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La vida se me está quedando muy corta. Entre mis carencias a suplir, a contrarreloj, estaba leer a Corto Maltés, de Hugo Pratt. Para la que no tenía especial prisa. Mi escasa devoción por la piratería lo tenía muy lejos de mis rumbos legítimos; pero una sola cita de Mario Crespo le dio un vuelco a todos mis prejuicios: «Sucedió en Córdoba a finales del XIX. Una gitana agarró la mano izquierda de un muchacho y la soltó con desagrado: no veía en la palma la línea de la fortuna, lo que constituía, sin duda, un mal presagio. El chico —Maltés, Corto Maltés— se fue directo a casa, cogió la cuchilla de afeitar de su padre y la hendió en la carne, trazando una raya a su gusto».

Esa voluntad firme en labrarse la propia fortuna me ganó para siempre. Demuestra que, con toda su ambigüedad (en el trazo, en los argumentos, en la moral del personaje) estamos ante un caballero andante, un imperfecto —como todos— miembro de la orden tácita e inalcanzable de la nobleza de espíritu.

Ahora, tras unos meses siguiendo a Corto Maltés por todo el mundo, no puedo decir que domine al personaje, que se escabulle tanto como se difumina y se confunde con las sombras. Me temo que es un efecto colateral de su anarquismo constitutivo, comunista de salón, católico de cuna, esotérico de querencia, etc. Normal que se escape incluso a sus lectores. Según Pratt, «cada historia puede ser contada de trece formas distintas». Él escoge la séptima.  Yo salgo de las historias de Corto con el vértigo de ver las doce restantes orbitando por los márgenes, escabulléndoseme.

Entre las carencias de mi vida sigue estando, pues, Corto Maltés. Y lo estará, al menos hasta que le dé las 13 vueltas completas. Pero hoy corto por lo sano y esbozo lo que he sacado en claro.

Herencia literaria

Hugo Pratt se consideraba un escritor de «literatura dibujada». Tiene razón. Con Corto no se queda ídem. A lo largo y ancho, sus álbumes están llenos de referencias. Desde su nombre, «Corto», en español, porque en castellano puede ser «rápido», según Pratt; pero también como homenaje (¡vaya!) al Kurtz de El corazón de las tinieblas. Lo de Maltés lo hereda legítimamente de Dashiell Hammett y su halcón homónimo, más las fiebres maltesas de las cabras (¡vaya!), más la película —que no he visto aún, ay la contrarreloj— La casa del maltés. 

La influencia de las novelas de Stevenson, de London, de Conrad salta a la vista. Como don Quijote, Corto Maltés está hecho de sus lecturas y de las de su creador. No hay ningún afán de nuevo rico de la originalidad: «Siempre contamos lo mismo: el miedo, la muerte, el amor, el odio, el sacrificio… Sólo hablamos de esas cosas». Pero Pratt, borgiano, también habla de los laberintos, las brújulas, los sueños y la metaliteratura.

Conciencia de su nobleza

Hugo Pratt sostenía que corresponde a los dibujantes de cómics crear los mitos de nuestros días. Es una tesis curiosa, quizá discutible, porque tenemos el cine; pero él, por su parte, la ha cumplido con creces.

La conciencia de su nobleza la tienen muy clara Pratt y Corto. A éste le dicen: «Piratas de los mares del Sur. Entonces preferíais llamaros caballeros de fortuna, a la manera de Stevenson»; y, naturalmente, asiente. En paralelo, Hugo Pratt cuenta de su Grupo de Venecia: «Había ese clima de sociedad secreta y pretensiones aristocráticas y elitistas». Y de Corto: «En cuanto a ser anarquista, es una bonita expresión de la voluntad de ser libre, pero es una utopía». Como la raya de la fortuna en la mano, Corto, ni perezoso, para alcanzar su utopía, se ha echado al mar, porque —como explica Pratt— «nada más libre y más romántico que un marino».

A Hugo Pratt, su experiencia fascista le dejó un tanto escéptico. La resumió así: «Te conviertes en imperialista para llegar a ser un burgués». Su personaje ha heredado una clara desconfianza hacia los héroes profesionales.

Pero guarda mucho cuidado para que ese cinismo (que es el que diagnostica a nuestro tiempo R. R. Reno en su libro El retorno de los dioses fuertes) no devenga en desgana o indiferencia ni nihilismo. Por eso Corto tiene la sabiduría de buscarse, casi a tientas, modelos más altos. Para empezar claramente quijotescos.

