Son dos las grandes aportaciones de España al lenguaje bélico universal: la palabra «guerrilla» y el término «quinta columna». La primera se refiere a partidas dispersas de hombres armados, capaces de confundirse con el paisaje y el paisanaje, lo que les dota de una ventaja competitiva frente a los ejércitos regulares, mejor pertrechados y más numerosos, a los que hacen la guerra. La palabra nació cuando la invasión napoleónica a nuestro país.
Por su lado, el término «quinta columna» data de la Guerra Civil española. Se refiere a un cuerpo enemigo dentro de otro, como pudo serlo el caballo de Troya o cualquier grupo resistente en territorio contrario a lo largo de la historia. La autoría intelectual de la expresión se atribuye al general Mola, director del alzamiento nacional el 18 de julio de 1936. Se cuenta que fue durante una de sus alocuciones radiofónicas al comienzo de la guerra, cuando se refirió a las cuatro columnas que marchaban hacia Madrid, a la que habría que sumar una quinta, ya en la capital, que abriría las puertas a las otras.
Por si el papel protagonista de Mola en la sublevación no fuera suficiente para hacer caer sobre su figura todo el peso de la ley de la memoria histórica, ahora algunos pretenden hacerle cargar con los asesinatos de enemigos de la República en el Madrid de la guerra. Todo por haber acuñado el término «quinta columna». Como si de no haberlo hecho, las autoridades republicanas y sus elementos incontrolados no hubiesen iniciado la caza del faccioso, como se llamaba entonces a los simpatizantes de la causa nacional, fuese cual fuese su grado de compromiso con la misma.
Grados de desafección
Y ya que hablamos de grados de desafección, tenemos al derrotista, el espía y el quintacolumnista. Derrotista, por ejemplo, era el que difundía noticias, verdaderas o no -las fake news no son un invento de hoy-, dirigidas a minar la moral republicana del Madrid sitiado.
Párrafo aparte merecen el espía y el quintacolumnista. Si bien podían coincidir en el desempeño de algunas labores, como trasladar información sensible al otro bando, se diferenciaban a la hora de rendir cuentas y ante quién lo hacían. El espía únicamente dependía de Términus, que es como se conocía al cuartel general de Franco, en Burgos. El quintacolumnista, en cambio, era el que se encuadraba en alguna de las organizaciones clandestinas que operaban en zona republicana; organizaciones, por cierto, que terminaron todas bajo el control del teniente coronel Ungría, responsable de los servicios de inteligencia del bando nacional.
Hombre extraordinariamente dotado para la organización, Ungría también lo estaba para la acción. Tal es así que aprovechando su dominio del francés, se caracterizó como oficial del país vecino y logró entrevistarse en Barcelona con Juan Negrín. La intención de Ungría era sonsacarle al entonces presidente del Gobierno de la República cuantos más datos mejor acerca de los planes del ejército rojo en la que sería la batalla del Ebro. Negrín no le contó gran cosa, más que nada porque en todo tiempo y lugar dichos planes los elaboran los Estados Mayores, no los Gobiernos. Pero sirva la anécdota como medida del valor de Ungría.
Falange, el partido mejor preparado para la lucha secreta
De haber sido descubierto -y no lo fue por muy poco- Ungría hubiese acabado frente al pelotón de fusilamiento, previo paso por el potro de torturas, donde se le habría intentado sacar toda la información posible. Sirva esto para desmontar el lugar común de que en una guerra se juega más el que está en el frente que el infiltrado en las líneas enemigas, en labores de espionaje.
Uno que hubo de cargar con la injusta acusación de haber escurrido durante la guerra fue Manuel Gutiérrez Mellado, quien con los años alcanzaría las más altas cotas militares y también políticas: teniente general del Ejército y vicepresidente del Gobierno. «A los espías no se les condecora, se les paga», solían espetarle algunos de sus compañeros de armas, en concreto, los encuadrados en el sector involucionista del régimen o búnker. El subtexto de la crítica era la evolución política de Gutiérrez Mellado: de la Falange clandestina durante la guerra -desde cuyas filas contribuyó a salvar incontables vidas- a los primeros puestos de la listas de la UCD en la Transición.
Ojo, que no todos los que militaron en la Falange del Madrid de la guerra comulgaban cien por cien con la doctrina de José Antonio Primo de Rivera. En muchos casos los motivos de la afiliación tenían que ver con el deseo de ver a las tropas nacionales entrar en Madrid y con la circunstancia de ser la Falange la organización mejor preparada para la lucha secreta. Esto se debe a la ilegalización del partido meses antes del estallido de la guerra, lo que obligó a sus militantes a ingresar en la clandestinidad antes que el resto de partidos que entonces formaban las derechas.
Los «caciques del fusil» de las milicias
Dicho proceso corrió parejo al del de los partidos del Frente Popular por armar a sus milicias, también antes del comienzo de la guerra. Lo que echaría por tierra los intentos de exonerar a la República de toda responsabilidad por los desmanes cometidos por los milicianos -esos «caciques del fusil», como los llamó Manuel Azaña- en el Madrid de los primeros meses de la contienda. La irresponsable impunidad con la que actuaban tales elementos la resumió a la perfección un dirigente comunista de la época: «A los milicianos se les ocurría una cosa… y la hacían».
