En los Estados Unidos, cada año sucede un acontecimiento que sirve para saber por dónde respira eso tan manido, y tan útil para entendernos, que llamamos «la derecha». La derecha norteamericana y, cada vez más —globalismo obliga—, la derecha mundial. Si hay algo más omnipresente que la Coca-Cola y más similar de un lugar a otro que el refresco por antonomasia, eso es la política.
El evento en cuestión es la Conferencia de Acción Política Conservadora, la CPAC, organizada por la Unión Conservadora Estadounidense, la ACU, con el apoyo de empresas, instituciones privadas y think tanks. Un encuentro al que acuden ciudadanos de todos los rincones de los Estados Unidos y parte del extranjero, para asistir a talleres, escuchar charlas y, en la tierra del networking, conocer a comentaristas, activistas y políticos. Durante tres días que comienzan bien temprano con una misa para quien quiera participar, también son comunes las firmas de libros, las entregas de premios y las proyecciones de películas y documentales.
Si hay ediciones ineludibles, ésas son las de los años electorales, cuando todos los precandidatos republicanos que se mantienen en liza se afanan en participar como oradores. Y suelen ser varios, pues la reunión por lo general se celebra a finales del invierno, unos ocho meses antes de las elecciones. Con ellos, o detrás de ellos, la prensa. Incluida, por supuesto, la nada partidaria, en cuyas páginas es habitual leer crónicas sobre la CPAC equivalentes poco menos que a pasajes de un libro de viajes al infierno. Las de los años de la administración Trump no tienen precio. Son, de hecho, horas de impagable publicidad para la ACU, sin la que hubiese sido imposible su crecimiento de las últimas ediciones, paralelo a la reacción popular estadounidense.
Aunque en esos medios de comunicación suele atribuírsele la organización de la conferencia al Partido Republicano, desde su creación en 1973 ha sido un festival de la sociedad civil que, como en todo Occidente, sólo encuentra vías de expresión pacífica de esta naturaleza a un lado del eje manido que, obsoleto, aún nos sirve para entendernos.
En casi medio siglo, de Nixon a Biden, los Estados Unidos son otro país en apariencia, pero la misma nación en esencia. Desde el 73, cada edición ha reflejado los cambios de la sociedad, al tiempo que la ha reunido en torno a unas ideas invariables, casi siempre en Washington o alrededores y, a veces, lejos de la capital. Este año de elecciones legislativas y estatales, primero en Orlando, hasta donde Vox envió una nutrida representación española y, el próximo mes de agosto, en Dallas.
La creciente repercusión de la CPAC, impulsada por los años de Trump y el hartazgo de la gente corriente, la llevará de la itinerancia local a la expansión internacional cuando el próximo miércoles se inaugure la edición europea en Budapest, que durante tres días reunirá a Viktor Orbán, que estrena su cuarto mandato como Jefe de Gobierno húngaro, Eduardo Bolsonaro, hijo del presidente de Brasil y senador más votado de la historia del país, Václav Klaus, expresidente checo, Candace Owens, la activista más influyente de los Estados Unidos, o Santiago Abascal.
Más tarde, en septiembre, la conferencia se celebrará en Iberoamérica. La cuarta del año será en Ciudad de México y supondrá un hito en este tipo de eventos en la región, para apoyar las relaciones entre los dos países más poblados de Norteamérica y, en palabras de su promotor, el intérprete Eduardo Verástegui, «construir alianzas entre los defensores de la libertad en todo el hemisferio».
Como es el caso de la versión original, las replicas europea e hispana de la Conferencia de Acción Política Conservadora estarán llamadas a celebrarse de manera periódica, si sus primeras ediciones tienen una repercusión y un poder de convocatoria comparables al de su hermana mayor. Pronto, tal vez, en España, con permiso de la autoridad y si el tiempo no lo impide.