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Hoy hasta el cántico deportivo «Yo soy español” es sospechoso de facherío recalcitrante y solo puede entonarse -con precauciones- en las finales de la Selección Española, cuando ya la euforia pelotera desborda el puchero de lo políticamente correcto y todo da igual.

Pero no hace tanto, en los años 80, las canciones que entonábamos los colegiales en los recreos harían palidecer y echar espuma por las orejas a los pedagogos de la nueva ingeniería social. Nada era tan visceral como sonaba ni tan relevante como podría parecer.

Los mismos que ahora portan la bandera del nuevo puritanismo (la enésima experiencia religiosa de la izquierda), no hace tantas décadas llevaban el pelo verde y se mataban a gritar en los conciertos aquel éxito de Las Vulpess, ‘Me gusta ser una zorra’, adaptación de I Wanna Be Your Dog de The Stooges. Otros lo pasábamos mejor coreando las de Siniestro Total: Más vale ser punky que maricón de playa, Bailaré sobre tu tumba o Allatolah, cuyo brillante estribillo reiteraba a coro aquello de «¡no me toques la pirola!». ¿Era aquello una ofensa a los musulmanes? No, solo era una rima ingeniosa en un grupo que también cantaba «¿Qué tal homosexual? / Pues, hombre, no me va mal…», «Mario, Mario, Mario / encima del armario», o la primitiva «Dios salve al conselleiro / que no es un botafumeiro / es solo un rianxeiro».

Cuento todo esto para ubicar en su justa medida las diferentes abrupciones presuntamente ideológicas que surgieron en los años de la movida. En realidad, la única ideología era la de emborracharse, colocarse -Tierno Galván dixit-, ligar y escandalizar un poco, traspasando líneas infranqueables en naderías inauditamente provocadoras que luego la cultura española de los últimos 20 años ha dejado en su mayoría en ingenuos pellizcos de monja.

Gabinete Caligari en una imagen de los años 80. | J. Pamies

«Somos Gabinete Caligari y somos fascistas»

Y es que entonces, desde Valencia, Seguridad Social no cantaba Quiero tener tu presencia y Mi rumba tarumba sino que era un grupo punk que tocaba Mata a un jubilado, Sinforoso el leproso o Mi almohada está preñada. Eran los años en que Jaime Urrutia, entonces en Gabinete Caligari, debutaba en la mítica sala madrileña Rock-Ola presentándose al grito de: «Hola, somos Gabinete Caligari y somos fascistas». ¿Eran fascistas? Un día le pregunté por este asunto y el viejo rockero recordaba con sorna que -en resumen- estaba como una cuba cuando subió a aquel escenario.

De acuerdo, también buscaban provocar al personal porque les molestaba que todos los grupos de la movida compitieran por ver quién hacía más carantoñas al PSOE, que era lo que estaba de moda, y su estética militar era una manera de diferenciarse. Pero la verdad es menos prosaica: eran solo unos adolescentes y estaban completamente borrachos. La broma, eso sí, les costó amenazas de ETA y varios boicots a sus conciertos. Pero eran los 80. Era esa España sin filtros de Instagram. Los mods y los rockers se liaban a palos cada día al salir de los bares. ¿Quién no andaba en alguna trifulca similar?

Iñaki, el cantante de Glutamato Ye-Ye, se convertía en uno de los iconos de los 80 por su bigote y flequillo, obviamente inspirados en Adolf Hitler. Eran parte de aquellas Hornadas Irritantes, bandas que radicalizaron su estética, su letra y sus sonidos para distanciarse de la parte más pop -les llamaban los babosos- de la Movida Madrileña, o sea, Mamá, Nacha Pop y Los Secretos. Eran los años en los que la libertad se confundía con lo alucinógeno y en los que solo importaba cada noche; o sea, esa misma noche, como si fuera la última. Y en general, nadie se tomaba nada demasiado en serio, excepto la diversión.

Lejos de Madrid, y más allá de la movida viguesa de Siniestro Total, las cosas no eran muy diferentes. En Asturias triunfaban los Stukas con No me salpiques: «Ahora solo te pido que me entiendas de una vez por todas: / eres la más alta, eres la más rubia, tus ojos son tan verdes como tú / eres la más guapa, eres la más sexy / oye, por favor, pasa ya de mí: / suicídate pero no me salpiques».

Solo en este contexto se entiende, por ejemplo, la supervivencia en el tiempo de aquel éxito de Un Pingüino en mi Ascensor -ya en los 80 tardíos-, Atrapados en el ascensor, relatando una agresión sexual: «Deja de llamar a la portera / contigo no hay manera / yo que puse toda mi ilusión / en esta violación». Éxito que hoy, por cierto, cada madrugada de fin de semana, sigue poniendo a bailar y gritar a las niñas bien del barrio de Salamanca. Año 2018. Pero, una vez más, antes de llevarse las manos a la cabeza -veo a los del nuevo puritanismo palideciendo- quizá sea conveniente echar un ojo al resto de la discografía del genial grupo del publicista José Luis Moro y el músico Mario Gil. Así encontramos ‘El balneario’, la tronchante historia de un anciano al que encierran entre aguas medicinales y desarrolla un cierto rencor social que alivia a base de asesinatos: «Ayer estrangulé a una concejala / cuando inauguraba la nueva sala / y tengo guardada una bala / para el Ministro de Sanidad». O también ‘El sendero luminoso’ (me persigue sin reposo), Espiando a mi vecina, o El arzobispo Makarios (y su botella de Larios).

