Empecemos por una evidencia: todas las naciones tienen sus particularidades. España nunca tuvo a un Colbert para decir a su Rey que la moda para Francia era igual de importante que las minas del Perú para los españoles. Los íberos de los siglos XVII y XVIII estaban en cosas bastante más prolijas que la imagen, cosa que, curiosamente, nos pasaría una pequeña factura con el devenir de los siglos. Nunca tuvimos elegantes avant la lettre, como el duque de Lauzun que tantos quebraderos de cabeza causó a Luis XIV. Quizás porque en todo español de la época siempre hubo algo de Lauzun que determinaría una manera de ser y vivir muy particular, pero no adelantemos acontecimientos. Ahora, que España no haya sido un país de “moda” no significa que, paradójicamente, no haya tenido una influencia significativa en la moda contemporánea. Mariano Fortuny y Cristóbal Balenciaga -éste último tristemente transformado en marca y perteneciente a un conglomerado industrial del lujo francés- son la prueba de ello.
¿Pero qué hay de nuestros dandis históricos y nuestra influencia sartorial? Sabemos de la elegancia del duque de Infantado en la época previa a la invasión napoleónica de España y tenemos un dandi como mandan los cánones: Mariano Téllez-Girón y Beaufort, XII duque de Osuna. Fue una de las fortunas más fabulosas de nuestra Historia, a la que siguió un despilfarro y una ruina igual de fabulosas… Su patrimonio, formado por cientos de miles de hectáreas repartidas por España y el extranjero, representaba un 1% de la riqueza nacional en el primer tercio del siglo XIX. Embajador en San Petersburgo ante Alejandro II, que admiraba al duque y sus excentricidades, conoció el dandismo en Londres y tuvo relación con Lord Byron. Cuenta la leyenda que el aristócrata llegó tarde a un despacho con el Zar y se sentó encima de su capa de marta cibelina atiborrada de condecoraciones hechas con diamante y piedras preciosas. Cuando acabó el encuentro, Osuna se levantó y se dispuso a partir. Un mayordomo del Zar, solícito, percatándose que éste olvidaba la capa, se lo hizo saber. El duque se limitó a decir que un Grande de España no tenía por costumbre llevarse su asiento después de una reunión. Se trataba de un personaje digno de un relato de Barbey d’Aurevilly.
El señorito andaluz
Menos teatral aunque dramaturgo, Ángel de Saavedra, más conocido en el mundo de las letras españolas por su título de duque de Rivas también fue Embajador y dandi. El Catedrático Diego Martínez Torrón sostiene que Rivas proponía “el estoicismo ante el propio destino, y el hedonismo andaluz como forma de vida”. Esta weltanschauung nos parece algo chocante. No somos capaces de explicar qué encaje tiene el estoicismo vital con una tarde soleada, una copa de oloroso, una ración de jamón ibérico y el sonido de una guitarra en compañía de una morena de rompe y rasga. De acuerdo, hay mucho de cliché en todo lo anterior, pero Rivas podría ser el padrino de una criatura particular: el señorito andaluz.
Al señorito le rodea todo un misticismo difícil de entender incluso para un español que viva por encima de la conocida frontera montañosa de Despeñaperros. Pueden ser propietarios de haciendas y cortijos, que antiguamente eran pequeñas ciudades sobre enormes extensiones de terreno, pueden dedicarse a la cría de ganado bravo, a producir vinos, a la caza o a nada de todo lo anterior y llevar una vida bohemia que se siente particularmente atraída por el folklore local y se identifica con las manifestaciones culturales de las clases populares. Sobre todo con la más paradigmática de la zona: la gitana.
Entre los años 20 y 30 del siglo XIX nacen en Andalucía los Cafés Cantantes, locales nocturnos en los que los asistentes bebían copas y disfrutaban de un espectáculo musical. Serían los precursores del flamenco y en ellos nacerían figuras de renombre como La Niña de los Peines, retratada en 1918 por el pintor español Julio Romero de Torres. Este arte canalla y de prostíbulo despierta el interés de los señoritos andaluces, a menudo de familias ilustres con títulos nobiliarios, y se convierten en patrocinadores de cantaores a los que contratan en sus fiestas privadas. Cuenta la anécdota que fueron los militares americanos de la base aérea de Morón de la Frontera los que financiaron, durante los años 60 y 70, el arte de cantaores de Flamenco como Joselero, por lo que se les consideró los “últimos señoritos andaluces”.
