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El 2 de mayo, pero de 1989, tuvo lugar un acontecimiento de esos que suelen pasar como un breve apunte en los libros de historia de Europa. Sucedió en la frontera entre Austria y Hungría.

Fue como un presagio de lo que ocurriría en aquel año inolvidable en que una oleada de movimientos democráticos sacudió Europa Central y Oriental. En realidad, parecía una decisión casi burocrática: el gobierno húngaro comenzó a retirar las barreras y protecciones que marcaban la frontera con Austria. El asunto era delicado. Los gobiernos comunistas de los países vecinos se oponían a las reivindicaciones democráticas y recelaban, incluso, del entusiasmo reformista de Gorbachov en la URSS. En la República Democrática Alemana, por ejemplo, se había llegado a censurar el cine y las publicaciones soviéticas en 1988. Toda la década había sido tumultuosa. Sin ir más lejos, en 1981, el general Jaruzelski (1923-2014) había dado un golpe de Estado en Polonia para impedir el avance del sindicalismo independiente y democrático que representaba Solidaridad. La Milicia comunista entró en los locales del sindicato a patadas.

La tensión por la libertad

Hoy sabemos que la Unión Soviética y la República Democrática Alemana (RDA) valoraron intervenir en Polonia como antes se había hecho en Hungría (1956) y Checoslovaquia (1968). Ya en abril de 1981, el sentimiento antipolaco en la RDA estaba extendido y pensaban que los trabajadores polacos, que participaban masivamente en las huelgas y los paros, eran unos vagos. Desde el verano de 1980, Polonia era una olla a presión. La RDA y la URSS temían el contagio. Sin embargo, la imposición de la ley marcial y la represión contra Solidaridad pareció tranquilizarlos, pero todo fue inútil. La voluntad de libertad se abría paso. La represión comunista en Polonia fue terrible. El asesinato del sacerdote católico Jerzy Popiełuszko (1947-1984) marca un hito de ese tiempo aciago que, sin embargo, demostró los límites del poder del Estado.

Los comunistas podían matar, encerrar, torturar, pero eso sólo fortalecía la resistencia democrática. Así, no era fácil predecir cómo iban a reaccionar en Moscú, en Berlín Oriental y en otras capitales importantes en el bloque comunista como Bucarest o Sofía. En 1956, los tanques soviéticos habían ahogado la Revolución Húngara en sangre. El contingente soviético desplegado en territorio de Hungría podía volver a hacerlo.

Por otra parte, la RDA atravesaba una crisis profunda tanto económica como política. El país, fundado en 1949, había tenido que levantar un muro en 1961 para evitar la fuga de sus ciudadanos hacia Occidente. Por supuesto, el pretexto era acabar con las agresiones que el Este decía sufrir a manos de la República Federal Alemana y sus aliados occidentales, pero era evidente que no se trataba de eso. El poder del Ministerio de Seguridad —la terrible Stasi— había convertido la RDA en una formidable maquinaria de control social. Su red de confidentes era tan terrorífica como aterradores sus métodos represivos. Sin embargo, ni la combinación de violencia y propaganda lograba asfixiar el deseo de libertad. Si Hungría abría la frontera, eso podía dar alas a los movimientos democráticos en la RDA. Una grieta en el bloque del este podía abrir una brecha.

El germen en Hungría

Entonces llegó la decisión del gobierno húngaro de mayo de 1989. En Budapest ya era evidente que había que dirigir el país hacia una democratización. Desde 1988, entre los cuadros del partido comunista, se extendía la idea de un fin de ciclo. Así lo veían el primer ministro húngaro Miklós Németh (1948) e Imre Poszgay (1933-2016), experto económico del gobierno y ministro de Estado, que se había atrevido a decir en febrero de aquel año que lo de 1956 había sido un levantamiento popular desafiando así el relato oficial de que había sido una tentativa contrarrevolucionaria. A los ojos de los comunistas de siempre, las cosas se estaban saliendo de madre.

Esos vientos de cambio venían soplando desde que Gorbachov había llegado al poder en Moscú en 1985. Sin embargo, había oposición a las reformas. El propio Gorbachov se enfrentaba a resistencias en la URSS. Los comunistas de la vieja guardia de Brezhnev no querían democracia, sino seguir la senda comunista. En 1991, le terminarían dando un golpe de Estado al propio Gorbachov, que acabó en fracaso.

La antesala del pícnic

Monumento pícnic paneuropeo

Pero volvamos a Hungría. La decisión de comenzar a suprimir las barreras fronterizas adoptada en mayo y alimentada por la esperanza de que Gorbachov no ordenaría intervenir, condujo a la supresión simbólica de las vallas entre Hungría y Austria el 27 de junio de aquel año. Fue una ceremonia conjunta en la que los ministros de Asuntos Exteriores de los dos países, el austriaco Alois Mock (1934-2017) y el húngaro Gyula Horn (1932-2013), incluso cortaron un trozo de la alambrada que dividía Europa.

Ese fue el camino que condujo al célebre pícnic paneuropeo del 19 de agosto de 1989 impulsado por Otto de Habsburgo (1912-2011). El lago Balatón era un destino de vacaciones habitual para los alemanes orientales. Unos seiscientos de ellos aprovecharon la merendola en la frontera para pasar de Hungría a Austria y ganar así la libertad. Habrá ocasión de recordarlo. Baste por ahora señalar que el tramo final de la senda que condujo a ese 19 de agosto de 1989 había partido de la decisión del 2 de mayo y el gesto simbólico del 27 de junio. El espíritu reformista en la URSS y la fuerza del movimiento democrático y europeísta en Hungría y en otros países del bloque oriental se retroalimentaron. Para aquellos alemanes que aprovecharon la oportunidad de escapar del comunismo, la ruta a Occidente había empezado semanas antes y, quizás, sin que ellos mismos lo supieran, Hungría significó, para ellos, la puerta a la libertad largamente esperada. Por cierto, la Stasi trató de impedirlo, pero fracasó. Ya contaremos esa historia otro día.