El Camino de Santiago es, tomando prestada la metáfora de Josep Plá, más viejo que el andar a pie. Desde que descubrieran en Galicia los restos del Apóstol, millones de personas hemos peregrinado a Compostela para abrazar a Santiago y perfumar en su Catedral nuestros malos olores −que son sencillamente alegoría de nuestra alma− con el incienso del Botafumeiro. Si la peregrinación a Santiago vertebra el camino de la Cristiandad y la Vía Francígena, de la que ya hemos hablado aquí, vertebra la unidad de Europa (atravesando el continente desde las islas británicas hasta Roma), hoy descubrimos una ruta peninsular nada conocida, que enlaza mediante raíles la unidad de la Península.
Un recorrido con historia
Pero vayamos al inicio de este camino. Fue en 1883 cuando Ricardo Pinto da Costa y Henry Burnay comenzaron a construir esta peculiar ruta en el oeste de España. No fue concebida entonces como vía de senderismo sino como enclave comercial para unir España con Portugal. En agosto de aquel año, decía, comenzó la construcción de lo que hoy conocemos como Camino de Hierro gracias a la Compañía del Ferrocarril de Salamanca a la frontera. La idea era la de unir Salamanca con Oporto y en esta empresa participaron tanto portugueses como salmantinos.
Lo consiguieron en tan sólo cuatro años, puesto que el 8 de diciembre de 1887 esta vía férrea fue inaugurada. Unió entonces, a través de la estación de La Fregeneda (en Salamanca) dos puntos peninsulares: la Fuente de San Esteban (en España) con Barca de Alba (en Portugal), en un trayecto de 77 kilómetros que atravesaba la frontera. Sin embargo, aunque la ruta fue explotada por Burnay y Pinto da Costa, poco tardó en caer en desuso por su escasa rentabilidad. Mediante explotaciones de dinamita y construcciones manuales, decenas de kilómetros de raíles de tren quedaron construidos… y abandonados.
Hasta que a principios de siglo el Ministerio de Educación y Cultura declaró a esta línea férrea Bien de Interés Cultural, con el objetivo de reconvertir la otrora vía férrea en una nueva ruta de senderismo. Acertaron en el Ministerio de Cultura y los datos de visitantes lo refrendan. Este sendero, pese a ser desconocido por propios y ajenos, recibe cientos de caminantes cada día, gracias a su buen estado de conservación, a su peculiaridad y al marco incomparable que lo rodea. Paralelo al cauce del río Águeda (que más tarde desemboca en el río Duero), el Camino de Hierro transcurre entre los paisajes medioambientales del Parque Natural de Arribes del Duero, logrando una vía única e incomparable en la Península Ibérica.
Un camino entre las alturas y las sombras
No es la distancia, sin embargo, aquello que da fama al recorrido. Tampoco su vertiginosa dificultad, que permite la visita de jóvenes y adultos no necesariamente duchos en el mundo del senderismo. Tampoco es la masificación de sus vías la que atrae a tanta gente (la visita, regulada por la Diputación de Salamanca, está limitada a 300 caminantes al día). De todas las características peculiares de este Camino de Hierro destacan sus contrastes. Esta vía férrea peninsular permite al público recorrer tan sólo 17 kilómetros, que apenas se completan en seis horas. Pero esos pocos kilómetros están revestidos, nada más y nada menos, de 20 túneles y 10 puentes. Túneles opacos y puentes de vértigo.
El Camino de Hierro, por tanto, entremezcla el espectacular entorno natural del Duero con la magnificencia de la ingeniería civil más representativa del siglo XIX. No se anda entre vacas gallegas ni entre senderos de la Toscana. En esta ruta férrea los caminantes recorren desfiladeros impresionantes, puentes suspendidos sobre las alturas y túneles tallados en roca viva. Precisamente sus túneles añaden novedad al senderismo: más de 4 kilómetros de la ruta son de oscuridad total, y en todos ellos el público debe caminar con linterna. Se calcula de hecho que el túnel 3, entre todos los pasadizos subterráneos de esta vía, se encuentra habitado por más de 10.000 murciélagos. En definitiva, esa presencia, entre tantas otras, hace que este Camino de Hierro forje al caminante por las mismas vías que siglos atrás fueron forjados los lazos entre los dos países de la Península.