Tercios. No se sabe con exactitud la razón de su nombre. Algunos historiadores lo asocian a las tres armas básicas que aquellos hombres empleaban: la pica, el arcabuz (en su origen la ballesta) y la espada con rodela, un pequeño escudo. Otros explican el nombre porque, en un principio, fueron tres las unidades originales: Nápoles, Sicilia y Lombardía. Se ignora el fundamento de su nombre mas no su origen geográfico: Italia. Es allí donde, por obra de Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, se forja la mejor infantería de la Historia. La Guardia Imperial francesa de Napoleón, que tantos laureles literarios acumula, combatió 15 años antes de extinguirse. La Wehrmacht, apenas 10. Los españoles dominarían los campos de Europa durante más de un siglo y medio, compartiendo trinchera con italianos -sobre todo-, alemanes y borgoñeses. Los Tercios dejaron una huella cultural, religiosa e incluso étnica en todo el continente, principalmente en las viejas Provincias Unidas. Hoy Bélgica es católica porque hubo Tercios. Y un gran número de españoles se casaron con flamencas. Circula una anécdota que lo ilustra: el viejo General De Gaulle confesó a Franco que, merced a su origen flamenco, era probable que por sus venas corriera «sangre de algún oficial español».
Los Tercios, una máquina de vencer
La aparición de los Tercios supuso el final de los viejos ejércitos medievales. El Gran Capitán profesionalizó la milicia, ideó nuevas tácticas, revolucionó la logística y la administración, hizo del arcabuz el arma fundamental y, sobre todo, creó un código ético propio, de vocación trascendente, que actuó de motor y causa última de innumerables victorias. Así describe José Javier Esparza el espíritu de aquellos Tercios viejos:
«A la sombra de la Cruz de San Andrés se respira un patriotismo intensísimo -se atacaba al grito de «¡España! ¡España!» bastante antes de Pavía-, de honda religiosidad, donde cada individuo es un caballero en lo tocante a su honor y la sola pertenencia al grupo es timbre de prestigio. El hombre que entra en los Tercios no se apunta para una batalla o para una campaña: se enrola en una forma de vida que le va a obligar a un perfeccionamiento constante, a un continuo trabajo de maniobras, ejercicios, marchas. Su vida va a ser extremadamente austera: los soldados españoles, lo mismo los nobles que los plebeyos, visten mal, cobran tarde, comen poco, con frecuencia los soldados de otros ejércitos los tildan de desarrapados… Y sin embargo, nadie tuvo nunca un orgullo de cuerpo tan acendrado como ellos».
Son incontables las batallas en las que los contingentes de un lado y otro lado de la trinchera estuvieron descompensados. A veces con proporciones exageradas de uno a 10 a favor del enemigo. Y vencían los Tercios. Y lo hacían merced al entrenamiento, al conocimiento táctico, al profesionalismo y al honor. Enfrente tuvieron, durante décadas y hasta el siglo XVII, tropas de leva, mayormente de campesinos, movidos por una paga. Por dinero. Muy lejos del relato místico que impulsaba a los Tercios españoles.
La Guerra de Flandes (1568-1648)
A diferencia de Carlos I, flamenco nacido en Gante, Felipe II sí era un rey extranjero. Nacido y criado en España, nunca tuvo en Flandes la aceptación de su padre. Se vio durante la abdicación del Emperador Carlos en Bruselas: Felipe II fue incapaz de dirigirse a sus súbditos flamencos en su lengua. A tal circunstancia se sumó el recrudecimiento de la conflictividad religiosa. El protestantismo había prendido con fuerza en gran parte de Europa; en Flandes con particular virulencia. España, luz de Trento, espada de Roma, se volcó en aplastar la herejía protestante y en auxilio de las minorías católicas, mayoritariamente pro españolas.
La Guerra de Flandes (1568-1648) fue, en realidad, una sucesión de guerras civiles. Flamencos católicos contra flamencos protestantes, valones contra flamencos, flamencos contra valones. Un avispero en el que España se desangró durante 80 largos años. Por eso y porque Inglaterra, enemigo íntimo de España, mandaba enormes cantidades de dinero a los rebeldes.
