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Bandera del club. | Explorers Club

Una aplicación de moda nos permite medir el riesgo de que un robot nos robe el trabajo. Para que se haga una idea, un periodista tiene sólo un 11% de probabilidades de ser sustituido por la inteligencia artificial, mientras que un contable, con el 94%, debería ir planteándose un reciclaje, según los cálculos del algoritmo.

La web no incluye en su lista la opción «explorador», pero muchos coincidirían en que es una actividad propia de otro tiempo, de la era de los salacots y los catalejos.

El New York Times se preguntaba hace poco si hacen falta exploradores en la era de Google Maps, y probablemente la mayoría de sus lectores respondería con un no. Al fin y al cabo, el mapa mundi ya no tiene apenas huecos en blanco y los drones pueden llegar más alto que los sherpas.

Hay gente que discrepa, y muchos de ellos forman parte del Explorers Club. Fundado en Nueva York en 1904, hoy tiene, según los datos oficiales, 3.500 miembros de los cinco continentes, repartidos en 26 capítulos regionales. Su fin declarado es el impulso de la exploración científica por tierra, mar y aire, y también en el espacio, con énfasis en la física y las ciencias naturales. Los campos de actuación incluyen la oceanografía, el montañismo, la paleontología, la exploración espacial o la arqueología, entre otros. Un club, en resumen, de tipos interesantes, decididos a mantener a toda costa el instinto de explorar y a llegar a las últimas fronteras antes que nadie. Hasta ahora, no les ha ido mal: sus socios han sido los primeros en alcanzar los dos polos, en cruzar el Atlántico en avión, en tocar cumbre en el Everest, en descender al punto más bajo de la tierra (el abismo Challenger) o en pisar la Luna.

De los polos al espacio

Las primeras hazañas de la asociación estuvieron marcadas por el frío. Amundsen, Scott o Shackleton llevaron la bandera del club a los polos, entonces todavía terra incognita, y Edmund Hillary y Tenzing Norgay, ambos socios, alcanzaron el techo del mundo. También figuraba en la nómina de miembros el mítico aviador Charles Lindbergh. Incluso el Presidente Theodore Roosevelt, gran conocedor de la selva amazónica, fue muy activo.

En los 60, el club se abrió a la exploración espacial y admitió a astronautas como Armstrong, Aldrin o Glenn, mucho antes de que estuviera de moda nombrarlos ministros. En el Apollo 11, por supuesto, viajaba una bandera (en miniatura) del club. Desde entonces, la escafandra se ha convertido en un atuendo tan admisible como la sahariana en el código de vestimenta de los socios.

También exploradoras

En nuestros días también hay famosos: James Cameron, el director de Titanic, ha descendido a la fosa de las Marianas, mientras que Elon Musk y Jeff Bezos, dueños de Tesla y de Amazon, respectivamente, ingresaron por su participación activa en la investigación espacial. La admisión de estos dos últimos, sin embargo, fue polémica: ninguno de los dos ha estado personalmente en órbita, así que algunos discuten su condición de exploradores. Menos cuestionados son aventureros como el británico John Blashford-Snell, veterano que descendió por primera vez el Nilo Azul, o el canadiense George Kourounis, quien se casó en el cráter de un volcán en erupción.

Las mujeres tuvieron cierta presencia casi desde el comienzo, pero sólo en 1981 fueron admitidas como miembros de pleno derecho. En el 2000, una exploradora, Faanya Rose, con un largo historial de expediciones en varios continentes, alcanzó por primera vez la Presidencia. En sus primeras palabras, nada reivindicativas, afirmó que aspiraba a ser, sencillamente, «el mejor hombre para el puesto».

El globo de Thor Heyerdahl

Banderas retiradas en la sede de Nueva York. | EC.

