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“Si alguien es mi amigo y mi vasallo, que me siga”. Esto dijo Fernando III El Santo a la altura de Benavente, de regreso de una expedición de reconquista por el sur, cuando supo que un grupo de almogávares cristianos habían entrado en la ciudad de Córdoba, en una acción que hoy llamaríamos de comando.

La noticia hizo que Fernando se desentendiera de los asuntos leoneses que entonces le reclamaban y volviera grupas camino Córdoba, cambiando para siempre la historia de España. Las crónicas de la época nos cuentan que galopó “como águila que vuela hacia la presa, no concediéndose descanso ni de día ni de noche, a través de una tierra inviable y desierta, lleno del celo de lo Alto”. Y añadimos nosotros: en mitad del crudo invierno, el primero de sus hombres.

Como tantas veces a lo largo de la historia, la fortuna ayudó a los audaces. Pero en aquella ocasión no solo fue la fortuna. Recuperar Córdoba siempre estuvo en el horizonte de los monarcas cristianos. Alfonso VII El Emperador llegó a ocuparla de manera fugaz, si bien fue su tataranieto, Fernando III, quien reintegró en la Cristiandad la antigua capital del Califato.

Para que no hubiese duda de cuál era el propósito que animaba la empresa reconquistadora, el rey dispuso que en su entrada triunfal la cruz de Cristo avanzase por delante del pendón morado de Castilla. En consecuencia, el primer acto oficial fue la devolución al culto cristiano del espacio religioso construido sobre lo que antes había sido una iglesia: la mezquita.

El hecho, cargado de simbolismo y desencadenador de felices acontecimientos, lo registraron y difundieron por extenso los cronistas de la época, señalando como protagonista de tanta hazaña a un rey bueno y valiente: Fernando.

Sucedió en Córdoba, tal día como hoy, en 1236.