Ir a un bar es una cosa muy seria. He sido pinchadiscos. Quiero decir que he conocido todas las formas de barbarie que puede aglutinar un tipo al otro lado de la barra. Hoy demasiada gente desconoce la ceremonia, el ritual de belleza, el revestimiento de civilización que significa beber fuera de casa. Hay dos momentos en que un hombre cree que es superior al resto de los que habitan el planeta: al volante de su vehículo y pidiendo algo de beber en la barra. Lo cierto es que la mayoría se vuelven medio idiotas al volante, y completamente idiotas cuando se dirigen a un camarero.
Hace años que escribo en los bares. Soy escritor y, por tanto, bebedor de cerveza. Y de cuando en cuando garabateo textos en esta o aquella barra. Parte de mis musas surgen observando la fauna que frecuenta los cafés y los pubs de las grandes ciudades. He conocido tantas especies exóticas que me resulta difícil clasificarlos en este zoológico, pero la vida es de los que arriesgan.
Especies de nuestros bares
Está El Estirado, el que te hace el inmenso favor de venir a tu bar como parte de sus obras de misericordia. Te perdona la vida. Es la viva imagen de la impaciencia. El ansia peor, la soberbia. Chasquea los dedos o emite sonidos de serpiente para llamar la atención del barman. No acepta que su pedido no sea el primero, que su cerveza no sea la más fría, que su sirviente no se prosterne en el suelo antes y después de dirigirle la palabra. Deposita la propina con la misma desidia con que deja caer las monedillas al mendigo en la puerta de la iglesia. No lo dice, pero lo piensa: yo no soy como ellos. Y en esto no le falta razón. En efecto: ellos no son tan gilipollas.
Está también El Inspector en Ciernes, la extrema exigencia. Todo ha de ser impecable. Desde el saludo del camarero hasta el olor, la limpieza, y la vestimenta. Desde el producto hasta la presentación. Un cacahuete roto en el platito de aperitivos puede suponerle una quiebra de confianza tan grande con el bar, que es capaz de hacer salir al dueño de su madriguera para que presente solemnemente sus disculpas; en su opinión, de hecho, debería dejarse azotar a la vista de los demás clientes. Su conclusión es siempre la misma: qué falta de profesionalidad. Y es verdad. Vete al bar de enfrente, Inspector.
Muy extendido está El Contable, que revisa el cambio con la meticulosidad del Tío Gilito. Con perdón por el maximachismo, pero suele ser mujer, joven para más señas. No revisa una vuelta de cien euros, no, cuenta los céntimos de las sobras de un cafelito. No sea que falte un céntimo. Es el tipo de gente a la que habría que servir el café con cuentagotas, una a una, no sea que vaya una de más.
En la pandemia ha hecho fortuna el El Nazi de la Salud, que quiere que todo el mundo se ponga la mascarilla entre sorbo y sorbo, que nadie fume salvo en búnkers especiales a las afueras de la ciudad, y que la gente pulule por la calle rociada de gel hidroalcohólico. No es que lo quiera, es que lo exige. Y afea con virulencia a los que no tienen su misma tara. Póngase usted la mascarilla cuando no esté bebiendo o aviso a las autoridades. Que siempre terminan obteniendo la mejor respuesta desde el fondo del bar, la del borrachín: mire, sáquese usted la mascarilla del cerebro y déjenos en paz.
Hay en este espécimen dos familias: la del que lo hace por cumplir estrictamente la normativa, El Nazi Normativo, –casi siempre, amargadísimo-, o la del que lo hace por miedo, el Nazi Hipocondríaco, que todo el mundo se termina preguntando por qué demonios baja al bar si le da tanto miedo. Parafraseando a Chesterton, por no creer en Dios, ha terminado creyendo en cualquier bobada, incluida la eficacia de ponerse una mascarilla para pasear en solitario por el campo. Mi teoría es que baja al bar para escandalizarse muy fuerte, gritar a un par de parroquianos inconscientes, y acostarse reafirmando su teoría sanitaria: que España no es país para una pandemia, que aquí la gente pasa de todo, y que al final morirán justos por pecadores. Me adhiero a lo que el borrachín piensa sobre él, aunque no lo diga. La mayoría de los borrachos profesionales son más educados que los Nazis de la Salud.
