«Yo crecí en los 80 y sobreviví/ haciendo la grulla de Karate Kid», canta el Reno Renaldo en ese homenaje heavy, certero y bizarro a toda una generación, la suya y la mía, que resultó tan extraordinaria en tantos frentes. Algo debe de tener, digo, cuando se está regresando una y otra vez a ese punto preciso del pasado, con DeLorean o sin él, tirando de condensador de fluzo o de sana nostalgia.
Ya sabemos que en esto del ciclo de la vida al final todo vuelve, sea cual sea la época a la que se vuelve o desde la que se vuelve.
Pero lo cierto es que lo que está sucediendo con el revival ochentero va un poco más allá de la simple moda o el retorno de un grupúsculo de nostálgicos a su feliz y desprendida juventud. Remakes de series y películas -de Mazinger Z a Starsky y Hutch, pasando por los Cazafantasmas, MacGyver, el Equipo A o los mismísimos Karate Kid y su eterno rival Johnny Lawrence, que vuelven al cine 34 años después con los actores originales-; revisiones de mitos eróticos, históricos, cinéfilos, estilísticos o superheroicos; libros de EGB que nacen como álbum de recuerdos y acaban convirtiéndose en bestsellers y en giras musicales multitudinarias; monólogos que duran en cartel más que el conejito de Duracel; resurrecciones -a veces forzadas, todo hay que decirlo- de grupos o restos de grupos o grupos de un único superviviente de la célebre Movida; añoranza de libertades, pequeñas revoluciones o grandes victorias generacionales; a veces, sobrevaloradas, todo hay que decirlo…
Una generación de transiciones
Y es que la nuestra fue una generación especial, diferente, única en su especie. La generación del ‘baby boom’ (récord de natalidad, nada menos). Y también la generación de la Transición. En realidad, la generación de las transiciones. Muchas y variadas. Políticas, culturales, sociales, morales, tecnológicas. La transición del blanco y negro al color, del vinilo al CD, del mueble tocadiscos al Walkman; y también de la máquina de escribir al Mac, o del teléfono de ruedecita que solo servía para llamar y ser llamado a tener el mundo en el bolsillo, de la inocente Casa de la Pradera a la erótica cañí de Nadiuska y la Cantudo, de un canal y medio en la tele al infinito vídeo club, un mundo; de la inocencia y la seguridad al tsunami de las drogas y el sida, de la uniformidad monocromática a la explosión multicolor y multitodo de la moda juvenil, de la pandi de toda la vida a la tribu urbana (o eras heavy, rocker, pijo, siniestro, mod, tecno, punk, gótico, quinqui, etc. o no eras nada. Yo era nada), de la crisis económica brutal al yuppismo salvaje, de los pseudo vídeos musicales con ballet Zoom de fondo a la revolución visual y conceptual del Thriller de Michael Jackson… Y lo que vino detrás: del cuarto de jugar y el geyperman a los salones de juegos y las maquinitas… y lo que vino detrás. En fin, del gris al arcoíris, por resumirlo fácil. O de la dictadura a la democracia, que en realidad fue la mecha que lo encendió todo.
Fue una época rica en cambios -bruscos, inesperados, acelerados, radicales, extremos incluso-; y para muchos de ellos no estábamos preparados, ni nosotros como adolescentes, ni nuestros padres como responsables ni siquiera la sociedad como garante de la cosa en general. A todos, sin excepción, el ciclón de los 80 nos pilló con la guardia baja; en pelotillas, para entendernos. Sus luces y sus sombras. Y hubo mucho de ambas.
Pero vayamos por partes.
