Los cronistas de la época no se ponen de acuerdo. Según los cristianos, don Pelayo y sus hombres hicieron morder el polvo a un formidable ejército, superior en número y medios, mas no en ánimo. Los musulmanes, en cambio, niegan el hecho de armas: los altivos moros se limitaron a volver sobre sus pasos al llegar a Covadonga, despreciando a los “asnos salvajes” que habitaban sus montañas. Lo que en ningún caso hubo es “diálogo de culturas”.
Los cronistas de entonces, con todas sus divergencias, sí coinciden en un punto: Don Pelayo existió. Es verdad que con un pie en la leyenda y el otro en la historia. Pero existió. Otro dato indiscutible es que los primeros focos de resistencia al invasor se verificaron en aquel tiempo y en aquel lugar y sus alrededores. Siendo estos los hechos probados, vayamos con las enseñanzas a extraer.
La primera es que las tempranas y modestas victorias fueron posibles por el conocimiento del terreno de los rebeldes; conocimiento sin el cual no es posible el arraigo a un territorio y el sentido de pertenencia a una comunidad, sin los cuales, a su vez, habría sido impensable recuperar ocho siglos después todo cuanto fue arrebatado.
Relacionado con esto, es de señalar que Pelayo y los suyos se pusieron a la faena sin esperar una victoria inmediata y total. Aunque les hubiesen anticipado una derrota, habrían peleado igual, por una cuestión de honor y de cumplimiento del deber, siempre en la medida de sus posibilidades.
Por todo esto, cada vez que alguien diga que España está perdida, que no hay nada que hacer, que esto no tiene remedio, pensemos en los tiempos de penumbra en que todo un reino cabía en una cueva y el trono era una silla de montar.