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Crónica de un viaje a la frontera de las dos Coreas

Un soldado surcoreano (izq.) y otro norcoreano a cada lado de la frontera vistos desde un pabellón en Panmunjom. Panmunjomtour.com

Alrededor de un mástil de 160 metros de altura, sobre el que ondea la bandera norcoreana, ha brotado algo que se parece a un pueblo. Desde el autobús que nos lleva a la frontera, se avistan edificios de tres, cuatro y cinco plantas. Sus tejados lucen un vistoso color azul. Son edificios en tanto que están edificados, pero nada tienen en su interior salvo un esqueleto de hormigón vacío. Presentan puertas que no se abren y cables que no conducen la electricidad. Hay, también, un maniquí de escuela donde no van niños y un maniquí de hospital donde jamás se ha curado a nadie. El Gobierno de Corea del Norte afirma que 200 familias viven allí rodeadas de todas las comodidades que, casi sin esfuerzo, facilita el régimen comunista. Sin embargo, salvo que los residentes vivan camuflados o hayan alcanzado la perfecta transparencia, hemos de concluir que el Ejecutivo norcoreano ha cometido un error de cálculo, porque nadie camina por sus calles, nadie desgasta sus bancos, nadie se asoma a unas ventanas que, por otra parte, no son ventanas.

Este pueblo,o esta cáscara de pueblo, se llama Kinjŏng-dong. Los del Norte lo conocen también como ‘Pueblo de la Paz’; y cuando lo primero es falso, lo segundo, es decir, su condición pacífica, resulta incontrovertible. Fue construido en los años 50 para que los del Sur vieran la prosperidad con que se vivía en la parte tutelada por la URSS. El resto del mundo, quizás con más justeza, conoce aquella tramoya por el nombre de ‘Pueblo de la Propaganda’. No en vano, todo lo que sucede en la frontera intercoreana es dramaturgia y publicidad. Lo eran también los altavoces que, desde la parte comunista, lanzaban mensajes propagandísticos. En uno de ellos se garantizaba que Elvis no había muerto –posibilidad que ya algunos tanteaban– y que, seducido por las bondades de la ideología Juche, vivía ahora en Corea del Norte, más concretamente en un pisito de Pyongyang.

El colapso del capitalismo en unos vaqueros

El afán publicitario alcanza incluso a los turistas. Y lo descubro 40 minutos después de abandonar la ciudad, en la segunda comprobación de pasaportes, cuando dos militares suben al autobús para acompañarnos el resto del viaje. Uno de ellos, al que la veintena ha de parecer aún cosa improbable, está intentando explicar algo a la canadiense de la primera fila. A base de rebuscar en sus virutas de inglés, concluimos que le exige cambiarse de indumentaria. Al parecer no son apropiados sus vaqueros desgarrados a la moda. Las razones no hay que buscarlas en el conveniente recato, sino en el escaparate que es la frontera. El imberbe soldado tiene orden de evitar cualquier carnaza para el único canal de Corea del Norte. Quería impedir, aunque pueda parecernos insólito, que emplearan la imagen de una canadiense y sus vaqueros rotos para declarar el colapso del mundo capitalista –que tantas veces se anuncia, tantas veces se demora–. “Ni para pantalones tienen”, diría, a modo de conclusión, la presentadora del telediario. Hay que recordar que Corea del Norte lleva desde la mitad del siglo XX desgajada del planeta.

Queda claro que nos estamos aproximando a la zona desmilitarizada –franja de cuatro kilómetros de ancho que divide la península– por el paradójico aumento de las medidas de seguridad. Además del par de soldados que deben vigilarnos y escoltarnos al mismo tiempo, se ven cada vez más alambradas, imponentes tanques y obstáculos en la carretera para entorpecer una posible incursión. Nuestro destino es Panmunjom, donde friccionan las dos Coreas y donde se firmó el armisticio de 1953. La foto es conocida: tres barracones y una línea de ladrillos que, sin levantar una cuarta del suelo, señalan uno de los puntos más calientes del globo. De un lado, la República de Corea, o lo que comúnmente conocemos como Corea del Sur; del otro, Corea del Norte o, como oficialmente se denomina, República Democrática Popular de Corea. Y de nuevo fallan en la designación, pues, aunque carezcan de rey, no es una república; y aunque a veces fotografíen urnas, no es una democracia; y, para rematar, difícilmente puede ser popular, a no ser que todo el pueblo esté concentrado en la figura de Kim Jong-un, y antes de él en su padre, Kim Jong-il, y antes aun en su abuelo, Kim Il-sung.

Do you want to die?

Los soldados, avanzando por el pasillo del bus en marcha, reparten unos formularios donde nos declaramos conscientes de la peligrosidad del viaje y asumimos las consecuencias que se puedan derivar. La guía toma el micrófono y con destilada dulzura –una asiática puede hacer que, en comparación con ella, la seda parezca esparto– nos advierte que un mal gesto en la frontera puede implicar la muerte. “Do you want to die?”, me pregunta a quemarropa para ilustrar la cuestión. No, contesto; pues entonces, me viene a decir, estate quietecito.

