Helena o el mar del verano (1952) de Julián Ayesta (1919-1996) se ha convertido en una obra de culto que goza del fervor de un público selecto y más amplio de lo que pudiera suponerse a simple vista. Setenta años después de su publicación, puede decirse que esta obra tan breve, dentro de una producción literaria igualmente corta, prácticamente redactada en el período de la década de los 40, ha abierto las puertas del canon de la literatura española del medio siglo a su autor. Falangista en su juventud, desencantado tempranamente, experimentando una evolución, como la de Dionisio Ridruejo, hacia posturas socialdemócratas, Ayesta legó un relato que, aun arraigado en su tiempo, sigue envolviendo, intemporal, la imaginación de sus lectores.
La fusión de una tradición narrativa y poética
No fue sólo un feliz azar literario la publicación de la única novela de Ayesta. Denominada por él mismo «una narración lírica», recreaba el paso de una conciencia infantil a la adolescencia en el seno de una familia asturiana de clase media al final vago de la monarquía alfonsina. Formando parte de un conjunto de libros que, a principios de los años cincuenta, exploraban, entre las vías posibles del realismo, una orientación próxima a la del neorrealismo italiano, entroncaba con naturalidad con la novelística modernista de entreguerras.
Escritores como los primeros Rafael Sánchez Ferlosio, Ana María Matute, hasta cierto punto Ignacio y Josefina Aldecoa, o el propio Ayesta, se habrían propuesto recuperar el hilo europeo de un modo de relatar, liberados de corsés ideológicos y de fantasías imperiales. Si la figura de Cervantes había imantado durante la primera mitad del siglo la atención de nuestros intelectuales y escritores, novelas como Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951) de Sánchez Ferlosio o la propia Helena o el mar de verano ejemplificaban una inflexión tanto cultural como lingüística. Ambas, que seguían siendo novelas de iniciación o aprendizaje, asumían tanto creativa como críticamente la propia tradición narrativa española, en prosa o en verso, ya fuera la del Lazarillo de Tormes o la de la poesía pastoril y mitológica.
Se ha resaltado, con razón, que la novela de Ayesta comienza con una cita de la Égloga I de Garcilaso acompañada de otra de Sombra del paraíso (1944) de Vicente Aleixandre que resultan esenciales para entender su desenlace. En el poeta-soldado por antonomasia, tan querido en la poesía de posguerra por los círculos literarios en que se movió Ayesta, los de las revistas Garcilaso y Juventud, se condensaba un modo poético tan clásico como español que cobró en aquellos años una nueva vigencia. Gracias a Poesía española: ensayo de métodos y límites estilísticos (1950) de Dámaso Alonso, un libro que formaría a sucesivas generaciones de estudiantes de Letras en el amor a la poesía de los Siglos de Oro, el bucolismo virgiliano y las metamorfosis ovidianas quedaban así ligadas a los paisajes y los personajes que poblaban desde las Églogas garcilasistas a la gongorina Fábula de Polifemo y Galatea.
La embriaguez de la palabra o la derrota del historicismo
Gregorio Luri ha insistido en diversas ocasiones que el historicismo, fruto de la modernidad, se basa en la antipática pretensión de considerar que el presente puede convocar a juicio el pasado. Por el contrario, un clásico opondría a esta visión la posibilidad de contemplar el presente desde el pasado.
A riesgo de incurrir en «cronoclastia», me atrevería a añadir que un clásico posee la virtualidad de desvanecer las fronteras temporales. La escritura de Virgilio o la de Garcilaso han alcanzado la categoría de clásica porque continúan zambullendo a sus lectores en un hoy paradisiaco – como la de un Rimbaud o un Celine en uno infernal-. En ello consistiría la gracia poética: en nombrar, en hacer realidad los deseos o los temores de nuestra imaginación, en modelar con la palabra poética la forma plena de nuestros sueños donde se funde nuestro presente con un pasado que se articula sobre su futuro.
Helena o el mar del verano apuntala a su modo esta hipótesis. En las tres narraciones que componen la novela el protagonista relata su aprendizaje durante dos estaciones que se alternan y que se contraponen: el verano, el invierno y el verano otra vez. La tensión entre la luz y la oscuridad, así como entre la plenitud y la culpa, culminan en la plenitud de una luz tamizada por las sombras amables y familiares de la memoria. La recreación de esa atmósfera perdida se transfigura en la recta final de sus páginas en la búsqueda indisociable de una lengua poética que ilumine, como una epifanía, el descubrimiento erótico de la belleza representada por Helena.
Hay un momento clave en la acción de la novela. En unas páginas intensísimas se describe la embriaguez de la palabra que sólo a la adolescencia le es dada como revelación del cuerpo. El protagonista persigue a Helena por el bosque camino del mar. No encuentra otra manera de expresar sus sentimientos que recordando cómo había desaprovechado las clases de latín en que debía traducir a Virgilio. Con una voluptuosidad tan feroz como delicada, vocal, física, toma conciencia entonces del ardor de la fricción entre las palabras fontes sacros y frigus de los versos virgilianos de la Bucólica primera. Salta sobre Helena, la abraza y la besa, ella se enfada y él exclama:
«¿Por qué ese enfado, Helena? ¿Es que no puedo pensar en Virgilio sin tu permiso? ¡Oh, es demasiado! Astutísimamente me ha mordido en el hombro y rapidísimamente ha aprovechado mi dolo para huir.
Bueno, pues que huya. Todo se reduce a volver a Virgilio. […]
¿Qué es? ¿Qué importa? ¿Hace falta saber latín para no adormilarse dulcemente al inire susurro! ¡Qué ancho y qué profundo está el bosque así! Apetece vivir eternamente tumbado, muy estirado y desnudo, y que todo suceda muy lejos…».
Comienza así un recorrido hacia la tarde y el crepúsculo, entre el boscaje y hacia el mar, donde se confunden Asturias y Arcadia, las fuentes y el mar, el Cantábrico y el jónico, las ninfas y los pastores y los dos adolescentes. La propia lengua del narrador se metamorfosea, como si quisiera absorber en su prosa el hexámetro dactílico de Virgilio con el ritmo de la estancia garcilasiana, mientras retuerce o latiniza, como Góngora, la sintaxis de Acis que contempla a la desnuda Galatea al pie del Etna.
Pero también estos dos protagonistas adoptan los rasgos de Tetis y Peleo rindiéndose al amor en medio de una gruta, tal como había cantado Ovidio en el Libro XI de las Metamorfosis, justo después de la muerte de Orfeo. Es su famosa historia con Eurídice la que también lamenta Virgilio en la Geórgica IV cuando Aristeo, el cultivador de abejas como el protagonista de Ayesta es cazador de mariposas, encuentra al cambiante Proteo como Peleo debe luchar con la ninfa mediterránea. Así, esa Eurídice que sigue resonando en los ecos de lamento de Nemoroso, el pastor de la mencionada Egloga I, por la muerte de Elisa, alcanza la memoria de esa otra Helena, la reina de su pastor y poeta.
Tal acumulación de cultura en tan pocas páginas deja sin aliento. Como decíamos, vibra al fondo la sencillez adolescente en busca de un lenguaje que dé a la experiencia su materia. Esa tradición vuelve a vivir en la sensibilidad y en la respiración de sus protagonistas. Por más que se quiera ahogarlas actualmente con metodologías y competencias pedagógicas, queda una confianza. Si sus lectores siguen acabando la (re)lectura de Helena o el mar del verano con un suspiro o un jadeo vencido, habrán alcanzado a poseer, aunque sea por un instante, un mundo que no juzga. Simplemente, habrán vivido.