Aquel 8 de julio de 1953, hace ahora 70 años, Walter Ulbricht (1893-1973), secretario general del Partido Socialista Unificado de Alemania, la marca del partido comunista en la República Democrática Alemana, tenía un mal día. Los miembros del Politburó y las autoridades soviéticas en la RDA lo acusaban a él, en primer término, de los disturbios, las protestas y, en fin, el alzamiento popular que había sacudido la capital y otras grandes ciudades del país -Leipzig, Halle y Dresde, por ejemplo- a mediados del mes pasado.
En realidad, la cosa se venía fraguando desde el año anterior. En julio de 1952, la Segunda Conferencia del Partido Socialista Unificado de Alemania había decidido apretar el acelerador de la sovietización de la RDA. Stalin aún vivía y la Guerra Fría se estaba calentando de nuevo después del bloqueo de Berlín entre 1948 y 1949. Los soviéticos habían tratado de aislar al sector occidental de la ciudad y los Estados Unidos y sus aliados habían respondido estableciendo un puente aéreo que surtió a Berlín Oeste de todo lo necesario. Les habían intentado dejar sin alimentos, sin carbón ni suministro eléctrico. Todos los accesos estaban cortados salvo el aéreo y por ahí se salvaron los occidentales. Fue una prueba de superioridad tecnológica y logística que los soviéticos sólo pudieron con el éxito de sus ensayos nucleares en agosto de 1949. La sovietización intensificaría la influencia de la URSS en todas las facetas de la vida.
Contra la economía y la cultura
Las medidas económicas impuestas a los alemanes orientales fueron brutales. Las inversiones se centraron en la industria pesada. Las pequeñas empresas privadas que aún sobrevivían sufrieron una subida de impuestos que las abocaba al cierre. A los campesinos no les fue mejor: se dispuso la colectivización forzosa. De la mano de la economía, fue la guerra cultural: se incrementó la actividad propagandística y se orientó, especialmente, contra las iglesias cristianas. La religión sería el nuevo enemigo al que había que abatir. Los asesores soviéticos conocían bien el manual que había que seguir en la RDA.
Si las medidas fueron despiadadas, sus efectos fueron devastadores. El desastre empezó con el encarecimiento de los precios de los bienes de consumo diario. Se produjo carestía de alimentos ya en noviembre de 1952. Empezaron a darse protestas aisladas y alguna huelga. El gobierno comunista endureció la apuesta: impuso un incremento del 10% en la cuota de producción de cada trabajador, es decir, cada uno debería producir un 10% más de lo que producía. Los salarios, naturalmente, se mantuvieron iguales. En la patria de los trabajadores alemanes, había que trabajar más cobrando lo mismo, que era insuficiente para cubrir las necesidades básicas de alimentación, por ejemplo. Los alemanes orientales empezaron a emigrar en masa al oeste.
La muerte de Stalin en marzo de 1953 llevó a que los comunistas alemanes reconsiderasen la situación. Suavizaron algunas medidas -por ejemplo, relajaron la campaña contra las iglesias cristianas- pero mantuvieron las cuotas obligatorias. Su impopularidad tenía dos raíces: su evidente injusticia y su origen soviético. El patriotismo alemán, que en la RDA se asociaba a la lucha contra el nazismo desde sus orígenes, se rebelaba contra las políticas que imponían desde Moscú y que Ulbricht y sus compañeros abrazaban sin reservas. A mediados de junio, el descontento se sentía por doquier. Bastaba una chispa para que todo saltase por los aires.
Todo estalló cuando el 15 de junio de 1953, un grupo de trabajadores berlineses envió una delegación para tratar con el gobierno de la derogación de las cuotas y los precios de los alimentos y se negaron a recibirlos. El desprecio fue la gota que colmó el vaso.
Al día siguiente, un grupo de unos 300 trabajadores se puso en huelga en Berlín Oriental y marcharon en manifestación a la sede de la Federación Alemana de Sindicatos Independientes. Se hicieron con unos altavoces y empezaron a llamar a la huelga general a partir del día 17. El parón comenzaría con una manifestación a las 7:00 de la mañana en la Plaza Strausberger.
Debemos detenernos aquí un instante para comprender lo que sucedió después.
A la vista del descontento, el gobierno trató de plegar velas. Intentaron culpar a los manifestantes, los «saboteadores» y los «agentes extranjeros» del desastre de un año de sovietización y de protestas. Tal vez hubiese funcionado si no hubiese intervenido la Radio del Sector Americano, la emisora que difundía programas en alemán desde Berlín Occidental. Los Estados Unidos podían desestabilizar la capital de la RDA a través de las ondas. Lo hicieron. Les bastó hacer periodismo combinado con algo de propaganda. Dieron información de las manifestaciones, el número de asistentes y los mensajes. Contaron que, en las marchas, se escuchaban gritos que pedían elecciones libres. Los manifestantes encontraron un aliado poderosísimo. El rumor y la palabra de boca en boca hicieron el resto.
