Se harán cargo de la emoción que me embarga, porque escribo en el Día Internacional contra la Corrupción, una cita conmemorativa irónicamente decretada por la ONU. Y eso que todavía no me he repuesto de la fiesta de hace cuatro días, cuando celebré por todo lo alto el Día Mundial del Suelo, de donde hubo de recogerme el portero de la discoteca al término de los festejos. Aunque en realidad todo este mes de diciembre es un festival en el nuevo santoral laico de la ONU y demás burócratas de lo global, porque el 11 se celebra el Día Mundial de las Montañas, el 12, el Día Mundial de la Neutralidad, y el 27 se conmemora nada más y nada menos que el Día Internacional de la Preparación ante las Epidemias, una sutileza tan bien hilada que tal vez haya sido accidental; sin olvidar la juerga del día 20, el Día Mundial de la Solidaridad Humana –el apellido es importante, porque todo apunta a que hay un día de la solidaridad gatuna-, en un claro ejemplo de invitar a los laicistas a que también se rasquen, cristianamente o no, el bolsillo durante las fechas navideñas.
Antes de todo esto, al santoral laico contemporáneo de la ONU le precedió un goteo de nuevos días mundiales, desde los primerísimos del siglo XIX, como el de los Presidentes, que celebra Estados Unidos, el Internacional de los Trabajadores, o el del Peatón, que conmemora el primer atropello –no es broma- en Londres, hasta el Día Internacional de la Croqueta, en el que, sospecho, celebra su santo mi compadre Javier Quero, y que tiene su origen en la ingesta de la primera croqueta, allá por 1817.
La ONU ha ido incorporando algunos de estos días ya establecidos a su particular calendario, según su propia información oficial, por tratarse de “un poderoso instrumento de promoción de esas cuestiones” y por ser “un trampolín para las actividades de sensibilización”. Más tarde decretaron otros, que hoy van desde el Día Mundial de la Madre Tierra (22 de abril), o el Día Internacional de las Habilidades de la Juventud (15 de julio), lo que sea que signifique eso, hasta el Día Internacional para la Reducción de los Desastres (13 de octubre), mi preferido, porque es una clara llamada a reducir el tamaño de los organismos internacionales perniciosos.
Una trabajo sutil
Convertido el año en una suerte de martirologio pagano, los globalistas han visto aquí la oportunidad de descafeinar el viejo santoral católico del calendario gregoriano. Los días mundiales –nacionales, o hasta regionales, porque cada pequeña Administración ha encontrado su propia manera de hacer el ridículo con el calendario- roban ya todo el protagonismo institucional y mediático a la mayoría de las celebraciones cristianas, con contadísimas excepciones como la Navidad, o la Semana Santa, y condicionan de un modo oficial el discurso ético-moral de la sociedad a la que se dirigen, a la que pretenden “sensibilizar”, que es la manera progre de decir “adoctrinar”.
Sorprende, por otra parte, el extraño modo de hablar que tienen los herederos de la extinta Sociedad de Naciones. Es probable que necesiten urgentemente un experto en marketing que les explique que, con nombres que además no caben en un titular, será difícil promover citas como el Día Internacional de información sobre el peligro de las minas y de asistencia para las actividades relativas a las minas, el Día Internacional del Derecho a la Verdad en relación con Violaciones Graves de los Derechos Humanos y de la Dignidad de las Víctimas, o el Día Internacional para Poner Fin a la Impunidad de los Crímenes contra Periodistas.
Aunque, bien pensado, no hay mucho que puedas esperar de gente que, además del Día Internacional de la Paz, dedica otra fecha al Día Internacional de la No Violencia, que es como celebrar el Día Mundial del No Hambre; de hecho, hablar raro ya es tendencia en la organización, porque también festejan el Día de la Cero Discriminación. Claro que en ocasiones se ponen poéticos y el asunto no mejora: el 7 de septiembre la ONU ha convocado el Día Internacional del Aire Limpio por un Cielo Azul, al que personalmente le habría añadido un poco más de bucolismo: “Día Internacional del Aire Limpio por un Cielo Azul, un Campo Lleno de Amapolas y Pajaritos Cantando”.
Habrá quien sostenga que a ningún católico debería molestarle que el mundo civil festeje el Día de la Madre Tierra, salvo porque los católicos negamos que la Tierra sea nuestra madre, no adoramos a las bestias y, más aún, sabemos que la publicidad de su calendario pagano es otro intento por descristianizar las sociedades y convertirlas en una masa lobotomizada por lo woke, lo sostenible, lo igualitario, y demás mandamientos del buen progresista. La tentativa recuerda a los fracasados calendarios republicanos franceses, o al revolucionario soviético aunque, como corresponde a este tiempo, más sutil y aseado y, por tanto, más digerible y pernicioso.
