La adolescencia es un invento moderno. Es posible que los niños de antes no tuvieran tiempo de ser adolescentes. Los sociólogos no empezaron a hablar de una cultura juvenil, ni a estudiar los grupos de adolescentes, hasta mediados del siglo pasado.
Fue la prosperidad de la posguerra la que propició que los chicos gastaran sus primeros sueldos en tonterías típicamente adolescentes, como pósters y camisetas, a menudo como ritual de iniciación a grupos y tribus, pero a veces tan solo como consecuencia de la bonanza y un extraño deseo de beber el elixir de juventud que ya nos ha acompañado hasta hoy. En otro tiempo las cosas no eran así: supongo que es difícil ser lo que hoy conocemos por adolescente cuando tienes que estar diez horas al día ayudando a papá con el ganado, o en la fábrica, o completando la economía familiar con un madrugador reparto de periódicos por la ciudad.
Una etapa sin norma
Al margen de la indiscutible transformación biológica, la adolescencia es un problema del primer mundo, algo que solo se pueden permitir las sociedades más o menos ricas. Sea como sea, el adolescente, tal y como hoy lo conocemos, es alguien que vive en tierra de nadie, lo que propicia que se considere al margen de cualquier ley, que nunca sabes si te van a juzgar como adulto o como niño. Desde el punto de vista de los padres, P. J. O’Rourke lo define con divertida precisión: «Sabes que tus hijos están creciendo cuando dejan de preguntarte de dónde vienen y se niegan a decirte a dónde van».
De puertas adentro, la adolescencia es la ceremonia de la deificación de la confusión. Por eso cualquier decisión importante a esta edad debe ser siempre tutelada. Más aún con la adolescencia tan inmadura que hoy vivimos. En tiempo duros de carencias y esfuerzos, de responsabilidades y padecimientos, todos esos cambios quedan oscurecidos por el propio sacrificio de la supervivencia, del mismo modo que al soldado que lleva años en el frente de batalla en medio de una gran guerra ni siquiera es consciente de que le han empezado a salir canas. Nuestra adolescencia no fue de guerra, sino de placentera transición, ya en los inicios de la urna de cristal que sufren los niños de hoy, algo que solo alimenta más aún la contemplación de sus propios cambios físicos y mentales, y de los momentos traumáticos que se pueden asociar a ellos.
Un amasijo de complejos
Hace ya muchas décadas, por tanto, que el adolescente es como un animal sitiado por dos demonios: los internos —desde acostumbrarse a un cuerpo propio que le es ajeno hasta sobrellevar las frustraciones— y los externos —la obsesión con la imagen que se proyecta a los demás y las relaciones con el resto del mundo—. Por lo general, uno pasa de niño a adolescente el primer día que se avergüenza al descubrir que ha olvidado peinarse antes de ir a la escuela.
Quizá la gran diferencia con el resto de las etapas de la vida es que el adolescente contemporáneo es un tipo que vive hacia los demás como si formara parte de un escaparate: la ocultación del rostro tras el pelo o la capucha de la sudadera no es solo una pose, es el hartazgo de sentirse juzgado a cada instante. Parte del proceso de madurez consiste en ordenar eso, y respetar a los demás en las normas básicas de cortesía y vida social, pero vivir al fin para uno mismo, conforme a un código propio de valores. Vivir hacia el exterior es la principal razón por la que, siendo adolescentes, nos convertimos en un atajo de idiotas capaces de hacer las cosas más estúpidas.
Cada vez que leo a algún artista decir eso de «no me arrepiento de nada de lo que he hecho en mi vida» me pregunto si es que nunca ha tenido 15 años. Es la edad de llamar la atención de los demás y, en particular, la edad en la que los niños se convierten en gorilas que se golpean el pecho esperando impresionar a las niñas que, con una madurez más precoz, acostumbran a reírse de los héroes solitarios de la manada que buscan un poco de caso de forma tan animal. Se ríen, sí, pero también enloquecen por el gorila que utiliza mejor el pecho como tam-tam, el más transgresor. No hay grandes excepciones en esto: la adolescencia es un tránsito de estupidez para ellos y para ellas, aunque lo manifiesten de forma diferente.
En esta necesaria etapa, a menudo el cuerpo se desarrolla a una velocidad mucho mayor que el cerebro, lo que ocasiona puntuales colisiones entre el adolescente y el Código Penal. Descubrir de pronto el vigor de los músculos que jamás tuviste de niño invita a ir zanjando viejas rencillas preescolares a cabezazos, mientras que la tormenta hormonal puede empujarte a cometer las mayores estupideces por tu amor para toda la vida que, con mucha probabilidad, durará dos meses.
