Es una osadía afirmar que El viento se levanta (2013) es la obra cumbre de Hayao Miyazaki (Tokio, 5 de enero de 1941), cuya filmografía es una cordillera. Mientras estoy viendo Mi vecino Totoro o Ponyo y el Acantilado o El castillo ambulante o Porco Rosso, oh, podría perfectamente cambiar de opinión. Sin embargo, aquí hemos venido a sincerarnos, y en El viento se levanta se unen varios de los temas más importantes de Miyazaki (la aviación, el anti belicismo, la belleza de la naturaleza, el vértigo de la acción, los sueños…) con muchos de los asuntos más míos (la vocación, la caballerosidad, el amor conyugal, la poesía, el patriotismo…). La suma me da diez.
El secreto de la película está exactamente en esa suma. La emoción subyacente consiste en ver cómo se imbrican todos esos hilos y se trenzan para hacer al final un cabo irrompible. Y eso que se rompen muchas cosas y al cabo se le somete a presiones intensísimas, que lo despeluchan un tanto, pero son nuestros pelos de punta.
El primero. El niño Jiro Horikoshi sueña con volar, aunque su miopía espesa no se lo va a permitir. Se sobrepone gracias a otro sueño. Construirá aviones. Habrá otras melodías en la cinta, pero ésta marca su ritmo sincopado entre batacazos o fracasos de Jiro y vueltas a levantarse. Él no ceja jamás en la percusión.
Vocación caballeresca
Ese coraje no es ambición, porque se vuelca en ayudar a los otros. Siendo un niño gafotas, no hesita en defender a un pequeño que está siendo abusado por tres o cuatro niños más grandes (que ambos), aunque en la lucha se gana (como medallas) algunos buenos moratones. De camino a la universidad, también asiste a unas doncellas. A una chica y a su doncella, precisamente, cuando en el tren les sorprende un gran terremoto. De joven ingeniero, es generoso incluso con sus diseños y descubrimientos, que regala a sus colegas.
Conocer de niña a su mujer me interpela personalmente, porque a mí me pasó igual (aunque sin terremoto), pero tiene también una lectura simbólica que rima en consonante con el mensaje de la película: el tiempo es un colaborador indispensable en la realización de los sueños y en el desenvolvimiento de la propia vocación. El tiempo y el azar, por darle un nombre neutral.
Esta historia de amor se funde con la poesía de la ingeniería, con la aventura del estudio, con la épica del trabajo en equipo y con el himno de la amistad. No es de extrañar que el estribillo de la cinta, que da título a la película, sean dos versos de Paul Valèry: «Le vent se lève!…/ Il faut tenter de vivre!». En ellos se compendia todo, si uno se fija: el despegue, la poesía, el canto esforzado a la levedad de vivir… Supongo que en las escuelas de ingeniería de toda España se pondrá esta película para mostrar a los alumnos la belleza implícita en su oficio de exactitudes. Un tornillo puede ser hermoso y emocionante. En mi ciclo medio de formación profesional para montadores aeronáuticos la pongo todos los años con gran éxito entre mis deslumbrados alumnos. Cuando el ingeniero Giovanni Battista Caproni, conde de Taliedo, le dice a Jiro que tenemos sólo diez años de verdadera creatividad al máximo nivel, y que hay que aprovecharlos, toda la clase —incluyéndome a mí— se inquieta y se pone a mirar el reloj y a apuntar firmes propósitos.
Vida, amor y guerra
La historia se alarga y complica. Algún crítico (Boyero) ha afeado esa extensión, pero yo me atrevería a sugerir que es bueno que se palpe la constancia del personaje, sus desvelos incesantes y la complejidad humana de las situaciones. La emoción se superpone, porque nace de dos autenticidades sobrepuestas. La primera es el substrato autobiográfico del guión. El padre de Hayao fue ingeniero aeronáutico y fabricante de piezas de avión, de modo que el cineasta conoce de primera mano (o propia sangre) de lo que habla. El mundo de la aviación tiene para él, por razones genealógicas, un aire tradicional que contrasta y a la vez combina con su modernidad. Su madre sufrió tuberculosis. Y su carrera cinematográfica también conllevó inconvenientes e innovaciones sostenidas con tesón.
La segunda autenticidad es más peliaguda. El viento se levanta no se esconde de ningún temporal: la enfermedad, la guerra, el fracaso, las sombras del patriotismo, sus virtudes, la alianza japonesa con los nazis, la presencia de la muerte, las extremas exigencias familiares y conyugales que implica cualquier vocación, todo, todo eso está tratado en esta bella película sin el más mínimo embellecimiento. El problema moral de una vocación pura por la aviación que sirve a los intereses militaristas de un Estado desbocado se expone en toda su crudeza. Si a alguien todavía le queda un atisbo de prejuicio de que el cine de dibujos es para niños, El viento se levanta se lo llevará volando (siendo, encima, una cinta limpísima que puede verse con niños).
Cuando Alberto Fijo usa el adjetivo «homérico» para calificar el resultado, el fino crítico cinematográfico no lo hace a humo de pajas. Claro que resuenan ecos irlandeses de John Ford, que no incomodan a Miyazaki por lo que El viento se levanta tiene de amor al paisaje natal y a los rudos trabajos de la hombría de bien, pero Fijo se refiere al aedo. La mezcla de belleza y guerra, de sueño y realismo, de amor y muerte, de gracia y desgracia resulta, en efecto, homérica.
A pesar de todos los pesares, el mensaje final es profundamente vitalista. Hay un sentimiento que atraviesa la película de arriba abajo: el agradecimiento. Los protagonistas se pasan las dos horas largas que dura la película dándose las gracias unos a otros. Porque hay que intentar vivir, se nos dice. Y la vida sólo se aprecia verdaderamente en tanto en cuanto se agradece. Miyazaki nos da un motivo más —de peso y al vuelo— para hacerlo.