Uno de los debates académicos más encendidos desde hace varios años es el relativo a eso que se llama transhumanismo. Depende de a quién se escuche, uno podrá llevarse una impresión extraña, porque creerá que le están hablando de la fábrica de donde salían los terminators con facciones clónicas de Arnold Schwarzenegger.
Por ese motivo, al gran público —lo que incluye a personas con amplia formación— le sigue resultando una cuestión demasiado futurista. Sin embargo, el postulado básico del transhumanismo —dicho de una manera rápida— consiste en asumir que la naturaleza humana no existe, o, en todo caso, es substancial y cualitativamente maleable. Dicho de otro modo, la voluntad es lo que define a lo humano. Parafraseando a Sartre, no hay una esencia que limite la libertad. Esto, aunque todavía tiene tufillo filosófico, sí que suena más cercano, ya no es un cuento de máquinas con esqueleto de acero y carne que lo recubre. Porque, si un hombre puede convertirse en mujer, una mujer en hombre, una persona “cis” o “binaria” en una persona “no normativa”…, ¿qué nos impide convertirnos en cyborg? ¿Por qué no podemos volcar nuestra mente en un pendrive, o vivir como las cabezas parlantes de Futurama?
En la actualidad, existe la opinión extendida —tanto la publicada como la más general— de que los métodos y pretensiones del transhumanismo son aceptables. Por ejemplo, Sarwant Singh arguye que, a fin de cuentas, se trata de «mejorar nuestros cuerpos, nuestra mente y nuestro comportamiento» (Forbes, 20/12/2017). Aunque ello suponga «un cambio en el paradigma antropocéntrico defendido por el humanismo» e implique «crear una nueva especie más evolucionada que la del Homo sapiens: el Homo excelsior», como advierte Fernando Llano (Deusto Journal of Human Rights, diciembre 2019). De hecho, uno de los autores más conocidos y exitosos que vaticina la superación de la condición humana es Yuval Noah Harari. Los títulos y contenidos de sus libros ofrecen una visión denodadamente materialista y fatalista; hasta tal punto, que da por seguro el pronto advenimiento del nuevo hombre y la desaparición del sapiens. Y no sólo se trata de un autor popular, sino muy influyente: los directivos de las grandes empresas y los principales políticos suelen contar en entrevistas que leen a Harari. Antes de la pandemia, a Pablo Casado le gustaba fotografiarse calzando New Balance y haciendo como que leía a este ensayista israelí.
Para comprender mejor el contexto en que se mueven estos autores tan sesudos, y para volver a pisar la calle, conviene repasar dos películas que abordan este tema: Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017). El ambiente en que ambas ficciones se hacen posibles es la distopía, lo que incluye la práctica extinción de los aspectos históricos del ser humano, como la familia, la cultura o la religión. Sin embargo, entre ambas películas hay un sutil cambio de tono. La segunda asume, de manera mucho menos trágica, la implantación del transhumanismo. Hay un derrotismo exento de crítica. El fatalismo resulta menos amargo, porque los hechos consumados ya no se discuten, como podrán colegir muchos lectores de Harari. La trama protagonizada por Ryan Gosling resulta mucho más humana. Mejor dicho: la humanidad de su personaje se entiende que apenas o nada difiere de la nuestra. Matices. El cyborg es humano. Se cumple el lema primigenio de la Tyrell Corporation. Su novia virtual se comporta, sobre todo al final, con un cariño conmovedor. ¿Es real? ¿Importa que sea real? ¿Qué es real?
