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Al concluir la II Guerra Mundial, Italia no sabía dónde se encontraba. Había comenzado como potencia agresora, asociada de Berlín. Una socia demasiado costosa, porque su campaña en Grecia, o su posición en Libia, obligó al Reich a intervenir, teniendo que distraer fuerzas que habrían resultado más útiles en otros frentes, como el ruso.

Cuando las tropas británicas y americanas invadieron Sicilia —como decía Patton, la isla más invadida a lo largo de la historia, desde griegos y cartagineses hasta españoles y, entonces, chicos de Iowa que mascaban chicle y fumaban tabaco rubio—, se inició un proceso de enfrentamiento interno. Los fascistas expulsaron a su jefe máximo, Mussolini, para alcanzar un acuerdo de paz con los Aliados. El führer reaccionó: Skorzeny rescató al Duce para que siguiera siendo il capo de Italia, pero, en esta ocasión, un mero títere sin disimulo. Mussolini —que se llamaba Benito en honor al revolucionario Juárez— había sido rojo en su juventud; de hecho, sus padres ni siquiera lo bautizaron.

La cruda Italia

Por aquel entonces, en áreas rurales, los italianos iban saldado por su cuenta viejas rencillas, como aparece en las secuencias finales de Novecento (Bernardo Bertolucci, 1976). Sin duda, un país sabio, acostumbrado a organizarse sin necesidad de depender del gobierno de turno. Donde esté una ’Ndrangheta, una Fiat o un Milan de Berlusconi, ¿quién necesita a un Mario Draghi venido de Bruselas? Hay quienes piensan que un órgano judicial es una instancia exógena cuyos efectos nunca mejoran la natural tendencia entrópica. Ese ambiente de postguerra lo recrea a la perfección, y sin concesión alguna, Giovanni Guareschi en los relatos introductorios de Don Camilo (1948). Quien los lea pensando que incluyen los esperados ingredientes cómicos de la saga se llevará un chasco. Es un preámbulo crudo, como la matanza del cerdo, que hay que recordar mientras riamos con los diálogos que protagoniza el sacerdote.

El ambiente de los capítulos de Don Camilo, a lo largo de los tres libros que se publicaron hasta 1963, es la de una Italia que tira adelante, en medio de rencores, con la expulsión de los reyes aún reciente, con armas escondidas y sedientas, fuerte división entre comunistas, liberales y democristianos, pobreza y desigualdad social. Guareschi —a quien se solía llamar por el diminutivo Giovannino— intenta plasmar en las peripecias del cura rural que da nombre a sus libros la necesidad de hacer frente, en las urnas, a los comunistas, tontos útiles de Stalin. Durante casi dos generaciones, Italia entendió que era mejor mantener —el máximo tiempo posible— a los corruptos democristianos en el Quirinal, en vez de aventurarse entregando el poder a los de la hoz y el martillo.

Consenso a puñetazos

Don Camilo es un párroco preconciliar, en todos los sentidos posibles de la acepción. Al igual que el padre Hugh Collins —interpretado por Trevor Howard en La hija de Ryan (David Lean, 1970)— y que el reverendo Peter Lonergan —a quien Ward Bond da vida en El hombre tranquilo (John Ford, 1952)—, don Camilo se ocupa tanto de las almas como de la vida social y política del pueblo. Ejerce de verdadera oposición —al margen de las instituciones oficiales— a Peppone, el alcalde comunista. Muchas veces, los dos discuten y acaban llegando a algún tipo de compromiso —que es una forma concreta y práctica de bien común y que deben acatar tanto los terratenientes y democristianos como las huestes rojas. En otras ocasiones, el consenso surge después de que ambos se líen a mamporros hasta cansarse. Por

término general, boxea mucho mejor el clérigo —algo que el corpulento actor Fernandel encarna a la perfección en las películas a que dieron lugar los libros de Guareschi. Peppone, tras muchos años alejado del confesionario, acude al sacramento de la penitencia y luego manda bautizar a su hijo, a quien don Camilo, en un gesto de reconciliación, decide llamar Libre Camilo Lenin.