Imagen comercial de Los Nikis de 1980. | losnikis.com

De Ernesto al Imperio

¿Y Los Nikis? Ah… Los Nikis -suspiro-. La diversión en cuatro acordes. Todo comienza en 1982 y no es un detalle menor. Entonces estrenaron Ernesto y quizá todo lo que puede decirse en serio sobre la ideología de la banda de Algete se resume en esta repetitiva estrofa: «Ten cuidado con Ernesto / te abrirá la cabeza con un tiesto». ¿Quién era Ernesto? Un tipo que vive «en un piso muy alto» y «nunca sale de su cuarto» pero «cuando tiene una maceta no puede resistir la tentación». Supongo que a todos nos ha pasado alguna vez. A fin de cuentas, el ‘balconing’ o el ‘maceting’ es lo que distingue a un inglés borracho de un español ebrio.

Lo más probable es que Ernesto -el primero de los grandes nombres propios de la historia de Los Nikis- viera su destino unido a masacrar transeúntes con macetas por una poderosa razón: porque «Ernesto» rima con «tiesto».

Todo lo que viene después de Ernesto, cuatro elepés, decenas de éxitos y un par de recopilatorios, solo puede interpretarse con esa misma lógica. Inspiración ramoniana, acordes para párvulos, himnos corales para alzar las jarras de cerveza y rimas tan estúpidas como divertidas. Con todo, varias de las letras de Los Nikis han sido interpretadas como si fueran sesudos estudios académicos con profundas intenciones de cambiar el orden mundial. En particular, ‘El imperio contraataca’, en donde se pronostica el regreso de la España imperial y el hundimiento de los Estados Unidos.

La niki-histeria se desató el 15 de febrero de 1985 cuando El imperio contraataca ascendió al número 1 de Los 40 Principales, que supongo que en la época equivalía a ganar Operación Triunfo o a ser ‘trending topic’ durante todo un año. En pocas semanas la canción -tan entretenida como pegajosa- fue acogida por algunas bandas de ultraderecha como himno propio. No sé si lo hicieron con cierto sentido del humor o si se la apropiaron sin detenerse en la letra, que no pasaba precisamente por ser el programa ideológico de un nuevo imperialista español: «Los McDonals están de vacas flacas / ha vencido la tortilla de patatas / en Las Vegas no hay black jack / solo se juega al cinquillo / y la moda es el rojo y amarillo».

Sucede que un estudio pormenorizado de las demás letras de Los Nikis hacen de ese matrimonio nulo con los fachas una boda muy extraña. En ‘La naranja ya no es mecánica’ o en ‘Enrique el ultrasur’ el grupo parece más empeñado en reírse de los ultras que en reivindicar su causa. Pero El imperio contraataca es tan buena, tan divertida y tan arrolladora que todo el mundo prefiere vestírsela como propia sin perjuicio de la realidad.

Un seat 850 con carteles de un concierto de Los Nikis. | losnikis.com

«La letra del Imperio contraataca es una parida»

En una ocasión le pregunté a ‘Joaquín Niki’ por este asunto. Habían pasado los suficientes años como para que el músico inventara una respuesta más ingeniosa y elaborada a la pregunta más recurrente de su carrera. Sin embargo, sospecho que decidió decirme la verdad, sin más, para estropearme el buen titular: El imperio no es ningún himno imperialista ni tampoco una burla hacia el Imperio -como otros, rizando el rizo, han dejado entrever-. «Es una parida», me dijo, «como todas nuestras letras, sin ningún significado político». Una parida.

Pero volvamos al contexto de la provocación ochentera. También le pregunté a Joaquín qué es lo más arriesgado que habían hecho actuando en directo. «Levantar el puño», confesó, «cuando un grupo de fachitas sacó una bandera con el escudo antiguo al tocar El imperio contraataca«.

Ir a la contra era lo único importante en la estética musical de la década de los 80. A fin de cuentas, el gran himno generacional lo había firmado Carlos Berlanga en 1986: «¿A quién le importa lo que yo haga? / ¿A quién le importa lo que yo diga? / Yo soy así, y así seguiré, nunca cambiare«.

En otra ocasión, también de charla con Los Nikis, me contaron que Emilio -el cantante- acostumbraba a pasarse todos los conciertos dando saltitos verticales. Como un muelle. Sin descanso desde la primera hasta la última canción. Tal era el ahínco que, en unas fiestas de verano, el suelo del escenario cedió y a Emilio se lo tragó la tierra quedando a la vista solo su cabeza. Escena un tanto ridícula. ¿Qué hizo Emilio? Pues nada. Continuar saltando y cantando desde el agujero todo el concierto con absoluta normalidad. Su cabeza aparecía y desaparecía en cada saltito. Eso, todo eso -que no es poco- y solo eso eran Los Nikis.

También por eso los queremos tanto.