Aceptar la realidad a golpes
Salir, beber, ligar, descubrir otro mundo que no parece tener horizontes, y deleitarse en un montón de espacios nuevos sin la sombra de autoridad de los padres y de los profesores, también supone una invitación a hacer el indio en la pista de baile, si bien en no pocos casos el adolescente aprende ahí a ejercitar su propio sentido de la responsabilidad, y eso es gran ganancia. Los que no lo aprenden y dan la nota, suelen descubrir con dolor que existe aún una autoridad mucho menos dialogante que padres y profesores, que es el portero de la discoteca. Admitamos algo políticamente incorrecto: es una gran lección de vida ser expulsado de la discoteca por gilipollas.
Teniendo en cuenta todo lo anterior, hay dos cosas que no podemos perder de vista: la primera, que el adolescente no es demasiado responsable de sus actos, y la segunda, que el adolescente es completamente responsable de sus actos. Me explico. El adolescente no es un enfermo mental —bueno, no demasiado— y, por lo general, ha tenido tiempo suficiente como para comprender las normas que se pueden transgredir y las que no; por tanto, es totalmente responsable de sus actos, sobre todo de aquellos que atentan contra otros. Y no lo es, en el sentido de que resulta estúpido juzgar con ojos de adulto sus actitudes porque no es un adulto: es solo un montón de complejos y hormonas tratando de poseer el alma de un niño que a su vez está encerrado en un cuerpo de hombre. Una maldita locura.
Nunca he sido un gran defensor de utilizar la adolescencia como excusa para comportarse como un idiota, pero lo cierto es que, si has de elegir, es mucho mejor que seas tonto con 15 años que con 40. A fin de cuentas la mayoría de las tonterías que hace el adolescente le harán avergonzarse unos años después y apenas tienen consecuencias; no sé, el día que te subiste a una farola con una pancarta de «Lola, te amo», el día que intentaste ser el más gallo de la discoteca y tus amigos te dejaron de lado por borracho, o el día en que coreaste canciones estúpidas en manada por las calles de la ciudad escandalizando a alguna viejecita.
En las relaciones con los demás, es importante recordar que el adolescente tiene la horrible crueldad del niño, y mucha más capacidad destructiva que éste. La adolescencia está llena de conductas injustas, irrespetuosas y aterradoras hacia los demás que, en la mayoría de los casos, los chicos se pasarán buena parte de su vida tratando de redimir. Y luego está la rebeldía contra todo, que es quizá la patología más extendida de la adolescencia, y conviene notar que no viene obligatoriamente incluida en el pack. O sea, por informar: también se puede tener 15 años y no querer destruir el orden establecido en casa y en la sociedad.
La siempre difícil relación con la autoridad
Sea como sea, mientras el niño-adulto busca su nuevo lugar, es sanísimo el proceso de separación temporal de las ideas de los padres; por lo general, volverá a ellas, pero las habrá hecho propias y tamizado con su naciente personalidad. A menudo la rebeldía solo consiste en esa búsqueda aunque, combinada con los complejos, se manifiesta con frecuencia en eso tan inspirado que señalaba Jardiel Poncela: «Por severo que sea un padre juzgando a su hijo, nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre».
Después de todo, la manera ideal de juzgar a un adolescente es con una sonrisa descreída y en silencio, salvo cuando sus actos sean de tal gravedad que exijan una urgente reconducción, por parte de los padres, profesores o de la policía, según. Decir que un adolescente está comportándose como un idiota es una obviedad muy de tertuliano de media tarde, el típico que se asombra cada día de que tras el sol aparezca la luna. En las tontísimas polémicas de las últimas semanas, la principal diferencia entre la mayoría de los sesudos opinadores y los estudiantes del colegio mayor es que los primeros no tuvieron cincuenta móviles grabando cada instante de su adolescencia.
Tampoco creo que las nuevas tecnologías sean el apocalipsis para los niños. Es cierto que alteran comportamientos, alimentan frustraciones, y dan rápido acceso a mundos peligrosos, pero también permite a los adolescentes de hoy leer esto, donde un tipo admite sin rubor que también, como ellos ahora, fue gilipollas. La revolución digital ha cambiado algunas normas pero quizá no tanto como creemos: también en mi generación se pensaba que saldríamos completamente tontos por culpa de la televisión. Y es verdad, salimos un poco idiotas, pero no más que los adolescentes de generaciones anteriores con el LSD.