Cura y alcalde compiten por ver quién es el que primero y mejor erige un centro social y recreativo. Don Camilo le gana la mano, pero, al inaugurar su Recreativo Popular, decide retar a los rojos a un partido de fútbol. Tanto Camilo como Peppone han aleccionado a los chicos que saltan al césped: toda violencia, trampa y marrullería está permitida, con tal de vencer y demostrar que el rival es inferior en todos los órdenes. No hay prisioneros. Sin embargo, el empate se dirime en el minuto postrero gracias a un penalti que se inventa el árbitro en favor de los comunistas. Don Camilo, en solitario, junto al altar, se queja ante el gran protagonista de estos relatos, que es el Cristo de su parroquia. El Cristo le regaña, como casi siempre, porque el cura, brutote y repleto de fe —como esos apóstoles del evangelio que pedían permiso a Jesús para hacer que cayera fuego del Cielo contra los infieles—, es un pecador, a fin de cuentas. Un pecador que no para de arrepentirse y volver a las andadas. De modo que este sacerdote acaba reconociendo ante Cristo que intentó sobornar al árbitro; Cristo le dice que ahí es donde lo ganó Peppone, que ofreció más dinero al hombre del silbato, un supuesto apolítico del pueblo. Camilo, obediente aunque le cuesta, protege al árbitro de las iras de la hinchada católica. Quizá este rasgo es el que más simpatía ha despertado en Benedicto XVI y Francisco, pontífices que saludan con agrado a don Camilo, quien los saluda desde el Cielo quitándose su sombrero de saturno o su bonete. Un don Camilo que a veces se arremanga la sotana, para acometer con sus propias manazas cualquier arreglo en el campanario.

Nobleza compartida

Fuente: T3Gstatic

Guareschi no escribía desde una torre de marfil: era un católico muy combativo que estuvo preso en un campo alemán durante la II Guerra Mundial y varias veces en cárceles italianas debido a su fervor periodístico. Sus personajes reflejan el alma más noble de Italia: el rudo cura reaccionario y el tosco alcalde comunista saben que deben defender con ahínco sendas posturas. Ambos son creyentes, ambos respetan —sin atisbo de modales versallescos— a las personas por encima de unas creencias que detestan, y ambos saben que la autoridad política y la autoridad religiosa, sin confundirse, orientan los grandes acuerdos en beneficio de todos. En sus puñetazos hay algo saludable, porque no conocen la hipocresía de los falsos consensos ni las palabras melifluas. A la hora de los grandes problemas, pelean juntos. La honestidad de su confrontación refleja la hondura y convicción de sus corazones, la sinceridad de sus ideas, sin que la sangre llegue al río. Y, cuando llega al río —y llega, sí—, procuran hallar una solución mano a mano. Don Camilo y Peppone, hombres sencillos y grandes como armarios. ¿Quién sabe?, quizá don Camilo es comunista a su manera, y Peppone —eso sí— un católico blasfemo y devoto con fe de carbonero. Comparten cigarros y vino, cuando la ocasión lo merece. Al fallecer la vieja maestra del pueblo, Peppone —tan autoritario como don Camilo— impone a sus conmilitones que se cumpla la voluntad de la profesora —que tantos regletazos le propinara cuando era ese chaval zoquete e inculto—, de modo que la entierran con la denostada bandera monárquica; los comunistas, con el pañuelo rojo al cuello, portan el féretro con marmórea reverencia. Guareschi, al prologar el último de los libros que editó en vida, recordaba con cariño esa Italia en que ambientó las primeras peripecias de don Camilo; añoraba la «Italia pobre» de 1948 y le defraudaba mucho la «pobre Italia» consumista del «desarrollismo» de los años 60.