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A pesar del abuso generalizado, en muy pocas ocasiones resulta aceptable el uso de sintagmas como «histórico» o «fin de una era» para calificar según qué hechos. Insisto: en muy pocas. La retirada de Tom Brady es uno de esos escasos acontecimientos sobre los que no se exagera ni se miente si se recurre a tan manidos adjetivos. Porque bien cuentan como era los 22 años en la élite del deportista que mejor ha jugado al fútbol americano desde que en la década de 1880 Walter Camp institucionalizara lo que nació como una escisión del rugby.

No es hipérbole el tópico ante el único futbolista —del fútbol de aquí— que ha ganado siete campeonatos (seis con los New England Patriots y uno con los Tampa Bay Buccaneers), más que cualquier otro jugador o equipo de la NFL, o que en 20 temporadas efectivas (en la primera prácticamente no jugó y se perdió otra por lesión) ha disputado 10 Super Bowls, saliendo de cinco de ellas como mejor jugador. Quarterback se nace (estatura, envergadura y sonrisa). El mejor jugador de la historia de un deporte necesariamente se hace.

Si lo que entendemos por sueño americano es una vida de constancia, dedicación, confianza y sagacidad entrelazadas en un ambiente de igualdad de oportunidades —de oportunidades, en fin, aprovechadas—en el que prosperar en familia, la existencia de Tom Brady es el más americano de los sueños. El fútbol, además de ser el deporte más visto en televisión en los Estados Unidos, replica mejor que ningún otro algunos de los rasgo comunes para buena parte de la nación, con especial importancia en el ámbito laboral: la búsqueda de la especialización absoluta (Tom Brady toca el balón en cada jugada, mientras que, por ejemplo, nuestro compatriota Alejandro Villanueva, offensive tackle de los Baltimore Ravens, puede pasarse una temporada entera sin que el oval caiga en sus manos, jugando los mismos minutos), el diseño milimétrico de los planes o la medición exacta de los riesgos. En ese día a día de competitividad y exigencia absolutas en el que se cruzan el deporte del más alto nivel y la idiosincrasia profesional estadounidense será muy difícil encontrar a alguien que sobresalga siquiera unos pocos años como Brady ha hecho durante más de dos décadas.

De sus primeros pasos…

Nuestro protagonista nació en San Mateo, California, en el seno de una familia católica de origen irlandés, el 3 de agosto de 1977. Por verlo con perspectiva, es coetáneo de Raúl González. Dos décadas después, cuando el 7 del Madrid ya era el futbolista más admirado de España, Brady se trasladó de las cercanías del Valle de Napa a las orillas de los Grandes Lagos para enrolarse en la Universidad de Míchigan. Allí llevó a su equipo a hacerse con la Orange Bowl de 1999, justo antes de graduarse.

El final de sus años universitarios llegó en un momento triunfal en lo deportivo. Ser quarterback de un equipo ganador en la NCAA habría de haberle bastado para asegurarse una llegada con honores a la NFL. En cambio, los periodistas deportivos —los expertos— supusieron un obstáculo inesperado en su transitar del deporte universitario al profesional. En el draft, Brady fue elegido por los New England Patriots en la posición 199. Todas las franquicias declinaron su contratación en varias ocasiones. También los San Francisco 49ers, su equipo desde niño.

El estreno en la liga distó mucho de ser el deseado. Es cierto que el sueño americano conlleva superación de adversidades, sí, pero además de no recalar en los 49ers, llegó a los Patriots con el rol de cuarto jugador en su posición. De repente, después de unos años gloriosos en Míchigan, las opciones de tener minutos en la NFL fueron mínimas.

La situación, en cambio, no se alargó demasiado. Apenas una temporada después, entre traspasos y lesiones, Brady se encontró liderando a los New England Patriots, y el resto es historia: en sus primeros años en la franquicia del noreste de los Estados Unidos, inédita hasta entonces, la llevó a hacerse con las Super Bowls de 2001, 2003 y 2004. Ningún quarterback había ganado tres ligas a su edad.

…a sus últimos pases

Se dice que con 27 años un deportista de élite empieza a transitar la etapa más prolífica de su carrera. Ésa en la que el físico y la experiencia se combinan e interactúan en igualdad de condiciones. Es así para la mayoría. No para Tom Brady. Aunque disputó las Super Bowls de 2007 y 2011, la cima de su madurez y de su juego se extendió desde 2014 hasta hace apenas unos días. Entre los 37 y los 44 años. Ocho temporadas en las que siempre entró en los playoffs y disputó otras cinco finales, de las que conquistó cuatro. Una de ellas, la última, con los Tampa Bay Buccaneers, después de un cambio de aires por motivos más familiares que deportivos.

Es precisamente ése el orden entre las razones que le han llevado a poner fin a su carrera. La suya no es una jubilación obligada por la edad, tampoco porque sus condiciones se hayan visto especialmente resentidas. Más que una cuestión puramente atlética, «es una mezcla física, mental y emocional que me hace llegar al máximo. Y lo he intentado durante 22 años, sin atajos en el campo o en la vida».

En tiempos en los que se muestra cada día más fuerte la tentación de acumular contratos de patrocinio y de utilizar una posición profesional privilegiada para la propaganda, el mejor jugador de la historia se retira sin dejar de serlo, para cuidar lo principal del más americano de los sueños.