En el principio fue la infancia
¿Y qué tuvo nuestra infancia que no han tenido las de las siguientes generaciones? (¡pobres!) Pues para empezar, infancia. Esto es, juegos, imaginación, peligro, inquietud, espíritu aventurero, diversidad, ¡libertad! Aunque haya quien piense lo contrario. ¿Sobreprotección? ¡No, gracias! Nos jugábamos la vida en columpios de hierro, con aristas y caída en gravilla; o viajando en la perrera del R12 familiar, sin cinturón, claro; o moviéndonos en vespino, sin casco y con los cascos del walkman a todo volumen. Y jugando al churro/media manga/manga entera (¿mangotera?) o fustigándonos las palmas de las manos con un cinturón, víctimas del «rey verdugo». O bebiendo lactosa, y comiendo gluten y bocadillos de mantequilla con azúcar o de tableta de chocolate. Sin peligro de obesidad. Porque no parábamos. Porque eso del sedentarismo no existía. Porque nuestra pantalla era la realidad, en tecnología HD y 3D integral, 100% táctil (a veces, dolorosamente táctil). Y todo aquello nos hizo fuertes. Despiertos. Proactivos. Y sin duda menos caprichosos (¿Recuerdan el anuncio aquél de «¡Un palo, un palo!»? Pues eso).
Una televisión educativa y entretenida
Aunque suene paradójico, teníamos pocos canales donde elegir y los programas estaban hechos con muy pocos medios, pero había más libertad y más calidad, porque no éramos presos de la corrección política ni de las tiránicas audiencias. Siendo objetivos, no creo que exista un programa de entretenimiento que haya superado al Un Dos Tres; ni un programa infantil que llegue a la suela de los zapatones a Los Payasos de la Tele; o un divulgador de la naturaleza con el carisma, la credibilidad y la poesía de Félix Rodríguez de la Fuente. Y quizá hoy nuestros hijos tengan Juego de Tronos, Big Bang o Cómo conocí a vuestra madre… pero nosotros tuvimos Starsky y Hutch, Canción triste de Hill Street, Roseanne y Aquellos maravillosos años, que es quizá la mejor serie que haya parido la televisión; y a los insuperables Roper y Las chicas de oro, y al simpar Benny Hill, que hoy coleccionaría dardos feministas por millones. ¡Y teníamos M.A.S.H.! Y El coche fantástico, que era malísima pero nos encantaba. Y antes tuvimos a Heidi y a Mazinger Z (40 años ya) y a los Teleñecos (los auténticos, sin el Espinete ese, por favor), y a Bugs Bunny y el pato Lucas; y a la anárquica y genuina Pippi y a los geniales Picapiedra, cuando eran realmente geniales. Antes del cine.
Veíamos la tele en familia (¡se podía ver la tele en familia!), y en general había humor sano, imaginación y mensaje; simplicidad y profundidad a un tiempo. Había responsabilidad. Programas realmente didácticos y series que transmitían valores universales y nos trataban con mucho respeto. Nos hacían felices al tiempo que nos iban convirtiendo en mejores niños y en mejores adolescentes. La tele -sí, la tele- trataba de educar, además de entretener. A pequeños y adultos. Ya nos pervertiríamos nosotros solos con el tiempo.
Luces de la ciudad
Y de repente, se hizo la luz; y la noche ya no era oscuridad y un mundo completamente nuevo, excitante y subyugante se abrió ante nuestras narices. El poderoso influjo de la luna. O del neón. La discoteca era un invento relativamente nuevo y más aún los bares de copas, uno de los grandes inventos de la humanidad, que eran un punto de encuentro universal. No hacía falta quedar para encontrarte con tu gente (tampoco había mucha más posibilidad: no existían los móviles ni el whatsapp ni las redes para organizar quedadas multitudinarias), tú ibas allí y allí estaba todo el mundo. Tu mundo, se entiende. Sin demasiada mezcla. Cada tribu tenía sus bares, su música, su ambiente, su estilo y su forma de divertirse. Había zonas neutrales, claro, bares eclécticos donde precisamente lo estimulante estaba en la variedad. Cultura general. Sociología noctámbula. Sin duda, eran los mejores bares.
Pero, como suele pasar, con la luz llegó la sombra. En una infinita variedad de efectos primarios y secundarios. Y nos pilló a todos, otra vez, en pelotas. Desconocimiento total. Ni adolescentes ni padres, ni siquiera la sociedad, teníamos ni pajolera idea de lo que era la heroína, la coca, la maría, las pastillitas de colores. Ni cómo combatirlas, ni cómo curarlas. Ni cómo evitarlas. Al contrario, la vida te incitaba a probarlas sin más. Era la época del «hay que experimentar», «tienes que estar al día», «pero si no engancha», «yo controlo»… Esas frases se llevaron a muchos por delante, y alguno más que se está yendo ahora, con efectos retardados. Fue quizá la transición más dura y cruel de todas, de la bendita ignorancia a la cruda y letal realidad.