No me impresiona porque el clima de tensión nos acompaña –a mi mujer y a mí– desde que aterrizamos en Seúl, cuatro meses ha. No es exactamente lo que uno esperaría de un país en guerra, más bien son pequeños indicadores, casi imperceptibles síntomas que se manifiestan aquí y allá. Por ejemplo en la embajada, cuando fuimos a inscribirnos: nos dieron instrucciones para llegar a un punto de evacuación si el conflicto se avivaba –recuerdo que reflexioné sobre si me complacía ser alguien digno de que lo evacúen–. Se percibe también en las mascarillas antigás del metro, en las sirenas que a veces hacen sonar para que no se oxiden y, sobre todo, en la preocupación de nuestros familiares (¿Han tirado ya una bomba? Aún no, abuela). Incluso en mis clases, donde las chicas, por regla general, son más jóvenes que los chicos: los varones deben suspender sus estudios durante dos años para cumplir con el servicio militar. Puede que sea el caso de los soldados que nos acompañan desde hace unos minutos. Ahora mismo están aquí, portando una ametralladora y terminando de recoger los formularios. En año y medio, quizás, los vuelva a ver, esta vez en mi clase, aprendiendo las endiabladas maneras del subjuntivo español –puede que entonces, en un rapto de prematura melancolía, añoren el ejército–.

Un trayecto paradójicamente cómodo

Cuando esta mañana salimos del centro de Seúl, nos aseguraron que el viaje duraría una hora aproximadamente. Poco tiempo, pensé. Me parecía más razonable que fuera un trayecto largo y accidentado el que separara una ciudad moderna de un lugar como Panmunjom. Cruzar valles oscuros, tupidos bosques, puentes tambaleantes. Una odisea hubiera sido lo esperable para llegar al reverso de la Corea que yo conocía. Una travesía metafísica. Pero nada, una ancha autopista hasta el primer control. Luego una carretera más estrecha pero igualmente plácida pese a la creciente presencia militar. Además, hace una mañana soleada, luminosa, rotundamente azul. Miro ahora por la ventanilla y, en contra de mis expectativas, el día ni siquiera se entenebrece conforme nos aproximamos a la frontera.

Y ya hemos de estar muy cerca porque han pasado 90 minutos desde que nos montamos en el autobús. La impaciencia se delata en los chirridos de los asientos y en los bufidos de un ruso especialmente intranquilo. Hemos visto el Pueblo de la Propaganda, algo de alambre de espino, un par de tanques… Mi pasaporte está manoseado y nos han recordado la prohibición de hacer fotos como un millar de veces; pero la frontera no llega. Aparece un edificio y el chófer aparca. No parece que sea el lugar. Nos introducen en una sala y pasan un vídeo que explica la Guerra de Corea. El pequeño documental incide en algo que ya conocía gracias a las conversaciones con cuantos surcoreanos han tenido a bien darme palique. A todos, en cuanto la conversación muestra un resquicio, les pregunto por Corea del Norte. En ellos predomina la tristeza, y no el odio, ni la rabia ni el fanatismo. No parece haber rastro del rencor que enraíza y se robustece con el derramamiento de sangre fraterna –y eso que la derramaron con liberalidad–.

Un pueblo que ansía reunificarse

Si hemos de fiarnos de la parte con la que se puede hablar, el pueblo coreano se siente uno, aunque dividido por los siempre rudos avatares históricos. Por ello ansían reunificarse. Tienen incluso un ministerio dedicado en exclusiva a ese cometido. El problema reside en las dificultades de reunificar una parte, que ha tomado el camino del marxismo dinástico y bizarro, con otra parte que ha seguido los principios capitalistas con el fervor de un converso. Uno de los dos debería dejar de ser lo que es y no se deciden porque, tal y como están las cosas, no hay forma de moverse sin hincar rodilla. Pero las generaciones pasan, el momento de la escisión se aleja y empieza a escucharse que quizás a Corea del Sur no le convenga cargar ahora con sus empobrecidos hermanos del Norte.

Acaba el vídeo y, ejemplarmente pastoreados, volvemos al autobús. Esta vez el recorrido concluye en un nuevo edificio. Nos ordenan bajar y acceder a él en silencio. Subimos unas escaleras y, tras una puerta acristalada, aparece Panmunjom, al fin. Ahí están los tres barracones celestes y la línea de ladrillos que marca la frontera. El espacio en sí decepciona, como por otra parte era de prever; lo que le dota de relevancia son los soldados. Los meridionales permanecen inmóviles en su posición, tan grávidos que parecen atornillados al suelo. Llevan cascos, el uniforme gris de las Naciones Unidas y gafas de sol. Las piernas separadas a la altura de los hombros, los codos ligeramente doblados, los puños cerrados con ímpetu. Transpiran una quietud violenta, saturada de fuerza y desconcertante. Exudan, desprenden energía. Su inmovilidad no es la inmovilidad de la estatua, sino la de un misil que hubiera iniciado la cuenta atrás. Están al borde de lo inorgánico, de lo pétreo; pero no de piedra al borde del camino, sino de piedra que se lanza.

