A mis 14 años era José María la mayoría del tiempo, salvo cuando escupía consonantes al micrófono o me desmadejaba en el suelo al ritmo de la música, que entonces era Drako.
Podía salir José María a cumplir la manda de comprar el pan, pero si de camino topaba con alguna fachada tentadora, era Drako quien sostenía el rotulador. Era Drako dentro de unos pantalones donde cabía una familia; Drako con sus Nike gris perla; Drako cojeando porque cojear molaba: una cadena de perro al cuello y la botella de Ballantine´s a un palmo de la boca, como un botijo. Y así iba: un chaval de 3º de ESO por un lado, y un b-boy, o un chaval jugando a ser b-boy con esa seriedad sombría con que juegan los chavales, por otro.
Era la época de los cedes piratas. Poníamos el Nero al rojo vivo y nuestros pobres ordenadores, que apenas unos meses antes se conectaban a internet a golpe de psicofonías, resoplaban sofocados. Y claro, entre escucha esto y no te pierdas esto otro, surgió una camada de cachorros del hip-hop: aspirantes a grafiteros, frotadores de vinilo y poetillas de la calle.
Yo era de estos últimos, y si bien hacía mis pinitos contando sílabas, nunca conseguí ser demasiado callejero. Baste decir que mi primera grabación consistió en rapear una estrofa robada al siglo XIII. Dj Neko lanzó una base y me hizo una señal. Entonces agarré el micro y, con toda la cara de estar a punto de hacerle un traje de mierda a la sociedad burguesa, solté: “Mester traigo fermoso, non es de joglaría/ mester es sin pecado, ca es de clerecía/ fablar curso rimado por la cuaderna vía/ a sílabas cuntadas, ca es grant maestría”. Boom. Un macarra arcaizante.
El rap en su apogeo
Y a pesar de que mi intento de introducir metros medievales no prosperó, el rap sí lo hacía; alboreaba el siglo XXI y estaba en su apogeo. Aunque, como es natural, no se llegó a la cúspide de repente. Todo viene de alguna parte y en este caso se sabe con exactitud de dónde: la base área de Torrejón de Ardoz. Fecha: los nunca-vilipendiados-como-merecen años ochenta.
Los militares estadounidenses destacados en Torrejón trajeron consigo la cultura hip-hopera. Esta saltó los muros de la base y comenzaron a producirse fenómenos extraños en la capital. En la zona de Azca, por ejemplo, aparecieron las primeras muestras de Break dance. Chavales se congregaban allí con radiocasetes al hombro y antes de que la gente supiera a qué venían y por qué iban vestidos de mamarrachos, esos derviches invertidos y con acné estaban girando sobre sus cabezas como peonzas. Surgieron también entonces las primeras pintadas, firmas que brotaban en la piel de la ciudad de la noche a la mañana como un sarpullido. Los madrileños miraban aquello sin saber a cuanto de qué pintarrajeaban los vagones, los puentes o los bancos, como si de algún modo se los apropiaran al rociarlos con sus aerosoles.
En esas salieron los primeros discos. Eran recopilatorios que agavillaban las canciones de los grupos pioneros; grupos valientes como pocos, necesarios sin duda y malos como la carne de perro. El temazo de la primera ola fue “¡Hey, pijo!”, donde MC Randy alcanzaba cotas (“Mira, niño pera,/ vete de mi vera/ porque me he dado cuenta/ de que eres un hortera”) que después no fueron difíciles de superar. El listón quedó, por así decirlo, en pompa y agarrado al cabecero de la cama.
Y pasó de moda
El género asomaba, pero volvió a hundirse en el 92. Pasó de moda, y eso hizo que entrara en una fase de crecimiento subterráneo que le sentó mejor que la mili. En torno a aquel cadáver empezaron a bullir larvas que engordaban con tonalidades más oscuras, más ásperas y con ese mal sabor de boca que deja la carroña. La cosa fue cristalizando en maquetas realizadas a veces con un micro y una minicadena. Y por más chapuceras que resultaran, aquellas cintas contenían voces con un nervio cada vez más tenso y vibrante. Bajo la precariedad y el ruido, se sucedían estrofas que abandonaban, deslumbradas en un primer momento, la caverna del pareado.