Cómo mola mi gramola
Tal vez el mayor salto de todos, o el más representativo de la época, al menos, fue la música. Esta sí que fue una transición del blanco y negro al technicolor, al multicolor, al telefunken palcolor y al arcoíris en cadena. Pasamos de Nino Bravo, Los Pekenikes, Mari Trini o Camilo Sesto a Radio Futura, Alaska, Mecano, Leño y Tino Casal, de la canción melódica y las rancheras al punk, el rock cañí, el tecno, el heavy, el pijo pop, el sex symbol de turno (para ellos y para ellas) y el fenómeno fan en general. De fuera nos llegó más punk, más rock, más heavy, más pop, más fenómeno fan, algo de mod y de funky y demasiado tecno, además de los insoportables nuevos románticos. Mucho sintetizador, mucho playback, mucho postureo y mucha farsa. Y mucha música prefabricada. ¿Divertida? Quizá. Sobrevalorada, sin duda.
Se habla de riqueza musical, de eclecticismo, de creatividad a mansalva. Vale. Salvo excepciones, que las hubo y muy reseñables (en España y allende), la música de los 80 era hortera y enlatada, superflua e intrascendente; importaba más el disfraz que la canción, el envoltorio que la música en sí. Muchos de los grupos que triunfaron en la época (a veces con una sola canción) ni siquiera sabían componer, ni cantar ni tocar. Gritaban, provocaban y se divertían (y nos divertían, reconozco). Y contaban con la complicidad culpable de la radio (esos insufribles 40) que machacaba el hit del momento día, noche y madrugada. Afortunadamente uno tenía sus pequeños oasis, tanto en la radio (Ciclos, Vuelo 605, Radio 3) como en la vida nocturna y, sobre todo, en el verano (la cultura musical que se respiraba en el País Vasco en general, y en Zarauz en particular, estaba a años luz). ¿Riqueza musical? ¿Eclecticismo? ¿Creatividad a mansalva? Sí. La de los 70.
Pero hay que reconocer que había donde elegir. Demasiado, quizá. Así que lo suyo era que cada cual tuviera su particular gramola en casa y en el coche, su colección de vinilos y cintas «temáticas», a gusto de cada uno y de cada momento (lentas, marcha, fiesta, viaje…). Cintas que además intercambiábamos o regalábamos asiduamente para acrecentar nuestra cultura musical, en una suerte de prehistoria del P2P.
El tebeo se hace adulto
Veníamos del Mortadelo y Filemón (otro mito inmortal en permanente resurrección), del Astérix y el Lucky Luke (el genio inconmensurable de Goscinny), de Mafalda y el mundo tierno y mordaz, inteligente y divertidísimo de Quino; y antes, del Capitán Trueno y Jabato, o de Superlópez, o del Sheriff King; y por supuesto del universo infinito de Marvel (Capitán América, la Masa, Namor, el Hombre de Hierro, Estela Plateada y el insuperable Spiderman, a años luz del resto), cuyos números mensuales esperábamos con impaciencia y coleccionábamos con fervor. Nosotros vivimos aquellos sueños desde dentro de nuestros superhéroes, a través de la lectura y la imaginación. Las nuevas películas de la factoría Marvel -otra mina de oro de procedencia ochentera- lo deja todo demasiado fácil. Creo. Pero molan.
Veníamos de toda esta riqueza tebeística pre adolescente y, casi sin darnos cuenta, nos vimos inmersos en un universo mucho más oscuro, mucho más apasionante y, sobre todo, mucho más rico visual y literariamente. El cómic de adultos, que vivió en los 80 una época doradísima. El Creepy, el Cimoc, el 84 (Zona 84 a partir de 1985), el Comix Internacional. Las impresionantes novelas gráficas de Richard Corben y Bernie Wrightson (dos genios que conocimos antes gracias a las portadas de Meat Loaf), el erotismo con mensaje de Milo Manara, el clásico Drácula de F. Fernández, visiones apocalípticas y distópicas de civilizaciones futuras, el terror gótico de Poe o Lovecraft, el humor negro y socarrón del Torpedo de Sánchez Abulí o la voluptuosa y letal Vampirella. Arte y literatura, con certeras dosis de sensualidad (por aquello de satisfacer al público adolescente), que engancharon a muchos miles de jóvenes españoles gracias a Josep Toutain, casi el único editor que apostó por el cómic de calidad y la novela gráfica en una sociedad recién salida del tebeo y del recato.
