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Hace algunos años, me llegó por WhatsApp un vídeo en el que unos padres de mi colegio contaban su testimonio con uno de sus ocho hijos, exdrogadicto. No lo he vuelto a encontrar, pero recuerdo bien que me impactaron especialmente dos cosas. La primera fue comprobar, una vez más, que las apariencias suelen engañar: detrás de ese matrimonio exitoso se escondía una historia (y probablemente otras más) que les llenaba de gran sufrimiento. La segunda fue escuchar cómo, llegado a un punto, echaron de casa a aquel hijo todavía adolescente.

El mensaje que le dieron era claro: «Queremos ayudarte, pero si no quieres esta ayuda, aquí no puedes estar». Contaban cómo se colaba en ocasiones en el jardín y tiraba piedrecitas a la ventana de sus hermanos pequeños para que le echaran un bocadillo o algo de comer. Contaban lo duro, durísimo, que supuso ver a su hijo ─tan alegre, deportista y activo en la infancia─ degenerado y muerto de hambre y no poderle asistir. Se mantuvieron firmes y llegó el resultado esperado. Contaba el chico en el vídeo que hubo un momento en el que ya no pudo más, ya no soportó ni el hambre ni el sentirse dejado y sin sentido, y acudió suplicante a sus padres. La estrategia no fue idea de ese matrimonio desesperado por salvar a su niño, sino del centro al que pidieron orientación y en el que ese chico se desintoxicó y recuperó su personalidad, su rumbo y, al fin y al cabo, su vida.

Me vino a la cabeza esta historia hace unos días mientras hablábamos en la cena sobre adicciones. La verdad es que la conversación empezó con la queja de cómo las redes nos roban tanto tiempo y cómo, aun siendo conscientes de ello, seguimos enganchados a ellas sin lograr hacer un uso más sensato y capitaneado por la razón. Esa idea de adicción nos llevó a comentar lo complicado que tiene que volverse todo para el que lidia no con pasar menos de una hora diaria en Instagram, sino con la droga, el juego o el alcoholismo.

Salieron varios casos de conocidos de amigos con problemas y el ambiente se nos volvió un poco gris ante la posibilidad de que pueda ocurrir en nuestro círculo directo. Me acordé entonces de aquel chico y de aquellos padres. De cómo no fueron ni la terapia ni los medicamentos los que le sacaron del oscuro foso en el que había ido cayendo tras creer que unos porros no hacen mal a nadie. El centro en el que ingresó y se quedó hasta que estuvo preparado para volver al mundo real está en Tarragona y es una de las casas del Cenáculo.

El primer paso para el cambio: sentirse amado

La Comunidad del Cenáculo es una asociación fundada por la Madre Elvira en el año 1983, cuando dejó su comunidad religiosa para abrir la primera casa en Italia movida por la necesidad de amparar a los jóvenes que veía tan perdidos. No quería que fuera un lugar de asistencia social, un mero centro de desintoxicación, sino crear una gran familia en la que «la persona recibida pueda sentirse en casa y así encontrar su propia dignidad, la sanación de las heridas, la paz del corazón, la alegría de vivir y el deseo de amar».

Cuando un joven adicto, tras haber conocido el espíritu de la comunidad y haber ido a pasar algún día para verificar si realmente quiere hacer un cambio, decide empezar el camino comunitario que durará algunos años, entra a vivir en una casa en el campo donde no tienen cabida, como es lógico, las drogas, pero tampoco el alcohol ni el tabaco, ni internet ni la televisión. Al llegar se le adjudica un ángel de la guarda que estará a su lado veinticuatro horas al día durante las primeras semanas. Ese ángel es quien hace un cacheo inicial para retirar la droga que casi todos creen que podrán colar. Es quien está en los momentos de mono, de desesperación. Estará a su lado para dormir, para ir al lavabo, para todo, y es alguien a quien difícilmente se le sorprenderá o engañará porque ya ha pasado por ello antes.

En uno de los testimonios que hay por la red, Juan cuenta que, cuando llegó, tras una vida complicada ─y por complicada quiero decir padre drogadicto y depresivo, hermanos adictos a la heroína, pérdida de una mano por un accidente que le dejó en cama dos años, cambios de país, cambios de trabajo, perseguido por la policía y un largo etcétera─, en la que la única alegría que lograba tocar era la de la vida nocturna, no lograba comprender por qué ese ángel de la guarda que no recibía nada a cambio (sin dinero, drogas, coches ni chicas de por medio) se preocupaba por él. Cuando se dio cuenta de que nadie tiraba la toalla ante su carácter duro y que esa relación era simplemente fruto de una amistad desinteresada, algo empezó a cambiar en su corazón. Sentirse amado fue el primer paso para el cambio.

Y esa es la gran diferencia que señala la Madre Elvira. No se trata de que los chicos dejen de drogarse y dejen de portarse mal, sino de que descubran un horizonte nuevo: que aprendan a amar en sus propias vidas, a hacer el bien, conscientes de que la vida que vale es una vida de entrega de sí.

‘Ora et labora’

Las casas las sacan adelante entre todos. El trabajo es una gran parte del fundamento sobre el que se construye el cambio: reconstruyen su fuerza de voluntad, restauran la confianza en sí mismos y se descubren capaces de sacrificio y constancia. Trabajar con otras personas se vuelve una forma de aprender a salir de uno y de amar al prójimo, de forjar amistades desinteresadas y auténticas. En el trabajo también toman forma los dones recibidos para así poderlos conocer y, en consecuencia, explotarlos, rendir el talento.

Son casas sencillas que se mantienen mediante donaciones de comida, ropa, materiales… y que no aceptan dinero ni cobran una tarifa por acoger y mantener a los jóvenes. En el Cenáculo lo dejan todo en manos de la providencia y ya llevan unos años para estar seguros de que nunca falla. Vivir de la providencia, claro, lleva consigo la austeridad, la provisionalidad y aprender a no necesitar más que lo esencial.

Y algo esencial que tienen sí o sí todas las casas es una pequeña capilla con un sagrario al que cualquiera puede acudir a hacer adoración en todo momento. Este es el otro gran pilar del camino de la comunidad: la oración, que se concreta en la Eucaristía y en el rezo del Rosario tres veces al día (a primera hora, mientras trabajan y dando un paseo). Cuando empezaron, la oración no entraba en el horario de los jóvenes. Las monjas se levantaban antes para rezar el rosario y los salmos.

Cuenta la madre Elvira, sin embargo, que una vez «un chico, en lugar de ir a trabajar, se levantó temprano y entró en nuestra pequeña y pobre capillita. Se sentó a mi lado y preguntó: ‘¿Qué hacen?’ Respondí: ‘Rezamos’. ‘¿Puedo rezar también yo?’, me pidió. Estábamos rezando un salmo y él también leyó una frase. Después, en los días siguientes, vino otro, y después otro, y otro. En una semana estaban todos unidos a nosotras en la oración. Entonces comprendí que los jóvenes no solo estaban pidiendo un techo, comida y una cama, sino poder encontrar a Dios. Tenían hambre y sed de Él».

Ora et labora. Esa es la fórmula mediante la que tantos no solo se han desintoxicado de sus adicciones, sino que han descubierto quiénes son verdaderamente y, sobre todo, mediante la que se han encontrado con un Dios que es padre e infinitamente misericordioso, y en ese amor han aprendido a salir de sí mismos y a vivir para los demás. Los que estaban en las tinieblas más oscuras han encontrado la luz más brillante, cargada de una paz que desborda.