Es en ese contexto, 17 años después de empezada la guerra, que se produce el llamado Milagro de Empel. Ocurrió a principios de diciembre, concretamente entre los días 7 y 8. Es 1585 y 5.000 hombres del Tercio de Zamora, comandados por el maestre de campo Francisco Arias de Bobadilla, serán testigos de un suceso para el que cinco siglos después sigue sin haber explicación.
«Antes la muerte que la deshonra»
Los Tercios han ocupado la isla de Bommel, cerca de Róterdam, entre los ríos Mosa y Waal, y de casi 25 kilómetros de largo y nueve de ancho. Se trata de una de las muchas campañas de auxilio a poblaciones católicas de aquellas tierras. Los rebeldes despliegan un centenar de naves de poco calado alrededor de la isla y establecen un sitio marítimo. Cañonean sin cesar a los españoles y cortan todas las vías de abastecimiento. No hay salida. Están a merced de la artillería enemiga. El Conde de Holac, al mando de la armada rebelde, ofrece a los Tercios una capitulación honrosa. Bobadilla responde: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos«.
Es entonces cuando Holac ordena volar los diques de los ríos que rodean la isla. Pretende ahogar a los españoles. El agua anega poco a poco la isla y tan solo queda a salvo su parte más elevada: el monte de Empel. Allí se refugian los hombres de Bobadilla. Cae la noche. Todo parece estar perdido. Es entonces cuando todo cambia. El capitán Alonso Vázquez, contemporáneo de Bobadilla, lo reflejó así en su obra Los sucesos de Flandes y Francia del tiempo de Alejandro Farnese.
«Estando un devoto soldado español haciendo un hoyo en el dique para resguardarse debajo de la tierra del mucho aire que hacía y de la artillería que los navíos enemigos disparaban, a las primeras azadonadas que comenzó a dar para cavar la tierra saltó una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora, pintada en una tabla, tan vivos y limpios los colores y matices como si se hubiera acabado de hacer».
Un viento que hiela ríos
Inmediatamente se arremolinaron decenas de soldados, sabedores muchos de ellos que la Inmaculada veló en el pasado por las armas españolas y es veterana de las Navas de Tolosa y la conquista de Granada. El hallazgo tiene carácter taumatúrgico entre los españoles. Rezan y se conjuran para, al alba, abordar las embarcaciones rebeldes en una operación con escasas posibilidades de prosperar. Mas no fue necesario.
Un viento glacial sopló a la madrugada y en pocas horas se obró el milagro: los ríos que cercaban a los españoles quedaron congelados. Las naves de Holac tuvieron que zarpar antes de quedar inutilizadas. Y en su huida, según deja constancia Alonso Vázquez en su crónica, los holandeses «decían a los españoles, en lengua castellana, que no era posible sino que Dios fuera español, pues había usado con ellos un gran milagro».
El Instituto de meteorología holandés admitió en los años 90 lo insólito del fenómeno. En 2015 el Ejército español hizo entrega de una réplica del famoso cuadro de Ferrer Dalmau Milagro de Empel a la parroquia católica cercana a Empel donde se sigue venerando el retablo de la Inmaculada. Al acto acudieron numerosas personalidades del país, así como la televisión holandesa. Por aquél milagro hoy la Purísima es la patrona de la Infantería española y de España.
Tras aquél episodio, los Tercios seguirían combatiendo y contando sus batallas por victorias: Breda (1624), Nördlingen (1634)… Hasta el desastre de Rocroi, contra Francia, en 1643, donde, como es sabido, el Duque de Enghien preguntó a uno de los pocos supervivientes españoles cuántos eran y éste respondió con un lacónico «contad los muertos». Para algunos historiadores, sin embargo, es durante la batalla de las Dunas, en 1658, cuando se revela realmente lo obsoleto de un sistema de combate que había sostenido al Imperio durante un siglo y medio.