La sede, situada en pleno Manhattan, es un esbelto edificio inspirado en la arquitectura renacentista inglesa. Alberga una biblioteca con 13.000 volúmenes, varios salones, un archivo, una valiosa sala de mapas y un comedor conocido por su elegancia. La barandilla de la terraza procede de un claustro francés. Las habitaciones están llenas de recuerdos, desde la bola del mundo sobre la que Thor Heyerdahl planeó la expedición de la Kon-Tiki hasta un pene de ballena disecado (no hace falta añadir el adjetivo «gigantesco»). A ciertas horas se admiten visitas.

Quienes la frecuentan dicen que en sus sillones mullidos se bebe mucho whisky y se cuentan viejas batallitas, pero también se hacen contactos interesantes para nuevas expediciones. Sólo las más interesantes conseguirán portar una de las banderas del club, lo que se considera un honor y una responsabilidad. Después de una gran hazaña, la bandera se retira, como ocurre con las camisetas de los grandes futbolistas, y se exhibe en la sede central. En total, entre activas y jubiladas, hay algo más de 200 banderas.

¿Un guiso de mamut?

El momento más glamuroso del año para la asociación es su cena de gala, famosa por los platos exóticos. La más célebre fue la de 1951, cuando el menú incluía carne de mamut, un animal extinto hace casi 4000 años. Según explicaron los organizadores, la pieza se había encontrado en el hielo de las islas Aleutianas, que habría actuado como un frigorífico milenario. Desgraciadamente, la anécdota es demasiado buena para ser cierta: un análisis científico sobre los restos del banquete, que se conservaban en formol, demostró hace pocos años que la carne era de tortuga y el organizador un bromista incorregible. En los últimos años, los chefs han ofrecido albóndigas frías de iguana, pitón salteada, tarántula del Amazonas frita, medusas al vapor o pretzel de gusanos alimentados con gachas de avena: no parece apto para tiquismiquis.

Pero la actividad se extiende durante todas las estaciones e incluye conferencias y debates con los mejores exploradores en activo. Algunos de los eventos, no todos, son abiertos para quienes no son socios. También es posible leer cada trimestre la revista del club, The Explorers Journal, exquisitamente diseñada, y seguir en directo el recorrido de las banderas que se encuentran actualmente sobre el terreno.

Exploración, no turismo

Detalle del salón de miembros de la sede de Nueva York. | EC.

¿Le gustaría ser miembro? No le engañaremos: no es fácil. No basta con haber hecho turismo exótico, sino que hay que ser un verdadero explorador. Guarde sus fotos nadando con tiburones en las Bahamas. El club busca gente «que se haya ensuciado las manos y mojado los pies trabajando sobre el terreno en una o más expediciones documentadas». No es necesario que su trabajo de campo se haya localizado en lugares extremos, ni siquiera muy lejos de su ciudad, pero sí debe haber tenido un carácter genuinamente científico.

Una vez que consiga acumular esa experiencia, su candidatura deberá ser respaldada por un socio activo. Su curriculum será cuidadosamente estudiado por el comité de admisiones, que tiene fama de exigente. Quienes no alcancemos el listón, siempre tendremos la opción de inscribirnos como asociados, una categoría menos divertida que permite participar en algunas actividades del club.

Porque está ahí

No cabe duda de que la exploración ha cambiado de significado desde principios del siglo XX, pero el universo, por ahora, sigue guardando sus secretos: por ejemplo, un 90% de la superficie oceánica no ha sido explorada, sin mencionar la inmensidad del espacio. Inasequibles al utilitarismo, los miembros del club mantienen vivo el sentido del asombro del que hablaba Rachel Carson. Muchos de ellos, sin duda, responderían lo mismo que George Mallory cuando le preguntaron por qué quería escalar el Everest:

-Porque está ahí.

La ciencia, al fin y al cabo, siempre se ha considerado hija legítima de la curiosidad, y esta asociación es un encuentro de curiosos incorregibles. No parece probable que se rindan simplemente porque cada vez queden menos lugares por conocer. Conociendo su reiterada costumbre de llegar siempre los primeros, si quiere ganar una apuesta, juéguese sus cuartos a que el ser humano que pise Marte por primera vez llevará consigo una de las banderas azules, rojas y blancas del Explorers Club.