo final de grado y las preceptivas prácticas en una empresa. Esto último le preocupa, porque una cosa es compaginar, a su ritmo, los exámenes con el toreo, y otra muy distinta, con un horario de trabajo en una oficina. Sin embargo, terminar una carrera universitaria fue la conditio sine qua non de sus padres para permitirle ingresar en la escuela taurina a los quince años. Álvaro estudia los fines de semana y de lunes a viernes se dedica en cuerpo y alma, en cuanto terminan las clases en la Facultad, a entrenar con el capote y la muleta. Una vez satisfechos los deseos de sus progenitores, que no están precisamente contentos con la vocación taurina de su hijo, Álvaro Burdiel está decidido a vivir de su arte en los ruedos. Ya ha dado fe de su seriedad con sus triunfos en varios certámenes y festivales, que le han valido para alcanzar el estatus de novillero con picadores. Esta férrea fuerza de voluntad no sólo le ha valido el respeto de sus padres a su vocación, sino también el afianzarse con más determinación, si cabe, en esta manera de entender la vida, tan concreta, apasionada y, también, desgarradora.

Reducto de valores

Marcos, Ángel, Guillermo y Álvaro dicen cosas sorprendentes en chavales de sus edades. No son chicos raros, pero en su conversación se les nota que tienen cosas en la cabeza que no son las habituales. No tienen ninguna necesidad de ser frívolos, o al menos no la aprecian, de momento. Tampoco pecan de adanismo, esa enfermedad adolescente que tanto les dura a algunos. Y la pandémica obsesión por Instagram, TikTok o los youtubers brilla por su ausencia.

Por ejemplo, Marcos, que, por un lado, no se despega del móvil para escuchar música a todas horas, a la vez cuenta con toda naturalidad que tiene pocos amigos. Algo impensable y provocador en el postureo imperante de hoy. Y no los tiene porque no quiera, sino porque no tiene tiempo. La ansiedad de popularidad y de sentirse el más admirado del grupo es inexistente en él. “Vivir en el campo te hace estar muy centrado y mentalizado”, explica. Y, cuando habla de sus inquietudes, de sus miedos, nombra una palabra ausente en el vocabulario de tantos jóvenes: la responsabilidad. Esa angustia que le reconcome no cuando sale el toro del corral, sino cuando se le cruza la sombra del fracaso, del ridículo, la posibilidad de desilusionar a quienes han apostado por él. Pensamiento al que sólo puede llegar quien posee una fuerte capacidad de introspección, quien no vive de superficialidades. Otra perla muy poco moderna que suelta con una sencillez pasmosa: “paso mucho tiempo sólo y pienso en muchas cosas”. ¿En qué?, preguntamos. “En prepararme para lo que tengo delante, para que salgan las cosas bien”, responde, dejándonos sin palabras.

De responsabilidad también habla Ángel Delgado, a quien ya no le “apetece” hacer tantos planes con sus amigos como antes de ingresar en la escuela taurina. “Una vez te metes en este mundo seriamente y apareces en los carteles, eso pesa y sales menos”, explica. De hecho, como cuentan García y Burdiel, no tiene tiempo para casi nada más que estudiar y torear. ¿Ni siquiera para ligar? Ni siquiera: “hay que estar centrado. Cuando sea matador, ya habrá tiempo”, asegura.

Por otro lado, la frase que más repiten los cuatro novilleros es la siguiente: “no tengo tiempo”. Les faltan horas para sacar todo el provecho posible a sus cualidades, para acercarse cada vez más a ese temple único que tiene cada matador para colocarse delante de su enemigo y llevarle por donde quiera. Por eso, son expertos en lo que hoy muchos llaman “gestión de las emociones” o “rendimiento horario”. En otras palabras, saben lo que quieren y no dudan en dejar de lado aficiones y diversiones para conseguirlo.

José Pedro Prados, “El Fundi”, figura del toreo en los noventa y hoy director de la escuela taurina José Cubero “El Yiyo” encuentra una explicación a esta inusual madurez de la que hacen gala estos chicos. Para él, la tauromaquia es una escuela de valores que ya no se estilan y que él y los otros maestros tratan modestamente de inculcar en los casi ochenta alumnos que pisan cada tarde la arena de Las Ventas para aprender a torear.

¿Qué valores? Sobre todo, el respeto. El Fundi habla de cosas tan anacrónicas como el saber estar en su sitio, aprender a callar cuando toca, apreciar qué significa que un matador esté delante y actuar en consecuencia, dirigirse a un maestro como se merece, tener bien calado en lo hondo de uno mismo que a un mozo de espadas jamás se le ocurrirá no ceder el paso al figura… En definitiva, como decíamos, un fino respeto a la jerarquía implícita en cada tentadero, en cada becerrada que se da, el aprendizaje de unos códigos de conducta no escritos, ancestrales y que modelan con una seriedad que casi asusta a los que en algún momento han llegado a gustar los secretos de este mundo. Y que, necesariamente, chocan con la relajación de las aulas y los hogares de hoy, donde la autoridad suele brillar por su ausencia porque padres y profesores son unos amigos más y no sirven de guía. Donde es más importante aprender jugando y mantener un ambiente permanente de risas, sin un momento para interiorizar algo. Por eso, estos chicos y sus maestros van dando bofetadas a diestro y siniestro a nuestro mundo de sentimentalismo tóxico. Son, como dice el maestro El Fundi, un reducto de valores añejos, de un mundo que se va. Auténticos, incomprensibles, a veces; nunca intercambiables. Y el que lo probó, lo sabe.