Y qué me dicen del Cofradía del Puño. Los veo a menudo y me intriga el interior de sus almas: esos señores, casi siempre señoras, que se apalancan en una de las mejores mesas de la terraza a las tres de la tarde, dos infusiones, y a la una de la madrugada siguen allí ocupando la mesa, con las mismas dos infusiones. Dos tacitas. Apenas unos céntimos y una mesa condenada a ser corral de gallinas durante horas. Les avala el peor de los avales: la creencia de que están en su derecho. Lo malo es que, visto así, cualquiera está en su derecho de casi cualquier cosa, por criminal que resulte. Pero hay matices. El bar no es un banco del parque. El bar no es el salón de casa. El bar no es un club de viudas, una guardería, o el local social de una asociación de divorciados –aunque todos sean un poco todo esto a la vez-. El bar es un sitio donde se va a consumir y después a todo lo demás, porque sin lo primero no habría lo segundo.
También están los que desconocen el sentido de la propia privacidad. Me refiero, por supuesto, al Bocachancla Común. Tipos que hablan a volúmenes pornográficos, que incumben en sus conversaciones a todo el bar, que son incapaces de controlar las andanadas de sus glotis. Para desgracia de los Cotillas –ese es otro perfil muy profesional-, sus vidas no suelen ser interesantes; un lío en el trabajo, una mujer que no le quiere, unos hijos que no aprueban, o unas vacaciones de lujo que va a pegarse este verano, y de las que desea presumir por adelantado. Cuando relata a voz en grito su última aventura en el Niágara, a todo el bar se le ilumina un duendecillo interior que sugiere: lástima que no se lo haya comido un cocodrilo.
De todos, el que más miedo me da es el tipo que no sale nunca, El Viejagloria. Se deja caer por el bar cualquier sábado. Celebra algo. Sus mejores galas, aunque sean de los 90. Va en manada. Los años han caído, la buena educación, decaído. Antaño se creyó el rey de la noche porque frecuentó dos años un par de pubs casi todos los fines de semana. Luego estudió, trabajó, se casó, o qué se yo, y en ese tiempo la única vez que salió de casa o de la oficina fue para poner gasolina. Hace veinte años que no asoma el pico por los dispensadores de brebajes. Y llega, claro, sediento. ¡Con lo que él dice que ha sido! Necesita entonces ser el gracioso del grupo, la novia en la boda, y el muerto en el funeral –no caerá esa breva-. El que habla más alto y el que golpea de forma más ordinaria la barra para pedir otra ronda a una jovencita, a la que llama con apodos libidinosos que harían sonrojarse al más cursi de Sensación de vivir. Lo más temible es su tercera copa, porque ya se le ha templado el hígado, ya ve la pendiente, y se arroja, y baila donde no hay que bailar, y golpea tres copas ajenas en una discusión sobre política, y se descamisa por primera vez desde los quince años como en un videoclip de los Ketama. El mundo debe pararse, y el bar también, porque hoy ha salido él, El Viejagloria. ¿Te das cuenta de lo que eso significa? Por lo general, el resto de los clientes del bar sí se dan cuenta: significa que se estaba mucho mejor el sábado pasado, cuando El Viejagloria se quedó en casa jugando con el gato y viendo Netflix.
Otro clásico de la coctelería patria es que el quiere ligarse a la camarera, El Depredador. Este es más viejo que el bar. Y cuenta con tantas subfamilias que podría dedicar un tratado entero a analizarlo. Los he visto galanes pasados en años, los he visto imberbes balbuceando cursiladas, los he visto groseros diciendo mucho “follar” y riéndose exhibiendo las muelas del juicio, los he visto acostumbrados a recibir el favor de todas las mujeres, y hasta los he visto empáticos, que no son los mejores, porque ocultan, en el interés por el posible cansancio de la camarera, el sórdido aliento de sus ganas de cazar. A uno de estos últimos, una de mis camareras de cabecera, le soltó tan sonoro bofetón que no he olvidado nunca el chasquido de aquellos carrillos de triunfador en su primer fracaso amoroso. No le he dado por grosero, sino por insistente, me dijo por lo bajo mientras abría al segundo, con asombrosa naturalidad, la coca cola de mi copa. Mis respetos, mujer.
Está también El Lazarillo, que se hace el muerto para hacer un simpa y reír su ocurrencia con los amigos, aunque tiene más pasta que la producción anual de Gallo. Y El Amargado, que suda vinagre y luego lo deja todo perdido, que la última vez que sonrió fue en el 81, en una radiografía para el dentista. Está El Tentempié, que por problemas de verticalidad arrasa con el bar y la mitad de la clientela cada vez que va al baño, aunque tiene la graciosa excentricidad de ir pidiendo perdón, incluso a los taburetes cuando los derriba. Y está El Exquisito, que parece que quiere un gintonic pero en realidad te está pidiendo una ensalada hawaiana. Y está La Bellísima, que detesta que la miren, pero no mucho; y El Gamba, que entra en el bar con el pecho erguido y las piernas arqueadas como si fuera a pasarle por debajo el metro de Nuevos Ministerios; y El Indeciso, tan cómico, salvo que estés detrás de la barra, que pide al camarero que le reciten todas las cien marcas de ginebra disponibles para al fin pedir un café con leche; y El Paliza Seca, al que temo muchísimo, porque es capaz de contar diez millones de veces al camarero que, una vez, hará unos treinta años, estuvo a punto de ocurrirle algo realmente importante, que me recuerda a aquella genialidad de Tono en una de sus obras teatrales:
– Mi hija, aquí donde usted la ve, pudo haberse casado con un duque.