«Un levantamiento en toda regla»
Retomamos los acontecimientos.
Berlín, 17 de junio de 1953. 7:00 de la mañana. La ciudad parece un hormiguero. Los obreros se agrupan para ir juntos a la plaza Strausberger. Téngase en cuenta que son los herederos de uno de los partidos comunistas más fuertes de la primera mitad del siglo. La generación anterior fue la traicionada por Moscú con el Parto Ribbentrop-Molotov. A sus padres, los entregó el NKVD a la Gestapo. Eran comunistas, pero estaban hartos de las cuotas, la pobreza y la injerencia soviética. Sabían cómo organizarse. Llevaban megafonía en los camiones y en bicicletas. Abundaban los carteles y las pancartas a mano. Ya no pedían sólo la derogación de las cuotas y la bajada de precios de los alimentos, sino elecciones libres y un nuevo gobierno. Se derribó alguna estatua. Ardió la foto de algún líder del partido. A las 11:00 de la mañana, había más de cien mil berlineses echados a la calle. Era evidente que a Ulbricht y al resto del Politburó las cosas se les habían ido de las manos.
Los soviéticos tomaron cartas en el asunto. Sacaron a la policía y al Ejército Rojo. Posicionaron tanques en las principales vías de comunicación. Cortaron los accesos a la ciudad por tranvía y cerraron el metro. Se declaró la ley marcial. Las tropas soviéticas se desplegaron en la ciudad. Se veían vehículos armados por todas partes. La noche del 17 de junio se practicaron centenares de detenciones. La Stasi, apodo de la terrible policía política del Ministerio para la Seguridad del Estado, se empleó a fondo. Hubo algún fusilamiento como el del trabajador Willi Gottling, un electricista en paro al que acusaron de trabajar para los servicios secretos occidentales.
Sin embargo, había sido un levantamiento en toda regla. Había habido protestas en Magdeburgo, en Halle, en Jena, en Görlitz, en Brandenburgo y en Dresde. Se habían producido saqueos, incendios y asaltos a locales del partido. Todos tenían hambre. Todos se sentían explotados. Todos estaban hartos de la injerencia soviética, que salvaba a los burócratas y reprimía a los trabajadores.
Al final, la represión funcionó. Después del 17 de junio, todo fue calmándose, pero poco a poco. Hasta el 24 no se normalizaron las cosas. Hubo casi cuarenta muertos durante las protestas, que fracasaron porque los soviéticos salvaron al Partido Socialista Unificado de Alemania.
Salvaron al partido, pero aquel 8 de julio pedían la cabeza de Walter Ulbricht en una bandeja. En el Politburó, todos lo culpaban a él a pesar de que la sovietización la habían apoyado todos los miembros. Salvo el joven Erich Honecker, que terminaría al frente del país, y el presidente de la Comisión de Control del Partido, Hermann Matern, todos pedían su destitución. Los soviéticos lo señalaban como el responsable de las protestas. Sin embargo, a unos 1 800 kilómetros de Berlín, algo había sucedido pocos días antes. El 26 de junio Lavrenti Beria había sido detenido. Se avecinaba una nueva purga en la URSS.
La muerte de Stalin empezaba a tener consecuencias y el primero en caer había sido el siniestro jefe del NKVD. Aquel día de julio ya eran muchas las dudas sobre lo que iba a suceder en Moscú y, por extensión, en Berlín. El 2 de julio los soviéticos, sin perdonar a Ulbricht, ya valoraban que quizás conviniese cierta templanza hasta que las aguas se calmasen. Al final de la reunión del 8 de julio, contra todo pronóstico, Ulbricht no estaba destituido. A los pocos días, todo parecía indicar que se quedaba. En agosto, desató a su vez una purga que descabezó a sus opositores en el Politburó.
La tormenta de verano había pasado.
Sin embargo, el levantamiento tuvo consecuencias graves. Se revirtieron las políticas económicas de la sovietización, se reforzó el aparato de seguridad del Estado y miles de trabajadores abandonaron el partido. Los soviéticos comprendieron que, sin inversiones, Alemania Oriental sería un foco de desestabilización para todo el bloque comunista. Se aprobaron préstamos para paliar los desastres de las políticas de 1952. Alemania Oriental entraría en una etapa algo más tranquila, pero seguiría sin haber libertad y esa llama no se extinguiría nunca.