Para escribir este artículo no he vuelto a releer Retorno a Brideshead (1945) de Evelyn Waugh (1903-1966) ni tampoco he revisitado la espléndida serie de televisión (Granada Television, 1981). No me hace falta. «He estado antes ahí; lo sé todo sobre ella». Escribo de memoria. Más exactamente de un golpe de memoria, que es algo, como saben los lectores de esta novela espléndida, algo consustancial a su técnica narrativa y a su indagación espiritual. De pronto, tras más de treinta años revisitándola, creo haber encontrado su tema secreto y, por tanto, la razón de su misterioso y permanente atractivo.
Lo diré enseguida: la espléndida historia de una familia aristocrática –los Flyte– y sus amigos suntuosos es, fundamentalmente, una profunda reflexión acerca de la… pobreza. Por supuesto, hay varias historias de amor y, sobre todo, de desamor entrelazadas, hay lujo, hay arte, hay fe, hay amistad, hay muerte y hay, como avisa Waugh, gracia… Pero todos los personajes se encaminan, inexorablemente, casi guiados por un fatum clásico, no tanto al fracaso… como a la pobreza. A la pobreza, finalmente, aceptada casi como una culminación (por eso no hay fracaso).
Una contagiosa delectación de la belleza
Lord Sebastian, expresamente. En su destino final ya ni los monjes que lo auxilian conocen con precisión su prestigioso pedigrí, salvo aproximativamente; pero es un santo. Cordelia vive desprendida de todo, y ella –la más pura– es la que entona el canto por la desacralización de la capilla de Brideshead (Quomodo sedet sola civitas) y la que funge de testigo de la venta de la casa de Londres. Rex Motram no triunfa ni siquiera en el gran mundo, pobre, para el que al menos parecía haber nacido. Bridie pierde el maestrazgo y tiene un matrimonio gris y sin descendencia. Julia entierra a su única hija, renuncia a su gran amor, abandona su casa y sirve, durante la guerra, en Tierra Santa.
Charles Ryder, el protagonista, lo va perdiendo todo: a su gran amigo, su primer matrimonio, sus hijos, su pasión por la pintura (reconoce que tenía más éxito que mérito, ahí es nada), su gran amor, su última ilusión por el ejército… También lo que no tuvo: se le escapa Brideshead, cuya propiedad, mediante el posible matrimonio con Julia y la herencia sobrevenida, acarició con las yemas de los dedos. Él lo confiesa casi penitencialmente: «Y había también -ahora puedo confesarlo- otra pequeña victoria inexpresada, inexpresable, indecente, que yo celebré furtivamente. Conjeturé que el incidente de aquella mañana habría alejado considerablemente a Brideshead de su legítima herencia». Como demuestra el título de la obra, la espléndida casa –su posesión– no es un tema menor en la trama.
La delectación en la belleza y en el lujo de Retorno a Brideshead, tan constante y contagiosa, no es sino uno de los más hermosos ubi sunt que hemos leído desde las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique: «¿Qué se hizieron las damas,/ sus tocados e vestidos,/ sus olores?/ ¿Qué se hizieron las llamas/ de los fuegos encendidos/ d’amadores?/ ¿Qué se hizo aquel trovar,/ las músicas acordadas/ que tañían?/ ¿Qué se hizo aquel dançar,/ aquellas ropas chapadas/ que traían?». Sin conocer y disfrutar la hermosura y la suntuosidad que se abandonan, la pobreza no tiene mérito moral. Los entusiastas de la pobretería están en su legítimo derecho de entusiasmarse con la escasez y despreciar la belleza y la posesión, pero entonces no renuncian a gran cosa. Lo clava sentenciosamente Nicolás Gómez Dávila cuando dice que sólo tiene valor moral la riqueza involuntaria o la pobreza voluntaria. Voluntariamente, aunque con gran esfuerzo, los personajes de la novela de Evelyn Waugh van dejándose todo atrás; y no, en absoluto, porque no lo valoren, sino porque hay cosas incluso más valiosas.
