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La Reina de Inglaterra se sentaba a ver cada capítulo de la serie Downton Abbey con una libretita. Iba apuntando, entre inquisitiva y divertida, los anacronismos de vestuario, vocabulario y caracterización. Para que este peculiar juego de los siete errores mantuviese su gracia tendrían que ser algunos fallos, pocos, y sobre una base de acierto general. Es inimaginable que Bonnie Prince Charlie hiciese lo mismo con la serie Outlander, por ejemplo.

También yo he sacado mi libretita para apuntar todos los desfallecimientos o atajos ideológicos de la película de Downton Abbey: aquello que le impide ser un perfecto alegato reaccionario o un himno conservador consecuente o, al menos, una elegía vigorosa de los viejos tiempos. Naturalmente tiene sus siete errores: no se consigue un éxito mediático y de masas internacional como el suyo sin pagar ciertos peajes al signo de los tiempos (de éstos). Ahí están sus guiños a la rebeldía republicana, a cierto feminismo moderno, a un socialismo soft, a la lucha de clases, al progreso, al romanticismo actual y a lo LGTBI. La ideología de una serie que no quiere tener ideología ha de ser la mayoritaria de sus espectadores, porque es el perfecto camuflaje. A cambio, como no tiene más propósito que éste, al menos no cae en el panfleto progre.

En realidad, lo que impide que Downton Abbey sea una película reaccionaria come il faut es lo que le falta. No hay inquietud metafísica, ni religiosa, ni política, ni existencial. No se siente palpitar un destino nacional, ni familiar ni local ni personal. En definitiva, no es Retorno a Brideshead de Evelyn Waugh. Las grandes preocupaciones en Downton Abbey son (saquen la cuenta) patrimoniales: quién heredará a quién o cómo mantendremos el nivel de vida, etc. Cuando una marquesa hace una reflexión sobre su condición, no es para asumir (noblesse oblige) ningún deber ni mucho menos un sacrificio, sino para lamentar cuán durísima es su vida, ay, qué desgraciada se siente de tener que ir a tantas fiestas.

El cuchillo de la mantequilla

No extraña, por tanto, el protagonismo extremo que adquieren las cuberterías y los candelabros. Tanto que hemos recordado el viejo chiste teológico. Muere un musulmán, y llega al Cielo y descubre, para su pasmo, que se halla ante el Paraíso de los católicos. San Pedro, muy misericordioso, le calma: «No te preocupes, muchacho, que te juzgaremos de acuerdo con los principios de tu religión. ¿Has orado las cinco veces al día? ¿No? Al infierno». Llega un católico. Se le pregunta: «¿Has dado gloria a Dios o has buscado, pillín, el aplauso del mundo? ¿Que siempre defendiste lo políticamente correcto? ¡Vaya! Al infierno». Llega un budista que se distraía en el nirvana. Al infierno. Y así. Hasta que sube un anglicano, y se le pregunta con la máxima seriedad, si usó con propiedad el cuchillo para untar la mantequilla. Desde esa óptica, los habitantes de Downton Abbey se escabullirán de las llamas de la Gehena.

Y hete aquí que el chiste nos permite comprender en última instancia la seriedad de la serie y la película y, sobre todo, su esperanza final. La salvación a través del cuchillo de la mantequilla. Porque no es una película reaccionaria o ni siquiera conservadora en el campo de las ideas explícitas, pero sí en los símbolos y las formas. Late la melancolía por un mundo que se fue y algo todavía más importante, el amor (tan ciego como quiere Cupido) a ese mundo ido.

Arriba y abajo

La definición más completa de aristocracia la clavó Aristóteles en cuatro palabras: es «virtud y riquezas antiguas». A la condición primera, en Downton Abbey no prestan demasiada atención; pero, ah, a las riquezas sí, eso sí, y a su antigüedad más, menos mal, y al deber de preservarlas y transmitirlas y, de rebote, al compromiso vital (al fin, la virtud, aunque sea alterada de orden) que emana de ello. Que a menudo sea la servidumbre la que tiene más claras las ideas no tendría que extrañarnos en absoluto. Cuando le dejan no ser masa, nada más aristocrático que el pueblo, como nos explicó tan bien Juan Ramón Jiménez. Por otra parte, como Chesterton supo, «el mayor y más obvio mérito de la aristocracia inglesa es que nadie podría, de ninguna manera, tomársela en serio».

Este mérito lo tienen, sin lugar a duda, los protagonistas de Downton Abbey. Lo que permite aprovechar ese indiscutible atractivo («Englishmen of the upper clases/ are more amusing than the masses», como diagnosticó Phyllis McGinley y demuestra en la pantalla la condesa viuda de Grantham) para atraer la atención sobre el esplendor de la cristalería y la plata y, sobre todo, del viejo edificio. Desde un punto de vista reaccionario, se podrían aplicar perfectamente a esta película las palabras sagradas: “Si estos callaran, gritarían las piedras”. La enhiesta casa, desafiando el tiempo y las costumbres, mantiene su pabellón en todo lo alto, arriba. Y en todo lo bajo, oculta, late la secreta abadía de la que apenas quedan los cimientos. Pero de la que quedan los cimientos.

Downton Abbey no es Retorno a Brideshead, pero termina evocando unos valores que están por encima de las vicisitudes de los personajes y por debajo de los objetivos de los guionistas y los productores. Le sucede, salvando las distancias, lo que a Juego de tronos, que no era El señor de los anillos, pero que, por la secreta escala de la épica, terminó ensalzando sin remedio la caballería, el sacrificio, la bondad y la belleza, a pesar de todo. Los viejos principios de los cimientos de Downton Abbey son los que emocionan al espectador, ya sea al felizmente desprevenido, ya sea al resabiado que acudió con su escéptica libreta.

El mundo de Downton Abbey invierte el certero diagnóstico de nuestro marqués de Valdegamas mientras que lo afirma. En vez de alzar tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias, como hace el mundo moderno, en Downton se ponen tronos a las consecuencias y se deja en el aire, sin atreverse a nombrarlas, pero a la vista, las causas y las razones de un mundo que sigue apelando a nuestra sensibilidad y a nuestra emoción.