Exactamente como don Quijote, Corto también presume de genealogía literaria-caballeresca. Hugo Pratt, teniendo que elegir la historia que prefiere de todas las de Corto Maltés, opta muy significativamente por El sueño de una mañana de invierno: «La considero superior con las referencias al ciclo artúrico, a Merlín, a los escritores galeses del Mabinogion». La equiparación con el mito artúrico es total, por encima de ironías y metaliteraturas.

Nobleza de su conciencia

Desde luego, no se me olvida que estamos hablando de un pirata («un caballero de fortuna», mejor dicho) y que su comportamiento no siempre es edificante. Pero que el código ético de Corto Maltés no sea completo, no impide en absoluto que se sacrifique («nobleza obliga») por estar a la altura de su propia conciencia. A veces, limitada, pero siempre exigente.

Hay una hermosa anécdota de Hugo Pratt con la que identificar el nervio moral de su criatura. En América, se negó a continuar una historia sin permiso del autor. La empresa, propietaria de los derechos, lo despidió. «Lo más importante para mí era ser correcto», resume a su interlocutor, Dominique Petifaux, que insiste: «Esa renuncia debió ser difícil para usted, que siempre soñaba con la América del Norte». La respuesta de Pratt es redonda: «Me habría sido aún más difícil trabajar en Estados Unidos habiéndome perdido el respeto a mí mismo». Podría ser de Corto.

Este espíritu le lleva a fracasar continuamente en sus historias con una innegable elegancia. Corto no encuentra los tesoros que busca, pierde los amores, no recoge las recompensas, etc. Hay unas bellísimas viñetas en las que Pratt dibuja magistralmente cómo se alegra en el fondo Corto Maltés de fallar en sus disparos contra la enemiga que huye. Son de El ángel de la ventana de Oriente. Obsérvese su expresión (esa transparencia del espíritu de su personaje es una de las grandes virtudes de Hugo Pratt como dibujante, por cierto).

Ayuda a los menesterosos

Si sale como un caballero de sus historias, también entra en ellas como tal. Ya sea para ayudar a alguien necesitado o por una curiosidad intelectual. A veces hay una querencia a la aventura por la aventura, también muy generosa (generosa con los lectores, desde luego). En La casa dorada de Samarkanda cuenta a todo el mundo que va tras un tesoro, pero confiesa después que en verdad va a salvar a un amigo. Y eso sí lo tiene claro Corto: «Quien tiene un amigo —aunque sea Rasputín— tiene un tesoro». Otras veces, como don Quijote, se apresta a ayudar a un desconocido en apuros si es débil y está en desventaja.

Esta defensa justifica su amor (muy pasional) por las armas —se lo afearon a Hugo Pratt en repetidas ocasiones— y su relación con los métodos expeditivos de la violencia y el atajo legal. A las armas de fuego les tiene la misma veneración que un caballero medieval a su espada. Icónicamente el resultado llega a ser fascinante.

El ocio y el humor

Contra lo que se puede esperar de un héroe de cómic, Corto Maltés descansa largo y tendido. Conoce y practica el ocio más noble. El tiempo se remansa en sus historias en el humo de sus cigarros y en el silencio cargado de sus viñetas mudas. Nos consuela como nada de nuestra dichosa contrarreloj; y no es lo más generoso de sus aventuras.

También se ríe. Explica Pratt que «Sven [de Escorpiones en el desierto] es sarcástico y Corto es irónico, y entre el sarcasmo y la ironía hay la misma diferencia que entre un eructo y un suspiro. [Por si nos quedasen dudas, añade:] La ironía es superior».

Tanto en esa sonrisa como en su indolencia hay matices claramente señoriales. Yo creo que Pratt va descubriéndolo poco a poco y se recrea en el hallazgo. «Corto no es un personaje que realmente haga cosas, es más bien un espectador, un testigo ocular, a la manera de Hilaire Belloc en sus crónicas históricas», dice. La sorprendente comparación con Belloc no puede dejar de encandilarme.

En este predominio de la observación se impone un goce de la mirada, de la vida, del vino, de los paisajes, de las personas, de las mujeres, incluso de la poesía. Corto adquire a la larga los perfiles de un sabio y feliz hedonismo:

Hay en ese echarse suyo a un lado una invitación a que nos sentemos con él. O sea, que, además, es un anfitrión acogedor y discreto. ¿Quién se resiste a su hospitalidad? Nos quedan muchas lecturas juntos.