Es común oír en Asturias que España es aquello y el resto tierra conquistada. El dicho popular tiene su origen en la batalla de Covadonga, que aconteció hace casi 1.300 años, en el año 722 concretamente, y que dio origen al Reino de Asturias. Allí mismo, en Asturias empezaría la Reconquista. Fue el primero de los focos de resistencia cristiana organizada. Posteriormente aparecerían otros en los Pirineos que darían lugar a lo que, con el correr de los siglos, serían la Corona de Aragón y el Reino de Navarra.
Pero mucho antes de que en el Pirineo se levantasen contra el dominio musulmán, en lo más profundo de la cordillera cantábrica un grupo de astures capitaneado por un aristócrata visigodo llamado Pelayo se rebeló contra el gobernador sarraceno que habían enviado desde Córdoba.
En principio nada original. Te invaden y tratas de resistir. Pero nadie se acuerda de las rebeliones salvo cuando triunfan. La de Pelayo y sus hombres triunfó. Consiguieron primero expulsar a los pocos moros que habían conseguido llegar hasta esos remotos valles, luego se las ingeniaron para constituir un pequeño y frágil reino cristiano. El primero de los que terminarían formando España muchos siglos después.
El punto de partida
Todo empezó en una batalla, la de Covadonga que, cubierta por las brumas de la Historia, ha sido objeto de todo tipo de evocaciones a lo largo de más de un milenio. Fue algo de dimensiones modestas, acorde con los tiempos y la miseria material de aquellos hombres, pero supuso el punto de partida de una epopeya que hoy conocemos como Reconquista.
El problema cuando nos metemos a investigar hechos ocurridos hace tanto tiempo es que el suelo primero empieza a moverse y más tarde desaparece bajo nuestros pies. Sabemos de Pelayo, claro, y de la batalla de Covadonga, pero buena parte de esa información es legendaria o proviene de siglos posteriores. El siglo VIII, el de Pelayo, forma parte de los llamados «años oscuros», los que van de la implosión del imperio romano de Occidente hasta el tímido renacimiento del siglo X con la aparición del románico y las primeras lenguas romances.
Pero algo sí que ha llegado hasta nosotros. Dos crónicas cristianas y una musulmana, ambas del siglo IX nos hablan de Pelayo y de la batalla de Covadonga. Las crónicas cristianas, escritas un siglo después de los hechos, tenían como objeto demostrar la continuidad que había entre el reino visigodo de Toledo y el recién creado reino de Asturias, que aún subsistía en el siglo IX aprisionado entre las montañas y la costa cantábrica.
Sí llegaron hasta los valles cantábricos
Fue en esa misma época cuando dio el salto y se asentó en la meseta descendiendo en una rapidísima cabalgada hasta la línea del Duero, donde los asturianos levantaron plazas fuertes como Oporto o Zamora. Pero no adelantemos acontecimientos. Todo eso no hubiera sido posible sin Pelayo y Covadonga. Las grandes gestas, recordemos, casi siempre tienen orígenes humildes.
¿Qué pasó en aquel paraje cercano a Cangas de Onís al despuntar la primavera del año 722? En este punto nos empezamos a mover entre la realidad y la leyenda que, en esta fase germinal de la Reconquista, caminan tan de la mano que es difícil separar una de la otra.
Antes aclaremos algunos hechos. La creencia popular de que los invasores musulmanes no habían llegado hasta los valles cantábricos no es cierta. Lo hicieron. No eran muchos porque aquella tierra lluviosa, fracturada y poco propicia para las invasiones no les interesaba demasiado. El valí cordobés (Córdoba no tendría emir hasta mediado el siglo VIII) envió como gobernador a la marca norteña a un bereber llamado Munuza, un tipo de confianza que había entrado en la península con Tariq durante la invasión.
