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Durante el año y pico que estuve de becario en Madrid, hice lo posible por meterme en todos los charcos que me pillaban a mano. Así fue que acabé en el XXIX Foro de las Ciencias Ocultas y Espirituales, en la estación de Príncipe Pío. Y no solo fui a curiosear; había invertido nada menos que 35 euros –más de un jornal en mi caso– para acudir a la conferencia de Marilyn Rossner, canadiense y estrella de la mediumnidad.

Como había llegado con más de media hora de antelación, me dediqué a deambular entretanto por puestos que te deshollinaban el aura y tenderetes donde vendían piedras con facultades psicoterapéuticas. Dicen de Rossner que inspiró a Spielberg –el hombre reclamo– la niña de Poltergeist, que le estrechó la mano a Juan Pablo II y que tiene comunicación fluida y amigable con la peña de ultratumba. Por dentro, esa mujer tiene que ser un espectáculo; por fuera, en cambio, es bastante sencilla: cabeza y poco más. Su rostro es pellejudo como el de un bulldog y no le empieza hasta la punta de la nariz: primero, tiene un flequillo tipo cortina y después, unas perennes gafas de sol de montura pentagonal. Aquel día apareció en la sala con un vestido de un blanco desvaído, como si hubiera venido a Príncipe Pío directamente de Woodstock sin pasar por casa.

La conferencia tenía tres partes y lo bueno venía al final. Tras hablar largamente sobre lo que era la muerte y qué se podía esperar después de ella, llegó lo que el folleto anunciaba como “Mensajes del más allá de nuestros guías y familiares”. Bajaron las luces y Rossner, para propiciar la entrada de los espíritus, pidió que nos dibujáramos en el vientre círculos en el sentido de las agujas del reloj. “Hagan el favor de retirar los obstáculos porque se mueve muy rápido, y a veces, entre filas”, advirtieron los organizadores. Entonces, la médium empezó a recorrer la sala con agilidad y con algo de vuelo, no mucho, de su traje largo y apelmazado. “I can talk to you?, I can talk to you?”, repetía cuando se paraba ante alguien. Las afirmaciones eran, a veces, casi imperceptibles por la emoción y el miedo, pero nadie se negó.

Cómo iban a hacerlo. Salvo quizá un servidor, los asistentes no eran curiosos ni frikis, sino gente desesperada, amputada por la muerte de alguien. De hecho, se podía adivinar el espíritu que comparecería si consideramos que solo una muerte desgarradora te lleva a una conferencia de este tipo. En otras palabras, nadie acude a un médium cuando se le ha muerto un abuelo al borde de los cien años. Si se paraba ante un matrimonio joven, emocionado desde rato y con las manos entrelazadas, estaba claro que el espíritu de su hijo se manifestaría. “Mamá, estoy bien”. Y a llorar, porque la desesperación tiende más a llorar que a desconfiar. Aunque esto no quita que hubiera sorpresas, y algunas desconcertantes.

Puede que aquello fuera una estafa, pero sería una estafa perfectamente natural y tan humana como otras tantas características humanas que nos traen de cabeza. Y es que la muerte suscita preguntas. La nuestra, por necesidad, antes de que se produzca; la de los demás, por lo común, después. No me atreveré a decir que ansiamos la eternidad, pero sí que la muerte nos rebela. Hay cosas que merecen más vida de la que tienen. ¿Cuánta? No sabemos, pero más… tal vez toda.

Experiencias cercanas a la muerte

Fuente: Casa del Libro

Por eso, es también natural el revuelo que montó en su día el ya clásico libro del psiquiatra Raymond Moody, Vida después de la vida (1975), sobre lo que en adelante se llamaría ECM, experiencias cercanas a la muerte. Vendió más de 13 millones de ejemplares y cartografió un fenómeno que, desde entonces, forma parte del imaginario común. Tanto es así que cuando alguien pone pie y medio en el otro lado, a la vuelta se le suele preguntar si ha visto la luz al final del túnel.