La literatura española contemporánea no trata muy bien la figura del señorito del sur de España. Por ejemplo en los versos de Agustín de Foxá, otro diplomático, y escritor, cuyo hermano era un cazador a la altura del conde de Teba -la mejor escopeta de la época-, o en el personaje del señorito Iván en la novela de Los Santos Inocentes, de Miguel Delibes. En cualquier caso, si atendemos a los versos de Pemartin: “Tengo mucho de lord y de gitano /…./ Es mi capa, la capa más raída,/ y mi frac es el frac más elegante”, el señorito andaluz tendría una vaga conexión con el dandismo británico, pero lo cierto es que esta figura, propia de la Andalucía Occidental, vestimentariamente es más asimilable a lo napolitano, solo que en rústico y adaptando las prendas de caza y campo a la vida civil.
Entre Nápoles y Londres: Madrid
Lo que los italianos llaman el estilo spezzato podría ser una seña de identidad del elegante andaluz. Pantalones ligeros de lana gris o incluso algodón, chaquetas de tweed o de punto completamente desestructuradas, camisas de cuadros de estilo británico campestre, v neck pulls, zapatos realizados por guarnicioneros, pomada en el pelo… Si la ocasión lo requiere, hay tres sastres de cierto renombre en Sevilla que pueden sacarles de un apuro.
Apellidos andaluces como Osborne o González-Gordon delatan una ascendencia británica, pero no es lo mismo un señorito andaluz de Sevilla que de Jerez, así como tampoco es lo mismo un elegante de la meseta o el norte de España. Sartorialmente hablando, en España podemos mirar a Francia, Inglaterra o Italia. Todo depende de nuestra posición en el mapa de la Península.
El estilo español puede despistar a un bloguero experto en moda de la generación X o Y, pero no a un caballero con algo de ojo. Chaquetas de solapas generosas, redondeadas y de cran muy abierto, curvas y padding razonable en los hombros. Los pantalones son de poco artificio y sin cinturillas exageradas, aunque ahora el discutible estilo Pitti pueda estar cambiando las cosas. Lógicamente, dado el benigno clima español, se favorecen tejidos básicos y de no mucho cuerpo. Si tuviéramos que asociar nuestro estilo a una sastrería británica, diríamos que tiene mucho de Huntsman pero con algo menos de rigidez. ¿El cruce entre Nápoles y Londres? Madrid.
En efecto, admiramos el drape cut y la sartoria transalpina porque han creado un estilo reconocible, una forma de vida. Cutters, taylors y sarti han sabido elevarse a la categoría de artistas, algo necesario y admirable. El sastre español ha sido más modesto. Durante décadas ha estado demasiado escondido. Que Dalí tratara a Antonio Puebla de “divino” no ha hecho que las cosas cambien gran cosa. Por lo menos hasta fechas recientes donde han decidido asociarse e, incluso, crear un club donde están los más representativos de esa noble profesión. Nuestros sastres siguen mejorando su estilo y estudiando lo que se hace fuera de nuestras fronteras. Dentro de poco, esperamos que nombres como Puebla, Serna o Cordova resuenen más en el extranjero y sus establecimientos sean parada de turistas sartoriales o amateurs del buen vestir.
Un futro algo descorazonador
Sin embargo, el futuro de nuestra elegancia tiene algo de descorazonador. Antaño era un lugar ocupado por hombres con vidas ligadas al arte, la bohème y la jet-set internacional como José Luis de Vilallonga, aristócrata, escritor y actor con una recordada aparición en Breakfast at Tiffany’s, interpretando a un millonario brasileño; o Luis Escobar Fitzpatrick, marqués de las Marismas. En La Escopeta Nacional, la genial cinta de Luis García Berlanga, Escobar se autointerpreta dando vida a otro marqués, ficticio, el de Leguineche, dueño de una finca de cacerías, y borda la caricatura de una aristocracia desconcertada ante el cambio de Régimen y que no se adapta al nuevo panorama político.
Hoy, diplomáticos y aristócratas no son como antaño y el universo elegante es un mundo copado por consultores -que trabajan en grandes firmas internacionales- y oficinistas que, a pesar de sus trajes a medida y su contribución a la artesanía nacional, olvidan que el espíritu elegante o caballeresco va más allá de la ropa y tiene mucho más que ver con una forma de ver y vivir la vida. Quizá solo se trate de la imposibilidad de conciliar nuestra existencia moderna con unos valores, nobleza de espíritu y vivencias particulares.
Efectivamente, en la actualidad no es posible hallar biografías como la del conde de Villapadierna (1909-1979): “el último dandy, que disfrutó y dilapidó tres grandes herencias, que vivió al galope de sus pasiones, caballos, galgos y coches y fue un caballero de proverbial porte, con un toque internacional especial en la España de su época”.