– ¿Y por qué no se casó?
– Porque no quiso el duque.
Después de todo, al otro lado de la barra hay seres humanos. No siempre, pero la mayoría de las veces. Cuando, agotados por una larga jornada, o por cualquier azar, por los desvaríos del amor, o por tener que ejercer de psicólogo de clientes las veinticuatro horas del día, deciden contrariar sutilmente a alguno de los especímenes anteriormente clasificados, es como una cerilla en la boca de un surtidor de gasolina. La llamarada es inmediata porque, al final, la mayoría de estos tipos consideran que la vida del camarero, del dueño, o de quién sea, es una mierda al lado de la suya. Llegado el punto, más allá de la discusión contingente, siempre muy sembrada de tacos, amenazarán con un sonoro ¡no pienso volver a este bar!, que en general es recibido con alivio por todos los que presencian la escena. Pero si el tipo conflictivo es lo bastante idiota, almidonado en dignidad, ensoberbecido en razón, y desatado en su intención de cambiar el mundo, pedirá el famoso Libro de Reclamaciones.
Hay un perfil de indignación ahí, en El Reclamaciones. Estoy convencido de que son una secta que opera en España desde el pasado siglo. Le voy a poner una reclamación que se va a enterar usted, es su grito de guerra. Es el mismo tipo que espeta al guardia de tráfico que va a multarlo eso de usted no sabe quién soy yo. Y siempre, como si estuviera tocando una melodía inédita frente a los ojos cansados del viejo camarero, desenfunda su peor arma: ¡Esto no va a quedar así! Y, en efecto, queda así. Con o sin libro. Porque lo suyo no tiene arreglo.
Muchas veces he visto circular a toda esta fauna, más aún, supongo que muchas también habré sido yo uno, o todos ellos juntos. Pero, por columnista, mi misión es reñir a los demás, no flagelarme. Por lo demás, soy un firme defensor de la amabilidad con la gente que atiende al público, más en este siglo en que las calles son selvas. Pero sobre todo soy partidario de la reverencia casi sacramental a las manos que dan de beber; si además son de una bella mujer, no hay sonrisa, palabra agradecida, o mirada cómplice que sea suficiente para la ceremonia que exige este gran acto de belleza.
Ser caballeros, también en el bar
No se trata de dispensar un café, una cerveza o un cóctel. Eso lo hacen también las máquinas. Se trata del viejo ritual del bar, la añeja conexión entre el deseo y el placer, la eterna concesión a la felicidad que podemos permitirnos, tan solo doblando la esquina, a esa hora en que las casas están demasiado calientes o demasiado frías como para recogerse bajo su techo.
Vayamos –en fin- a los bares con cierto aire de reverencia. Y no nos regocijemos en vociferar; decía mi querido José Luis Alvite: “Encuentro aceptable el ruido de los terremotos y el estruendo de las guerras, el vocerío del pánico y el fragor de la batalla, pero no soporto que dos tipos griten si están de acuerdo y armen un terrible jaleo al disputarse el privilegio de pagar las copas”. Bebamos, sí, como hombres, no como bestias. Demos las gracias. Cedamos el paso a cualquier dama. Extendamos con discreción las monedas de una propina. Invitemos a los conocidos que no están en nuestra mesa. Disculpemos serenamente los errores de quien nos atiende. Y respondamos a nuestras expectativas frustradas o a la mala educación ocasional de quien sirve, con un heroico silencio y el sigiloso cambio a otro bar, que es el destino más elegante del fracaso, en términos de coctelería avanzada.
No necesitamos ir pisoteando vidas ajenas solo para resarcir nuestra frustración en la vida. Seamos, al menos en el bar, caballeros. Respetemos la legendaria tradición española de asomarse a la barra con cortesía, que por algo somos la envidiada nación de la fiesta, las mujeres bellas, los bares, y el buen vino. Nosotros exportamos vino, fiesta y belleza. Como hicieron nuestros mayores, seguimos teniendo la obligación de estar a la altura.