La definición exacta de una ECM, como todo lo que los eruditos manosean, no acaba de cuajar. Sin embargo, con nuestras disculpas a la exactitud, diremos que se trata de una experiencia trascendente en un lapso sin actividad cerebral registrada. Pongamos que alguien ha sufrido un infarto y parece el fin: el corazón no bombea, el cerebro no chispea… Puede que incluso lo hayan ensabanado. Entonces, alguien propone un último intento: un, dos, tres, ¡fuera! Milagrosamente, el paciente abre los ojos y lo primero que hace es mostrar su disgusto. ¿Cómo se han atrevido a traerlo de regreso?

Desde la perspectiva del protagonista, la experiencia típica empieza tomando conciencia de la propia defunción; ayuda, desde luego, verse a uno mismo desde el techo y rodeado de médicos cabizbajos. Luego, una fuerza, un túnel y una luz cegadora que, sin embargo, se deja mirar. Se aproxima a ella mientras revisa su vida en un pestañeo que parece una eternidad y sopesa cada una de sus acciones. De repente, se encuentra junto a sus familiares difuntos en un paraje de belleza indescriptible, una belleza emanada de un amor inefable. Todo es alegría hasta que le dicen lo de “aún no ha llegado tu hora”. Entonces, siente de nuevo la gravedad y un desgarro que le devuelve a su cuerpo. Está contrariado. Eso sí, siempre le quedará el consuelo de saber lo que le esperará; y por el ratito que ha echado, no parece el peor de los destinos.

Fuente: Editorial Atalanta

Quizá usted mismo lo haya padecido; no sería descabellado, ya que, según el cardiólogo Pim Van Lommel, el 4,2 % de la población ha sufrido una ECM o similar. Y el tal Van Lommel no es un cualquiera, sino que, después de Moody, es el autor del libro más influyente sobre la cuestión: Consciencia más allá de la vida (2007), publicado en España por la editorial Atalanta. El germen del libro se encuentra en un artículo publicado en la prestigiosa revista The Lancet, lo que deja claro su seriedad y lo robusto de su metodología.

El artículo no lo he leído, pero sí las cerca de 500 páginas del libro. En él, respaldado por datos como para llenar un silo, sostiene que los intentos de zanjar las ECM –falta de oxígeno et al.– no explican un fenómeno generalizado, de indiscutible entidad fenomenológica y con una verificable percepción simultánea a la muerte cerebral.

Es más, el holandés se viene arriba y asegura que estas experiencias deberían dinamitar el paradigma materialista, pues demuestran que la conciencia, soporte del pensamiento al tiempo que opaca para él, tiene vida al margen del cerebro. Van Lommel es dualista, y lo es con los datos en la mano. La mente no es una víscera de la misma forma que el conductor no es el coche. Y remata: “Es difícil evitar la conclusión de que la esencia de nuestra conciencia infinita precede a nuestro nacimiento y a nuestro cuerpo y sobrevivirá a la muerte de este en un espacio no local en el que tiempo y la distancia no tienen importancia alguna”.

A mí, que soy más de resurrección de la carne, ese desparramamiento espiritual me resulta agobiante, amorfo. Tampoco me entusiasma la manera en que vuelven algunos: sin miedo a la muerte y con desprecio a los afanes de este mundo, amén; pero también hablando de no sé qué unidad de todo lo viviente, musitando a las plantas, asegurando que ya vivieron durante el Imperio romano y perfectamente divorciables. Muchas veces, a la vista de los testimonios, da la sensación de que esas personas han visto lo que no tenían que ver y que, de algún modo, han quedado trastornadas, chamuscadas por la experiencia. Aunque luego las cosas serán o no serán al margen de mis preferencias, incluso de las de usted. En cualquier caso, estamos a punto de salir de dudas.