Hace siglo y medio España ardía entre el caos más absoluto. Tras la renuncia al trono de Amadeo de Saboya, en febrero de 1873, se había sucedido la proclamación de la I República, en la que iban dimitiendo los presidentes a la vez que los republicanos se dividían en unionistas y federalistas. Estos últimos, por su lado, iban rebelándose formando cantones independientes que retaban al gobierno de Madrid.
El 13 de julio se subleva Cartagena, aunque ya antes se habían producido revueltas y hechos violentos, y la insurrección se extiende por todo el Levante y Andalucía, convirtiéndose en cantones ciudades del tamaño de Málaga, Murcia, Alicante, Cádiz, Sevilla, Granada o Castellón y alcanzando el estallido incluso a municipios castellanos y extremeños. Mientras, por si fuese poco el desorden, los carlistas presentaban batalla en los territorios vascos, Navarra y Cataluña y en Cuba, última perla del Imperio, seguía la Guerra de los Diez años, comenzada en 1868 por Manuel Céspedes y su Grito de Yara. Tres guerras civiles simultáneas.
El Virginius
Precisamente al otro lado del Atlántico, en el mar Caribe, el vapor Virginius hacía expediciones hasta Cuba con armas y pertrechos para los sublevados. A principios de octubre de 1873, el barco se encontraba en el puerto de Kingston, en Jamaica, preparando una tercera expedición a la isla que pretendía transportar a una fuerza expedicionaria del llamado Ejército de Liberación. Entre la tropa destacaban dos generales y varios coroneles.
El día 31 de octubre avistaron aguas cubanas, pero antes de desembarcar se toparon con un buque de guerra español, el Tornado, que se aproximó a una milla de distancia y disparó cinco cañonazos que fueron respondidos desde el buque atacado con gritos de “¡Viva Cuba libre!”.
El Virginius, incapaz de escapar del barco español, y sintiéndose su capitán a salvo al retornar a aguas jamaicanas (inglesas por tanto), se rinde amparándose en la bandera norteamericana. Oficiales y marineros de la armada española toman posesión del barco tras acercarse en dos botes.
El 1 de noviembre los barcos llegaron al puerto de Santiago de Cuba, siendo los ocupantes del Virginius desembarcados y encarcelados. El Comandante General de Santiago de Cuba, Juan Nepomuceno Burriel, constituyó el día 3 un Consejo de Guerra, ese mismo día entraron en capilla los tres primeros sentenciados a muerte, fusilados a la mañana siguiente en el campo de La Maloja.
El día 7 fueron fusilados treinta y siete miembros de la tripulación, casi todos norteamericanos e ingleses, incluyendo al capitán Fry, de Florida. El día ocho fueron fusilados otros doce cubanos, a la mañana siguiente se propuso fusilar a los restantes miembros de la expedición, con la excepción de cinco que tenían menos de dieciséis años.
Fue entonces cuando entró en el puerto la fragata inglesa Niobe cuyo capitán, Lambton Loraine, se presentó ante el Comandante General anunciando que protegería a los ciudadanos ingleses y también a los norteamericanos. La fragata entraría en acción si no se suspendían las ejecuciones. La intervención de Loraine salvó a los 81 tripulantes restantes del Virginius.
Casi un 98: la crisis que precedió al desastre
En España, mientras en Santiago de Cuba se suspendían las ejecuciones, el Presidente de la República Española, Emilio Castelar se esfuerza de forma desesperada en evitar la guerra con los Estados Unidos. Las notas diplomáticas se suceden con el embajador norteamericano, pero el Capitán General de Cuba pretende declarar la isla en estado de sitio y expedir patentes de corso para atacar los barcos americanos. Castelar ordena que no se ejecute a nadie sin orden expresa del Gobierno e intenta imponer a las autoridades militares cubanas un poder que en la península retan a diario cantonalistas y carlistas.
La posición del gobierno español era comprometida: el Virginius, a pesar de estar al servicio de los rebeldes cubanos, era un barco con bandera norteamericana. La captura por el cañonero Tornado era ilegal, pues había ocurrido en aguas inglesas y, en ese momento, no se habían encontrado armas o suministros que demostrasen la misión real del barco. Además, España no reconocía la beligerancia de los cubanos. El gobierno de los Estados Unidos, por su parte, exigía la devolución del barco y de los supervivientes, así como la realización de un acto de desagravio a la bandera americana en el puerto de Santiago. El vapor de guerra Kansas se acercaba a la isla por si tenía que entrar en acción.
El Capitán General, ante la orden del gobierno de devolver el barco, y ante el ánimo exaltado de muchos españoles de Cuba, dimite, pero el gobierno no acepta la dimisión sin que antes cumpliese con la orden. Castelar, con su verbo ágil y claro, no deja otra opción al militar.
“Urgentísimo. En España nadie comprende que ni en pensamiento se resistan a cumplir un compromiso internacional del gobierno, y no comprendo que quiera Cuba ser más española que España. Una guerra con los Estados Unidos sería una demencia verdadera, y aunque fuera popularísima la guerra, para eso están los gobiernos, para impedir la locura de los pueblos…”
El día 16 se entregó el barco a la armada norteamericana. Los supervivientes llegaron el día 18 a Nueva York a bordo de otro barco. El 27 de diciembre el Fiscal General de los Estados Unidos declaró que el barco era propiedad de los rebeldes cubanos, por lo que no tenía derecho a portar la bandera norteamericana. En febrero de 1875 se acordó que España debía pagar una indemnización de 80.000 dólares a los familiares de los fusilados de origen anglosajón.
En Cartagena
En la península, la insurrección cantonal iría perdiendo fuelle hasta la caída de Cartagena el 11 de enero de 1874. Cuando las tropas gubernamentales entraron en la ciudad hallaron dos cartas con fecha del 16 de diciembre de 1873. Se trataba de unas misivas escritas por Roque Barcia, uno de los líderes de la insurrección que actuaba como vicepresidente de la Junta de Salvación Pública y presidente de la Comisión de Relaciones Cantonales y Extranjeras. En ellas, Barcia intenta sacar provecho para su causa del incidente del Virginius.
En la primera carta, dirigida al embajador estadounidense, invocaba a Dios y a la civilización para pedir a la “gran República americana” autorización para enarbolar la bandera de las barras y las estrellas “como medio último de salvación”. La segunda carta estaba dirigida al Gobierno de Castelar. En ella amenazaba con izar la bandera estadounidense si se continuaba con el bombardeo de la ciudad y con pedir el ingreso del cantón de Cartagena en los Estados Unidos como Estado federado.