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Igual que sucede con la Corea de Kim Jong-un, la imagen más pavorosa y a la vez más fiable de Silicon Valley nos la brindan sus desertores, asalariados de las grandes tecnológicas a los que, de repente, se les enciende la conciencia y ponen pies en polvorosa, escandalizados por el mundo que hasta anteayer ayudaban a crear. Algunos de ellos salieron en el exitoso documental El dilema de las redes sociales (Orlowski, 2020). Se pusieron frente a la cámara y nos explicaron de qué manera empresas como Instagram nos parasitan y nos van convirtiendo en el combustible ideal para su máquina de hacer dinero. Eso sí, el documental está disponible en Netflix, pues el sistema, para ser inexpugnable, ha de dar cabida a su propia oposición. La idea es acomodar a la disidencia, rentabilizarla incluso.

El ‘scroll’ infinito

Tristan Harris y Tristan Harris

Uno de los que vieron la luz fue Aza Raskin, hijo nada menos que de Jef Raskin, fundador del proyecto Macintosh y miembro de la camarilla de Steve Jobs. Criado a los pechos del valle californiano, Aza inició siendo un niño su prometedora carrera, cuyo cénit llegaría en 2006 con la invención del scroll infinito. Hasta entonces, las páginas web eran precisamente eso, páginas: tenían un tamaño determinado y, llegado el final, te obligaban a clicar si querías pasar a la siguiente, tenías que voltearla de algún modo. Pero gracias a la ocurrencia de Aza, se abrió la posibilidad de que, más que a la lectura de un libro, la navegación se asemejara a desenrollar un pergamino interminable. Se ve, por ejemplo, en la interfaz del otrora Twitter, un colosal rollo de papel higiénico. Tira cuanto quieras… El cartón del rollo, su final, estará siempre a la misma distancia, a una distancia, como la que separa al burro de la zanahoria, insalvable.

En un principio no parece algo tan revolucionario, al fin y al cabo es solo un cambio en la disposición. Pero resulta que ese cambio incrementó el tiempo de permanencia en la red social de turno en un 50%, tirando por lo bajo. Al parecer, la decisión activa de continuar, exigida por el formato antiguo, hacía que la gente se desconectara antes, como demuestra el hecho de que a la segunda página de una búsqueda de Google solo hayan llegado unos pocos intrépidos. Con el scroll infinito, en cambio, esa decisión se elimina porque la fuente nunca deja de manar. La voluntad que antes se requería para seguir, ahora se necesita para apartarse. El mismo Aza Raskin, remordido, calculó que el incremento propiciado por su invento equivalía diariamente a 200.000 vidas. Es decir, el gargantuesco internet engrosó su dieta con una ciudad mediana en concepto de tiempo. Cada día, una Pamplona para abrir el apetito.

Si bien es tentador ceder a la conspiranoia y forzar alguna analogía con Momo y sus hombres grises, detrás de esta hecatombe no hay necesariamente un plan diabólico ni un club secreto donde Bill Gates se sienta a la vera del Sr. Burns. Que igual sí, ojo. Que a lo mejor todo forma parte de un maltusianismo de nuevo cuño en el que, a la espera de que nos dejemos de reproducir de una vez ―a lo que nos estamos acercando sin necesidad de fumigaciones aéreas―, ha decidido entretanto esterilizar nuestro tiempo, hacer que la vida que ya detentamos se nos vaya por el sumidero del entretenimiento y la infecundidad.

Estaría bien, sobre todo porque perfilaría la situación, pero, como decía, no hace falta. Basta con tener en cuenta algo fundamental de lo que algunos han llamado capitalismo de la vigilancia: cuanto más tiempo pasemos en línea, mayores serán los beneficios de esas empresas. Ya está. El tiempo que nosotros les damos, a cambio de información, ocio o visibilidad social, ellos lo convierten en dinero. Y entre que son muy buenos en lo suyo y que nuestra resistencia oscila entre escasa y nula, sus beneficios no dejan de crecer mientras que nuestro tiempo alejados de las pantallas no deja de menguar. Y la tendencia se agravará porque, como es lógico, ellos están consagrados a aumentar el caudal del trasvase, bien incrementando la permanencia, bien aumentando el número de accesos. Funciona como la droga. De hecho internet, las redes, es la adicción más extendida del planeta.