Quizá sea este personaje encarnado por Ana de Armas el punto al que más relevancia debamos atender, para comprender dónde se halla, desde hace años, la gran compuerta de acceso del transhumanismo. Por dónde ha entrado su Caballo de Troya que está implantando cada vez hechos más consumados. Realidad alternativa que suplanta a la tradicional. No se trata sólo de que paguemos nuestras compras con el teléfono móvil, ya no manejemos la cartilla del banco, o realicemos online casi todas o todas las gestiones, empezando por las relativas a la Administración pública. Ni siquiera se trata de que ya no sepamos manejarnos con un mapa y conduzcamos guiados por el GPS. O de que hayamos perdido el hábito de lectura concentrada, y la consulta paciente de libros. Pensemos por un momento cuántas horas dedicamos a vivir online: mensajes de voz o texto que suplantan la comunicación personal; niños que desertan de su natural imaginación porque prefieren jugar en una pantalla o ver a youtubers; personajes que nos creamos y nos creemos en nuestra existencia virtual en las redes sociales. Observemos cuántas chicas y chicos, y adultos, han convertido el teléfono móvil en el epicentro de su alma; no paran de posar ante él, como si fuese Dios —«el Lector absoluto de nuestras esperanzas», en palabras de Armando Pego Puigbó.
Para entender cuál es el grado actual de desarrollo transhumano en nuestras vidas, hemos de responder a estas preguntas. No nos referimos a las adicciones que las nuevas tecnologías generan, en un nivel comparable al alcohol, el tabaco o los juegos de azar. De lo que hablamos es de haber abandonado el cuerpo, para instalarnos en los dispositivos electrónicos. Hasta tal punto, que el modelo existencial es el virtual. Por ejemplo, cuenta la periodista Gema García Marcos que numerosos cirujanos y médicos estéticos reportan una oleada de «chicas muy jóvenes, entre 14 y 25 años, que quieren transformar por completo sus rostros para conseguir ser como sus filtros de snapchat favoritos» (El Mundo, 03/03/2021). A fin de cuentas, se trata de una consecuencia obvia derivada de un modelo que desdeña el propio cuerpo físico —que se convierte en un artilugio desmontable con rasgos versátiles, como la estatura, el tipo de ojos, el color del cabello o de la piel, e incluso el sexo—, pues desdeña la propia naturaleza, el mundo tangible, todos los sentidos, excepto la vista y el oído, aunque, eso sí, sólo para percibir lo que emitan los dispositivos electrónicos. Interesa más una imagen bien retocada en Photoshop que contemplar con los propios ojos un paisaje nocturno, sin tomar ninguna fotografía. La realidad se está convirtiendo un accesorio de lo virtual. Y en lo virtual, como decían Andy y Larry Wachowski —o como quieran hacerse llamar ahora—, no hay reglas de verdad. Sólo voluntad. Por eso Neo podía volar en Matrix y esquivar balas.
A grandes rasgos, esta sería la tesis que postula Robert Redeker, cuando afirma en Centinelas de la humanidad (París, 2019; Madrid, 2020) que la continuada narrativa que muestra la «hipertelevisión» —la suma indistinguible de los contenidos de la televisión y los canales y redes de Internet y teléfonos móviles— ha sustituido a la escuela y a la Iglesia. Según Redeker, esta proliferación de pantallas que supone la «hipertelevisión» es una «metástasis» que «no mata a la televisión, sino que lleva su poder patógeno al absoluto». Dicho de otra forma, la «hipertelevisión» es un modo de sumergirnos veinticuatro horas diarias en el mundo virtual, exiliándonos de la realidad. Redeker lo plantea de una manera explícita y repetida: «Al igual que los prisioneros de la cueva de Platón … el hombre contemporáneo no ve más allá de la pantalla». Por eso, asegura —y esta es, en sí misma, la aparición del cyborg en nosotros, en nuestro día a día— que los humanos son quienes se convierten en gadgets, en prótesis de los artilugios electrónicos y no al revés; «Todos los hombres y mujeres del planeta podrían admitirlo: mi smartphone no es una de mis prótesis, yo soy una prótesis de mi smartphone. Formo un duplo dispositivo–hombre con él». Y ¿por qué, según este filósofo francés, adviene el cyborg, el transhumano? Porque la cultura actual ha desterrado a los héroes y a los santos; es decir, a los ejemplos prácticos y tangibles —no teóricos— que sacan al ser humano de su entumecimiento, de su inercia hacia la bestialidad. Antes, bestialidad animal, ahora bestialidad tecnológica.