Catecismo globalista
Lo cierto es que, a pesar de algunas loables reivindicaciones -¿quién podría oponerse al Día Mundial contra la Hepatitis?-, el calendario pagano está años luz del modelo de orden y virtud que propone el santoral católico. Es importante entender que trata de sustituirlo, porque el laicismo se ha convertido ya en una religión militante, cuya principal característica es el odio al cristianismo. Las más genuinas organizaciones laicistas proponen también su “calendario ateo y científico”, incluyendo varios días de mofa contra la religión, como el Día de la Blasfemia. En la ONU prefieren arrimarse al lenguaje masónico, siempre más solapado, y celebrar el Día Internacional de la Fraternidad Humana y la Semana Mundial de la Armonía Interconfesional.
Un vistazo al calendario de días mundiales de la ONU desvela que no falta en la lista ni una sola de las reivindicaciones de la izquierda identitaria de nuestro tiempo, confirmando que no se trata de una amalgama de jornadas propuestas arbitrariamente, sino de un modo de exponer los nuevos valores del globalismo, en donde no tiene cabida la libertad que implica el cristianismo. Así, el calendario supone un catecismo de izquierdas repleto de ecologismo, feminismo, justicia social, inmigración, sostenibilidad, diversidad, mucho África -que queda genial en los folletos-, y demás palabras clave del espectro ideológico que va de los socialdemócratas a los comunistas. Acompañan a estas celebraciones y sus correspondientes campañas asociadas un sinfín de días inverosímiles en donde se mezcla la reivindicación de la lactancia materna, las viudas, las abejas, el jazz, la conciencia, la lengua china, y el yoga, con la celebración, probablemente insuperable por lo ilustrativo, del Día Mundial del Retrete (apunten: 19 de noviembre).
El modelo de los santos
El destierro del calendario cristiano y su santoral no es una batalla menor, sin importancia. En medio de una asfixiante lluvia ideológica institucional, toda ella en la dirección del pensamiento único, las festividades cristianas y sus ecos en pueblos, patronazgos y regiones constituyen casi el único contacto de muchas personas con un modo diferente de ver la vida, con el cristianismo y sus valores, su modo de ver el mundo, la familia, el individuo. A fin de cuentas, las vidas de los santos son algo más que lo evidente, un ejemplo de santidad, heroísmo y bondad; son también un modelo admirable para toda la sociedad, sea creyente o no. Alejar esos modelos y ocultarlos, y sustituir a Santa Teresa de Jesús por el Día Mundial de la Felicidad no traerá, por más que lo celebremos, un mundo mejor y más feliz, sino uno más ignorante y egoísta. Y, sin duda, más maleable.
No hace mucho, todos los países católicos todavía se mecían con naturalidad por el calendario, al capricho de los mares del año litúrgico: lo hacían las instituciones porque lo hacía la calle, lo hacían los individuos porque lo hacían las familias y las parroquias. En el Adviento, la esperanza. Depositar obras buenas en la balanza. En Navidad, la fiesta y la paz. Tiempo ordinario para trabajar y recorrer el mundo. En la Cuaresma, penitencia y caridad. La entrega a los demás, el sentido del dolor. Solidaridad no, caridad. En Pascua, la alegría de que, ahora sí, todo tiene sentido. La fiesta del bien, que vence al mal; el Bien reinará. Y de nuevo al tiempo ordinario, ya revestidos de esperanza, a levantar nuestras vidas y ejercitarse en la virtud. Y vuelta a empezar.
Hoy ni siquiera los cristianos dedicamos suficiente empeño a la meditación del tesoro que supone esta organización anual que ofrece la Iglesia, para profundizar en nuestra fe, para combinar fiesta y penitencia, para abrirnos a los demás y mirarnos también hacia dentro. Quizá el declive comienza cuando dejamos de prestar atención a los detalles pequeños: ¿cuántos católicos comprenden hoy el significado de los colores del sacerdote o el sagrario en la liturgia de cada día? Por nimio que parezca, es una de las mejores guías para atravesar y aprovechar cada matiz del calendario propuesto por la Iglesia.
El año litúrgico es la rosa de los vientos de los cristianos, pero también un modelo de buenas aspiraciones para toda la sociedad. Es el orden natural del hombre mientras atraviesa la confusión artificial de los días. La sabiduría, la tradición, la inspiración, la fe. Y el santoral de nuestro calendario, un montón de velas encendidas que dan luz a un mundo que recorremos en penumbra. A fin de cuentas, solo somos hombres, nuestra luz es lunar, prestada. Sorber los vientos del globalismo pagano para soplar esas velas es solo una muestra más de la grosera arrogancia de una civilización, la occidental, empeñada en ratificar a cada minuto su carrera hacia la decadencia.