Un mundo desenfocado

Y dado que se trata de un negocio y como tal está obligado a crecer, y dado que para crecer necesita acaparar cada vez mayor cantidad de tiempo, ha de ser potencialmente infinita la información al alcance de la mano. Como en un buffet inagotable, siempre tiene que haber algo que consultar, un vídeo que ver, una inflamada polémica en la que enfrascarse. Cabe preguntarse entonces qué consecuencias acarrea el empacho al que nos sometemos un día sí y otro también. Ya en los 70 contestó Hebert Simon: «En un mundo rico en información, el superávit informativo deriva en una carencia de otro tipo, en una escasez de aquello que la información consume. Y lo que la información consume es bastante obvio: consume la atención de sus receptores».

Todos lo hemos notado. Cada vez nos cuesta más alcanzar una concentración sostenida. Revoloteamos por los asuntos y las tareas sin llegar a posarnos del todo. Nuestra mente, veleidosa, histérica, camina sobre la realidad como quien anda sobre ascuas. Consultamos el móvil un centenar de veces al día, para nada casi siempre. Estamos trabajando y un impulso irresistible nos lleva a pasar 3 minutos viendo una presa hidráulica espachurrar cosas. El que leía dos horas de corrido, ahora echa mano del WhatsApp cada tres párrafos. Los alumnos no atienden en clase y la pedagogía, no sé si desnortada o maliciosa, ha convertido la distracción y las pantallas en una celebrada estrategia docente. Los pocos contemplativos que quedan presumen en Twitter de lo muy contemplativos que son. Total… que el mundo se nos ha desenfocado.

Este mismo año ha salido un libro sobre el asunto: El valor de la atención de Johann Hari. Y aunque es cierto que ha rebotado bastante y merecido encendidos elogios, he decir que a mi parecer se trata de un ensayo bastante tonto, demasiado largo y aquejado de esa manía de consultar con expertos y arrojar un puñado de porcentajes para certificar que, en efecto, el hombre es mortal y la yerba verde. Más provechoso, diría, es Clics contra la humanidad (2021) de James Williams, desertor en este caso de Google: «No tardé en comprender que la causa en la que me había embarcado no era la de organizar la información, sino la de gestionar la atención. La industria tecnológica no diseñaba productos: diseñaba usuarios».

En la primera parte de su libro, Williams acomete un clarividente análisis de los mecanismos empleados para acaparar la atención del usuario, así como de los beneficios que las empresas de Silicon Valley obtienen con ello. También resulta ilustrativo al explicar cómo, por decirlo con Tristan Harris, otro desertor de Google, estamos asistiendo impasibles a la degradación de los seres humanos y a la mejora de las máquinas. Sin embargo, el mayor interés de su Clics contra la humanidad está en el alcance de su crítica: las nuevas tecnologías no afectan a nuestra atención solo en el sentido superficial, no nos han vuelto únicamente un poco más despistados, sino que han trastornado nuestra capacidad para saber incluso lo que queremos. Los defensores de las tecnologías arguyen que estas están al servicio del hombre, que son nuestras aliadas en pos de los grandes objetivos. El problema, dice Williams, es que tal y como están diseñadas son incompatibles con los grandes objetivos: han eliminado nuestras aspiraciones sustituyéndolas por otras de bajo vuelo, por deseos de baratillo que de ellas nacen y a ellas vuelven.

Debería acabar con un llamamiento a recuperar las riendas de nuestra vida, pero no lo voy a hacer. Primero porque todo lo dicho es, a grandes rasgos, intuido por la generalidad, pero seguimos echando nuestro tiempo al foso porque nos compensa, de otra forma su negocio no sería tan lucrativo. La única solución a nivel personal sería bajarse del mundo en marcha. Algunos se han atrevido y, como es natural, nada se sabe de ellos. Nadie está obligado a estar en línea, pero también es cierto que la desconexión se paga con la irrelevancia y el ostracismo.

Luego estarían las soluciones a nivel social y político, y a ellas dedica William James la segunda parte de su obra. Alineado con algunas fundaciones por una tecnología más ética, su propuesta estriba en un intervencionismo tan severo que, de llegar a implantarse, pronto nos haría añorar los problemas a los que vino a poner remedio. De hecho, más que las redes en sí, lo que de verdad parece molestar a muchos de estos desertores es que en ellas abunden los negacionistas del cambio climático o que sirvieran para abrir un agujero por el que se les coló Donald Trump. Más que internet, lo que les escandaliza son sus semejantes. Pero eso ya para otro día.