La resurrección se hizo notar con el disco Madrid, Zona Bruta (1994) del Club de los Poetas Violentos. Y acto seguido se consolidó con la “mente pachucha de amor” de Mucho Muchacho, “su bolsa de rama” y su estilo salido de ninguna parte, asqueado, flaco, encorvado, navajero; o con la ingeniería y la laringe arrastrada y sevillana de SFDK y esa cara de “llevar dentro algún pensamiento nauseabundo”; o con Tote y Shotta y la evidencia tan sabida como callada de que Tu madre es una foca.
Discos, temas que escuchaba con devoción y cuyas letras aún puedo recitar de punta a cabo. Y eso que no me pegaba. El rap es una planta que crece bajo los semáforos y yo vivía en un pueblo acechado por el campo en el que una vez pusieron un semáforo, pero la gente se hacía un lío y lo tuvieron que quitar. Además, aunque el rap en nuestro país nunca estuvo ligado al rollo gangsta –no se da aquí el negro con el codo fuera del coche, pistola al cinto y mirada depredadora–, sí lo está de manera innegociable a la clase más humilde. Entonces, ¿qué hacía un chaval de clase media, en un pueblo, ejerciendo de Drako camino del colegio de las Hermanas Franciscanas? Posiblemente el tonto, o el toyaco por decirlo en la jerga. Pero bueno, la adolescencia es eso, ¿no?, una especie de Erasmus de la vida, un permiso pagado para darse una vuelta por lo que uno no es.
Si lo pienso, la culpa de mi salida de madre la tuvo Javier Ibarra, es decir, Jodeculos Ibarra, también conocido como Javat o Kaos o, así retumba el público en sus conciertos, Kase. O; para el mundo del rap, el que había de venir. No sabría decir si llegué por él, pero tengo claro que por él me quedé. Recuerdo la conmoción que me produjo la primera vez que una de sus estrofas subió por el cable de mis auriculares. Me habían pasado el disco Genios. Por la noche lo introduje en el discman, me subí a la litera y cuando tras un carraspeo sonó “que no me tiembla la mano si tengo que empuñar un micro”, bajé de la cama de un salto, salí del cuarto y me puse a dar vueltas por el pasillo. Comprendí que mi vida había cambiado para siempre. Y quien dice siempre dice un año y pico.
Kase, el rey del rap en español
El rap es competición. El problema en nuestro país es que, salvo que uno no sepa dónde tiene la cara, el cetro corresponde a Kase. O desde hace años. Ya lo rondaba con 15 añitos cuando se desollaba frente al micro hablando de mojar bragas y de cogorzas en el barrio la Jota. Fue suyo con Violadores del Verso y ese rap ególatra donde no había mensaje porque “el mensaje soy yo”. Y ahora, a sus 41 años, más guasón, herido y metafísico, sigue siendo la desesperación de todos los demás. Javier Ibarra lleva casi tres décadas estrangulando al cisne, y al cisne le encanta. Nadie como él ha librado al rap de esa monotonía que parece venirle de fábrica. Nadie como él ha moldeado el lenguaje ni cometido con el ritmo pecados tan acrobáticos, tan libertinos y deliciosos. Nadie ha llegado tan lejos.
Y aunque mi admiración de antaño ha ido enfriándose, todavía sigo con interés sus últimos temas. Y ese sería todo el rap de mi vida actual de no ser por el jaleo de Pablo Hasél. Picó mi curiosidad que sacrificaran contenedores en honor a un rapero; también que fuera por un caso de libertad de expresión, de la que, a mi parecer, más vale que sobre que no que falte. Además hay algo admirable en que alguien mantenga su posición incluso con la cárcel asomando la patita. Y si acaba preso por decir tonterías, será un tonto, pero un tonto admirable. Así que escribí su nombre en el buscador y cliqué en un vídeo en el que dejaba caer una lluvia de pétalos sobre los Borbones. Luego cliqué en otro vídeo y luego en otro y así hasta hacerme una idea.
En el rap, he de decir, no es raro encontrar alguna reivindicación social. El mismo Kase. O cuenta con varios eructos políticos y, a luz de sus letras, no puede decirse que sea un monárquico de corazón; de hecho ni él ni ningún otro rapero que yo conozca. Nada nuevo por tanto. Ahora bien, para ser un artista y no un predicador con música de fondo hace falta algo de lo que Hasél carece: al menos un tema guapo.