Afortunadamente, en los últimos años hemos vivido un potentísimo resurgir de este arte gráfico y literario, que ha tenido, cómo no, su fiel reflejo en el cine (con Sin City y Los 300 de Frank Miller como abanderados de lujo).
‘La princesa prometida’ y otros mitos de la gran pantalla
Ya quedan pocas salas como aquellas, con sus pantallas gigantescas, sus acomodadores de librea, sus sesiones continuas y sus butacas de doble uso, según fueras con colegas o con ligue. Pero lo importante, lo verdaderamente importante es que aquella fue una época extraordinariamente rica en películas emblemáticas, de esas que son capaces de marcar a toda una generación y permanecen en la sala VIP de la memoria durante toda la vida.
Los Cazafantasmas, The Blues Brothers, Terminator, Poltergeist, Gremlins, Los Goonies, Karate Kid, Arma Letal, Robocop, Aterriza como puedas, Top Secret, Cuenta conmigo, Nueve semanas y media, Mujeres al borde de un ataque de nervios, La vaquilla… Películas menores, que quizá no fueran obras maestras pero que marcaron nuestras vidas, nos llegaron muy dentro, y aún hoy, décadas después, siguen conquistándonos en cada pase televisivo. También hubo cine de calidad, en los 80. Obras, éstas sí, importantes e inimitables (con algunas se ha intentado, con otras ni se han atrevido), con Blade Runner, Indiana Jones y La princesa prometida a la cabeza. Pero también Brubaker, Fama, La cosa, El imperio del sol, La misión, Memorias de África, Arde Mississippi, Platoon, Regreso al futuro, el Club de los Poetas Muertos, El nombre de la rosa, Las amistades peligrosas o Amanece que no es poco. Fue nuestro cine. No solo porque es el que nos tocó, sino porque lo hicimos muy nuestro, además. Seguimos recitando diálogos de memoria; seguimos utilizando frases, expresiones, guiños que sólo nosotros entendemos; seguimos añorando personajes que nos emocionaron y que, en más de una ocasión, cambiaron nuestra forma de vestir, de comportarnos e incluso de vivir.
Sí, esas eran y son nuestras pelis inmortales (y eso lo dice un amante empedernido del cine clásico). Como nuestra fue también la década entera. Y la seguimos sintiendo muy nuestra. Porque, en fin, fue una década emblemática, paradójica, simpática, ecléctica, estrambótica, hiperbólica, prolífica, única y hasta paródica, que diría Don Mendo. O, para entendernos, una época guay, que molaba y sigue molando. Mogollón.
Lo que vivimos
Mucha música buena, largas noches sin dormir, conciertos inolvidables, libertad de horarios, la caída del muro de Berlín, series maravillosas, la mili, el Mundial de Fútbol, la Transición, el cometa Halley, la primera consola, la época dorada de la publicidad, el último combate de Muhammad Alí y el primer KO de Tyson, La Edad de Oro, el destape, Martes y Trece, la inquietud cultural, creatividad por doquier, los dos rombos, las lentas, «KITT, te necesito», Robin Wright, veranos interminables, la vespa, Aplauso…
A lo que sobrevivimos
Mucha música mala, las primeras resacas, aforos muy sobrepasados, los abanicos y zapatones de Locomía, las descomunales hombreras y las descomunales melenas cardadas (ellas y ellos), los años del plomo de ETA, el garrafón, la mili, el sida, la heroína, el golpe de Tejero, Chernóbil, la muerte de Félix Rodríguez de la Fuente y de Fofó, la colza, los new romantics, la moda juvenil, el sintetizador, Verano Azul, el pesado de Marco, las tribus urbanas, la moto sin casco, el coche sin cinturón, Enrique y Ana, la ruta del bacalao…