Tres soldados bien valen 160€

En cuanto logro sacudirme la impresión, me siento un poco estafado. Salvo por un centinela en la puerta del edificio septentrional, no se ve ningún soldado del Norte. Estoy a punto de preguntar si eso rebaja el precio de la visita, cuando algo se oye del otro lado. “There!”. Nuestra guía se muestra exultante. Con uniformes verdes y cuellos rojos, con andares tan remarcados que juguetean con el ridículo, aparecen tres soldados comunistas. Giran en el espacio que media entre dos barracones y ocupan sus puestos: dos en los laterales mirándose entre sí, uno en el centro orientado hacia Corea del Norte. Ahora sí, ahora han merecido la pena los 200.000 wones (160 euros) que tan reacios abandonaron mi bolsillo.

De repente irrumpe un cuarto soldado y mi mujer me clava las uñas en la muñeca. En un lugar como este, nada imprevisto es deseable. El sujeto en cuestión, sin embargo, avanza despreocupado. No parece una amenaza y si tiene malas intenciones, las disimula. Se agacha finalmente junto al soldado central y remedia una inconveniente arruga que se le había formado en el pantalón al realizar el último giro. Suspiramos aliviados y comprendemos que no hay arrugas en Corea del Norte, solo faltaba.

El autor y su mujer, junto a un soldado surcoreano en Panmunjom.

El lujo de la espontaneidad

El percance del pantalón me hace atender al contraste entre la naturalidad del último soldado, superior jerárquicamente, y la artificiosidad de los centinelas. Mientras los subordinados debían comportarse con corrección y previsibilidad mecánica, el cuarto podía permitirse ser espontáneo, despreocupado, casual. Lo mismo sucede si ascendemos por la escala hasta llegar a la cima. Vean los vídeos que nos llegan de Corea del Norte: Kim Jong-un, Líder Supremo, se pasea campechano por los nidos de ametralladoras, vagabundea y silba en torno a los tanques, fuma, hace chistes malos, da órdenes. En torno a él, el resto de norcoreanos parecen autómatas que escuchan, apuran sus palabras, ríen, dejan de reír, lloran, vitorean o alzan los brazos al cielo según vaya tocando. La humanidad es tan escasa por estas postrimerías, que solo uno la puede detentar al mismo tiempo.

Sin embargo, este encorsetamiento no es exclusivo del Norte ni del ámbito militar. Se trata de un rasgo que alcanza a toda la sociedad coreana –tanto de un lado como del otro–, férreamente jerárquica según las sentencias que dejó caer Confucio allá por el siglo V a. de C.. En la vanguardista Seúl te riges por unos principios igualmente inamovibles. No es la misma mano la que, sumisa y retraída, tiendo al rector, que la que con desidia infinita ofrezco al becario –de otra forma se sentiría incómodo–. Supongo que mis alumnos irán de fiesta, beberán y bailarán desinhibidos; en mi clase, en cambio, permanecen en sus pupitres inexpresivos, atados a un rodrigón invisible, firmes como una unidad de infantería. Esos alumnos se desatarán en presencia de los universitarios de nuevo ingreso, y los de nuevo ingreso se desatarán con los chicos de instituto, y los chicos de instituto se desatarán con sus hermanos pequeños… Y así, como un testigo, la espontaneidad pasa de mano en mano.

«¡Ea! Se acabó»

Y no hay tanta distancia, al menos no de partida, entre los soldados norcoreanos, que hemos visto en la frontera, y mis alumnos de la universidad. Será cierto que Corea era un solo ser que fue escindido en 1945. La mitosis arrojó dos gemelos genéticamente calcados. Desde el mismo momento de la división, sin embargo, se han ido creando y pronunciando unas diferencias que solo pueden ser achacadas al ambiente, a la vida que cada cual lleva. A día de hoy, la asimetría parece insalvable entre un país claustrofóbico y naufragado en la autarquía, y otro que ha conseguido una libertad y una prosperidad que ni los más optimistas vieron venir. Y si no fuera porque es imposible, cabría decir que la Historia, harta de la inmunidad de la palabrería ideológica, ha querido presentarnos una lección clara y sin matices, un ejemplo escolar, una fábula. Lo resume mi mujer cuando, de nuevo en nuestros asientos, ponemos rumbo a Seúl: “¡Ea! Se acabó. Vamos a la parte buena”. Vamos.

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José María Contreras Espuny es autor de Crónicas Coreanas (Editorial Renacimiento).