Viaje a Córdoba
Los musulmanes trataron de limitar el uso de la fuerza a las ocasiones en que era imprescindible emplearla. Se sabían pocos y prefirieron cooptar a los señores locales mediante cargos y prebendas. Uno de estos señores era Pelayo que, antes de verse en Asturias, había sido espatario de Witiza y Rodrigo, los dos últimos reyes godos.
Munuza concedió a Pelayo la recaudación de impuestos, un puesto no especialmente popular pero con el que se podía hacer fortuna. El que recauda siempre puede hacerlo de más o sisar una parte de lo recaudado. Pero surgió un problema imprevisto. Pelayo tenía una hermana muy bella llamada Ermesinda. Aquí se abren de par en par las puertas de la leyenda y se cierran las de las crónicas. Munuza se encaprichó con Ermesinda y la obligó a contraer matrimonio con él.
Para evitarse problemas con su hermano le envió a Córdoba con una expedición para transportar y entregar al valí los tributos del norte recaudados durante todo el año. Al regresar Pelayo se enteró del enjuague e irrumpió en el banquete de bodas con intención de matar a Munuza. El ataque lo repelió la guardia personal del gobernador, Pelayo consiguió salir con vida de Gijón y se retiró con un puñado de hombres a los picos de Europa, un arriscado macizo del interior adonde difícilmente podían seguirle. Allí tramaría su venganza, que se materializaría cuatro años más tarde con la derrota de las tropas enviadas por Munuza en Covadonga.
Distintas versiones con un mismo final
Como buena leyenda, la de Pelayo, Ermesinda y Munuza tiene otras versiones, pero en todas Pelayo termina refugiado en los picos de Europa con un grupo de leales. ¿Qué pasó entonces?, ¿por qué un recaudador de impuestos que estaba en buenos términos con el gobernador se revuelve contra su amo? No lo sabemos a ciencia cierta pero podemos imaginarlo.
Cabe la posibilidad de que se tratase de una simple revuelta fiscal, que los astures (o una parte de ellos) se negasen a pagar los tributos exigidos por el valí y eso diese lugar a una rebelión más o menos organizada. Esta tesis es plausible porque pagar impuestos nunca le gustó a nadie. Si lo hacemos es porque tememos las represalias de la autoridad.
El poder musulmán en Asturias era muy débil. Durante los años que siguieron a la invasión los musulmanes estuvieron más interesados en rendir el reino franco que en preocuparse por el hispano, con el que se habían hecho en apenas cuatro años. Volcaron todas sus fuerzas en esa empresa y descuidaron áreas enteras como el noroeste peninsular.
Mientras los francos paraban a los musulmanes en Poitiers, Pelayo les derrotaba en Covadonga
Ese vacío de poder no tardó en ser ocupado por las élites locales, que no habían dejado de profesar el cristianismo y que se habían visto reforzadas por la llegada de caballeros godos que buscaban refugio tras la derrota de Guadalete. No olvidemos que la invasión no implicó la conversión masiva de los hispanorromanos al islam. Ese fue un proceso muy lento que nunca terminó de culminar. Siglos más tarde, cuando ya había desaparecido el Califato de Córdoba, el número de cristianos en Al-Andalus era aún muy elevado. Tenían su propia lengua, un romance escrito con caracteres arábigos, y su propio rito para celebrar la misa. Se les conoce como mozárabes.
Los musulmanes terminarían estrellándose contra los francos, que habían aprendido en cabeza ajena los errores del reino visigodo de Toledo. En el año 732 el valí Abdulá Al-Gafiqi cayó derrotado en Poitiers, en las inmediaciones de la ciudad de Tours ante los francos comandados por Carlos Martel.
Para entonces, en Asturias todo había quedado visto para sentencia. Pelayo, ya fuese porque quería vengar el honor de su hermana o porque se negaba a pagar impuestos, había plantado cara a los musulmanes y les había infligido una pequeña pero significativa derrota. El desenlace se produjo en Covadonga, un paraje montañoso de gran belleza a los pies de los Picos de Europa.
