Los Picos de Europa, en su osadía vertical milenaria, forman una inquebrantable muralla caliza que desafía al Cantábrico. Sobre sus agujas ya clavaban hipnotizados la mirada los navegantes romanos en su camino hacia Britania desde otros puntos del Imperio. Es tal la proximidad al mar bravo y plomizo – apenas una treintena de kilómetros en su punto más septentrional – que, cuando uno se encuentra bregando con nieve, hielo y roca en los corredores del macizo central, puede percibir el aroma del salitre, contar el número de buques graneleros frente a la costa y tener la sensación de poder ser embestido por las olas en cualquier instante.
La dureza de este paraje, acostumbrado a defenderse de las intromisiones, no ha impedido que en el transcurrir de los siglos los lugareños de todas las vertientes (asturianos, leoneses y cántabros) hayan buscado su sustento entre estos abismos, o salvado inasimilables canales a la luz de una luna de agosto por un amor al otro lado. De esto último dan fe los abundantes matrimonios celebrados entre parejas de ambas partes de la linde.
Aunque no es hasta la segunda mitad del siglo XIX, con la llegada de las expediciones mineras centroeuropeas, cuando toda la colección de cimas de este macizo empieza a ser ambicionada y conquistada por fulanos con apellidos tan ajenos al lugar como Schulze, Frassinelli o Saint-Saud.
Caudillo de las montañas
Una tras otra, con la salvedad del Urriellu. Una inmensa mole calcárea que, pese a la imposibilidad de dar cítrico alguno, recibe el nombre de Naranjo de Bulnes por un capricho poético de uno de aquellos teutones que quiso enfatizar el color anaranjado de su fachada. Sobrecogedor pilar del Cantábrico, sus 2.519 metros de efigie dotan a esta montaña de una majestuosidad y una mística únicas, y dan alma al “Picu”, personificándolo como el caudillo de un ejército de montañas o el director de una sinfonía de vientos y nieves perpetuas.
Pronto, aquellos pioneros comenzaron a soñar con sus paredes y ansiaron derribar el mito de la inviolabilidad de su cumbre. Es en ese momento cuando otro habitual de aquellos recodos, Pedro Pidal y Bernaldo de Quirós, henchido de patriotismo y marcado profundamente por los desastres del 98, siente la imperativa necesidad de colarse en la verbena de los extranjeros, dar un golpe sobre la mesa y convertirse en el primer hombre en poner pie en la cumbre del Naranjo para la gloria de España.
El nacimiento del alpinismo español
Pidal era un aristócrata de perfil poliédrico, un cazador romántico y aventurero más amigo de recorrer las peñas escopeta al hombro que de pasearse por los festines de Somió. Pura encarnación quijotesca. Y para formar el binomio llamado a alcanzar la eternidad elige a su Sancho particular, Gregorio Pérez “el Cainejo” (por ser natural de Caín), un pastor que desde hacía años le venía acompañando con incuestionable fidelidad en su deambular apasionado por las peñas.
El 5 de agosto de 1904, con la única ayuda de un primigenio cordino adquirido en Londres, descalzo El Cainejo y con alpargatas de esparto el Marqués, se deciden a acometer la cara norte del Naranjo. Largas horas de inconsciencia y un valor desbordado materializaron la proeza soñada y, desde la cima del Urriellu , Pedro y Gregorio proclaman al mundo el nacimiento del alpinismo español.
Desde entonces, han sido muchas las generaciones de compatriotas que, al caer la noche en las mismas montañas cantábricas o en un campo base bajo un cielo nepalí, han sonreído a las estrellas. Sucios, agotados y ateridos de frío, pero felices.
Amor por la tierra
Los siguientes capítulos de la vida del Marqués tuvieron lugar en Madrid. Desde las Cortes, en su condición de diputado, se convirtió en escudo y espada de la conservación de la naturaleza y los parajes de España. De él no se tiene sospecha de que hablase sueco en la intimidad, actuase auspiciado por organismo trasnacional alguno, ni estuviese untado por siniestros fondos de inversión. A Pidal le movía un vínculo sincero con la tierra; un vínculo que le llevó a convertirse en el artífice del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, a la postre de los Picos de Europa, y el primero de todos los que hoy tenemos en España.
El testimonio último de esta unión de sangre y suelo es que sus restos reposan para la eternidad en el Mirador de Ordiales, un balcón que se abre al abismo en el extremo más occidental de los Picos. Allí su epitafio reza: “Enamorado del Parque Nacional de la Montaña de Covadonga, en él desearíamos vivir, morir y reposar eternamente pero, esto último, en Ordiales, en el reino encantado de los rebecos y las águilas, allí donde conocí la felicidad de los Cielos y de la Tierra, allí donde pasé horas de admiración, emoción, ensueño y transporte inolvidables, allí donde adoré a Dios en sus obras como Supremo Artífice, allí donde la Naturaleza se me apareció verdaderamente como un templo. Debajo de esos húmedos helechos, que reciben el agua de los Picos, y arrimado a esa roca enmohecida por los vientos fríos, dejaré que mis huesos se deshagan a través de los siglos”.
Ha querido la providencia, que 117 años después de la ascensión, el pasado 5 de agosto, Alberto Ginés conquistara para España la primera medalla de oro de escalada en la historia olímpica. En el salón último al que aspiran los hombres, dos viejos camaradas se han debido de regocijar con orgullo.