En la primera parte, de hecho, Charles Ryder recibe la lección del aprecio intenso de todo aquello que luego tendrá que abandonar. «Oh, Charles, cuánto te queda por aprender», le reconviene lord Sebastian cuando se entera de que lleva todo un trimestre en Oxford y que aún no ha visitado el jardín botánico. Cuando Ryder pregunta la antigüedad o el estilo de la fuente de Brideshead, recibe otra amable reprimenda: «Oh, Charles, no seas tan turista. ¿Qué importa cuándo se hizo, si es bonita?». Se le enseña a disfrutar del vino. Evelyn Waugh despliega una sinuosa via pulchritudinis en la que cada belleza superior se alcanza tras la dolorosa renuncia a la belleza inmediatamente inferior y profundamente amada («the forerunner»). Inesperadamente, recuerdo también a la belleza cisterciense tal y como describe su descubrimiento Jiménez Lozano: renunciando por Cristo a la belleza del mundo daban con otras más puras bellezas para el mundo.
La superioridad de Evelyn Waugh
La renuncia incluye la del bienestar. Siempre me entusiasmó el monólogo del joven lord Sebastian en que desvincula la fe de la felicidad. Nos vacuna contra el argumento apologético de la utilidad psicológica, que siempre me ha parecido bastante errado y utilitarista. Léase lo que le cuenta al agnóstico Charles Ryder, que se pensaba, ingenuo, que la fe era un placebo: «Ya ves que en el terreno religioso somos una familia variopinta. Brideshead y Cordelia son fervientes católicos […]; Julia y yo somos medio paganos. Yo soy feliz, pero sospecho que Julia no lo es. La opinión generalizada sobre mamá es que es una santa, y papá está excomulgado… Yo no tengo la menor idea de cuál de ellos es feliz. De todas formas, desde todo punto de vista, la felicidad no parece tener mucho que ver con este asunto…».
Lady Marchmain revela explícitamente el papel axial de la pobreza. Lo hace en una pequeña charlita con Charles Ryder; y al joven, deslumbrado por la magnificencia de Brideshead, le choca mucho. Lady Marchmain explica que ser rico es durísimo, y que su niñez «relativamente pobre» fue infinitamente más fácil. Ryder entonces no la entiende.
Como cuando leen en voz alta en una jornada inolvidable la cita esencial del libro: «El padre Brown dijo algo así como “le cogí (al ladrón) con un anzuelo y una caña invisibles, lo bastante largos como para dejarle caminar hasta el fin del mundo y hacerle regresar con un tirón del hilo”». En esa parábola chestertoniana hay sumergida una imagen de dureza y dolor (morder el anzuelo) y de abandono del medio natural de uno (sacar el pez). Quien avisa, aunque sea entrelíneas o con un juego de espejos o con un eco, no es traidor.
Esto explica la enorme superioridad artística de Retorno a Brideshead sobre Downton Abbey, que ya apunté en otra ocasión. Downton Abbey se regodea en el amor y en el lujo, que es no haberlos entendido en absoluto. Waugh los supera. Dante hizo lo mismo: el amor cortés estaba bien, siempre que fuese –la dona angelicata– el anuncio del amor que mueve el sol y las estrellas. Y con Adriano V, en el purgatorio de los avariciosos, también tocó Dante un tema esencial de Brideshead Revisited. El papa Adriano había sido toda su vida un ambicioso y un materialista, pero, al alcanzar la cumbre del mundo, esto es, todos los honores y riquezas imaginables, se dio cuenta de que su corazón seguía vacío y se volvió al Único que podía llenarlo. Fue por los pelos, pero a tiempo. Es lo que le sucede a Charles Ryder ante la luz sola y temblorosa que arde ante el tabernáculo en las páginas finales de la novela.
Estamos ante uno de los finales más sorpresivos y hasta milagrosos. Como el de Casablanca, donde la renuncia al amor de su vida se convierte en un motivo de alegría del alma. O como el de Cartas del diablo a su sobrino, que consigue que veamos la muerte del protagonista, joven, prometedor y enamorado, como el mejor final feliz. Cuando el segundo al mando, le dice a Charles Ryder: «Hoy pareces mucho más contento que de costumbre», nos lo dice también a nosotros, que, contra todo pronóstico, cerramos la novela felices y enriquecidos.