Crónicas contradictorias
No sabemos mucho de la batalla. Tanto los musulmanes como los cristianos la consignaron en sus crónicas, pero en nada se parece lo que cuentan. Para los musulmanes Pelayo y los suyos eran «30 asnos salvajes» a los que dejaron con vida en las cuevas de la zona porque, siendo tan pocos y tan pobres, no podían hacerles daño alguno.
Para los cristianos, sin embargo, aquella fue una batalla épica. En la crónica de Albelda, datada a finales del siglo IX, leemos lo siguiente:
«Se levantaron los fundíbulos [lanzapiedras], se prepararon las hondas, brillaron las espadas, se encresparon las lanzas e incesantemente se lanzaron saetas. Pero al punto se mostraron las magnificencias del Señor: las piedras que salían de los fundíbulos y llegaban a la casa de la Virgen Santa María, que estaba dentro de la cueva, se volvían contra los que las disparaban y mataban a los caldeos. Y como a Dios no le hacen falta lanzas, sino que da la palma de la victoria a quien quiere, los caldeos emprendieron la fuga…»
Esto es lo que sabemos. Prescindiendo de la parte, digamos, sobrenatural, podíamos concluir que los moros se metieron en una ratonera, cosa que aprovecharon los cristianos valiéndose de su conocimiento de la orografía del valle. Ante aquello, poco pudieron hacer las tropas de Munuza y Al Qama, un general que había llegado como refuerzo desde Córdoba.
Una batalla pequeña pero de grandes consecuencias
Dada la época y el lugar, debió ser una batalla de pequeño porte. Los combatientes no superarían el millar en ninguno de los bandos, probablemente eran muchos menos. Pero algo de apariencia tan insignificante tuvo consecuencias de primera magnitud.
Poco después de la batalla, los moros se vieron en serios problemas en aquel remoto confín de su imperio. Abandonaron Gijón y se replegaron al otro lado de la cordillera. Los hombres de Pelayo habían demostrado que era posible vencerlos. Pelayo pudo bajar hasta el fondo del valle donde se encontraba el poblado romano de Cangas para fundar allí un reino que emparentó con el de los godos, desaparecido 10 años antes tras la batalla de Guadalete.
¿Por qué puso la Corte en Cangas y no en Gijón, que era la ciudad más importante de la región? Seguramente porque no las tenía todas consigo. En Cangas, situada entre montañas en el curso alto del Sella, podía repeler mejor los ataques periódicos, las llamadas aceifas, que organizaban desde Al-Andalus.
«30 asnos salvajes», el principio del fin
Allí consiguió resistir hasta su muerte, acaecida 20 años después. Su reino no se deshizo, tuvo continuidad en la figura de su hijo Favila, que reinaría sólo dos años. Al morir trasmitiría la corona a su cuñado, Alfonso I, hijo de Pedro, duque de Cantabria, otro de los nobles visigodos que, al abrigo de las montañas, había resistido a la invasión musulmana. A partir de Alfonso I el Reino de Asturias se extendería como una mancha de aceite por todo el noroeste peninsular.
Un siglo después de la batalla de Covadonga, en tiempos de Alfonso II, la Corte asturiana se encontraba firmemente asentada en Oviedo. Fue entonces cuando se descubrió la tumba del apóstol Santiago en Compostela, una aldea no muy lejos de Finisterre, donde acababa el Reino de Asturias y el mundo conocido.
Pocos años más tarde los asturianos caerían sobre el valle del Duero mientras, en el otro extremo de la península, los francos se hacían fuertes en la marca hispánica, que daría lugar a los reinos de Navarra y Aragón y a los condados catalanes. La batalla de Covadonga pudo ser pequeña e insignificante desde el punto de vista militar, que sin duda lo fue, pero no por su trascendencia histórica.
La refriega serrana entre Pelayo y las tropas de Al Qama trajo unas consecuencias dramáticas para los musulmanes que, confiados en que nada había que temer de «30 asnos salvajes» terminaron perdiéndolo todo.