Es verdad que los meses de mayor terror en el Madrid republicano fueron los que siguieron a la sublevación militar, siendo agosto el más negro de todos. Para enero de 1937, las aguas parecieron serenarse. En parte porque la República recupera los mandos del proceso revolucionario, en parte también porque los elementos más señalados políticamente ya habían sido liquidados. Al final de la guerra, los expedientes incoados por desafección casi podían contarse con los dedos de una mano. Lo cual tenía una explicación: ¿quién querría enemistarse con aquellos que de un momento a otro podían tomar la ciudad? Ahora bien, el peligro aún no había pasado. Escasas semanas antes del 1 de abril de 1939, el general Franco ordenó a los integrantes de la Quinta Columna que no se descubriesen todavía, por lo que pudiese pasar.
Este y otros mensajes llegaban a oídos de los militantes clandestinos a través de las ondas. La radio fue uno de los elementos claves de lo que el historiador Javier Cervera llama con acierto «la ciudad clandestina». Ya desde el comienzo de la guerra las autoridades republicanas ordenaron la incautación de todos los aparatos de radio, daba igual si emisores o receptores, si de titularidad pública o privada, si en funcionamiento o no. Había que cortar todo flujo de información con el enemigo. Por eso lo de escuchar el parte de Radio Nacional bien bajito, no fuera que lo oyese el vecino o el portero. Por eso también la infiltración quintacolumnista en organismos públicos o unidades militares con acceso a aparatos de radio, siempre con el correspondiente sistema de claves, consignas y contraseñas.
El riesgo de los pasos de bando
Otra información que llegaba por los aires era la de las confirmaciones de paso al bando nacional de perseguidos en el bando republicano; pasos que solían practicarse por puntos de la sierra de Guadarrama o algunos pueblos de la provincia de Toledo. Los guías enfrentaban peligro tras peligro: sacar a los refugiados de la embajada que fuera, llevarlos hasta la línea del frente, ayudarles a cruzarla, dejarlos en un punto a salvo, regresar a la ciudad clandestina sin despertar sospechas, y permanecer allí a la espera de una nueva expedición.
Misiones como estas exigían conocimientos del terreno. Por eso no era raro que las guiaran antiguos miembros de clubs de montaña con la ayuda de guardas de fincas de la zona. Pero más que conocimiento del terreno, se exigía juventud y arrojo, algo de lo que andaban sobrados en la Quinta Columna. Si se examinan los expedientes de desafección incoados por las autoridades republicanas durante los tres años de la guerra se observará que el ranking lo encabezaban jovencitos con el primer afeitado todavía reciente. Jovencitos y también jovencitas.
El caso paradigmático es el de María Paz Martínez Unciti, falangista de 18 años asesinada durante los primeros meses de la guerra, y que daría nombre a una de las organizaciones más activas de la Quinta Columna, el Auxilio Azul, precuela de la Sección Femenina de la Falange, y cuyo objetivo era socorrer las necesidades de sus camaradas presos o escondidos.
Hasta capillas clandestinas
Hay que tener en cuenta que hubo quien pasó los tres años de la guerra sin salir de casa, por miedo a ser reconocido. Otros, temerosos de que las brigadas del amanecer llamaran a sus puertas en cualquier momento y les diesen el paseo, corrieron a refugiarse en alguna legación extranjera, lugares mucho más seguros que los establecimientos de hospedaje, obligados sus dueños por ley a informar a las autoridades de la identidad de sus ocupantes.
Por volver al Auxilio Azul, las mujeres que lo integraban organizaron también unos servicios de asistencia espiritual, con dos capillas clandestinas, una en la calle del Espejo y la otra en el sótano de una lechería de la calle Velázquez. No era el único sitio donde los católicos perseguidos -«los que huelen a cera», como despectivamente se les llamaba- podían practicar su fe. Un edificio con pabellón cubano sito en la calle Hermosilla alojaba en su interior al vicario de Madrid, monseñor García Lahiguera, y a un número de curas y monjas. El lugar era una suerte de catedral clandestina.
Quizás hoy resulte llamativo que ir a misa pudiese llevar acarreada la muerte. Y si no la muerte, la cárcel. Pero la extrañeza desaparecerá al tener noticia cierta de los algunos indicios de culpabilidad en aquella época: silbar una canción, llevar encima una cantidad de dinero considerada excesiva, utilizar corbata y cuello duro, conservar una foto de la Familia Real, ser aficionado a la natación, haber sido antes de la guerra suscriptor de ABC o El Debate o asistido al mitin de algún partido de las derechas…
Siendo aquel el estado de la cuestión, cómo extrañarse de que madrileños de los dos sexos, de toda edad y condición social, no se resignasen a quedarse cruzados de brazos, mucho menos a morir, y, jugándose el todo por el todo, diesen un paso al frente y se alistaran en una de las más eficaces, silenciosas e inteligentes unidades militares de todos los tiempos: la Quinta Columna.