Existen tradiciones y modos de hacer cuya desaparición supuso un nuevo paso para hacer de Occidente un lugar más aburrido, más gris y más burocrático. Hablo de la caída en desuso de la silla gestatoria de los papas, del fin de los acomodadores en los cines o de que ahora James Bond parezca sacado de uno de esos cursos de nueva masculinidad que organiza Ada Colau.

Fuente: New York Times
Pues bien, ahora el presidente de los Estados Unidos, Joe Biden, quiere arrebatarnos otra de estas singularidades que dan color a la vida, en este caso en el ámbito de la política: el filibusterismo. Su motivo, además, no es que esta costumbre se haya ido haciendo irrelevante por el lento pero implacable paso del tiempo, sino que se debe al cálculo político.
Pero antes de seguir exponiendo los tejemanejes de la política de Washington, expliquemos brevemente qué es esto del filibusterismo. Hablamos de una maniobra parlamentaria que permite impedir el debate de cualquier ley. El procedimiento para ello es sencillo: el senador que quiera bloquear la tramitación de una iniciativa debe pedir el turno de palabra y sencillamente no perderlo.
Ahora volvemos al filibusterismo, pero antes aclaremos por qué Biden quiere deshacerse de él. El Partido Demócrata tiene una ajustadísima mayoría en el Senado de Estados Unidos, merced al voto de calidad de la vicepresidenta Kamala Harris, que preside también la cámara alta del Congreso. Una mayoría, no obstante, insuficiente para evitar que los senadores republicanos entorpezcan la agenda legislativa de Biden mediante esta centenaria práctica parlamentaria.
Y es que el escollo del filibusterismo sólo puede sortearse si se tienen 60 votos en el zurrón, muy lejos de los 50 con los que cuentan los demócratas. Así las cosas, cualquier senador republicano puede subirse a la tribuna y, literalmente, hablar durante horas hasta que se le doblen las piernas.
Del Senado romano al Capitolio
Dejemos ahora a un lado el análisis político de la cuestión, que cedemos con gusto a los sagaces politólogos y tertulianos, para centrarnos en la historia y los pormenores de esta curiosa práctica. El filibusterismo tiene su origen en en el siglo primero antes de Cristo y en los discursos de Catón el Joven en el Senado romano durante la tardorrepública. La cámara tenía como norma interrumpir su actividad con el ocaso, lo que el senador optimate aprovechaba para alargar sus discursos y así obstaculizar las iniciativas de la bancada contraria, los populares.

El senador Strom Thurmond
En su modalidad estadounidense, el filibusterismo surge de un vacío legal que se remonta a 1806 y sus reglas son sencillas y claras. El obstruccionista debe permanecer de pie frente a la tribuna, tiene prohibido apoyarse en nada y no puede abandonar el hemiciclo. No, tampoco para ir al baño. La única forma de tomarse un descanso es aceptar la pregunta de otro senador, una interpelación que el compañero procura alargar para que el orador pueda descansar la voz o directamente ir a aliviarse.
Otra curiosidad es que el senador está obligado a no dejar de hablar, pero puede hablar sobre cualquier asunto. Teniendo en cuenta que el filibustero permanece horas en posesión del turno de palabra, muchos optan por leer cuentos infantiles, la guía telefónica o hasta recetas de cocina.
Aunque, si antes decíamos que el filibusterismo nació de un vacío legal, algunos han sido capaces de encontrarle a su vez la trampa. Es el caso del poseedor del récord al obstruccionismo más largo de la historia, el exsenador demócrata de Carolina del Sur, Strom Thurmond, que el 28 de agosto de 1957 detuvo la aprobación de una ley al hablar de forma ininterrumpida durante 24 horas y 18 minutos. Para ayudarle a alcanzar tan estratosférica marca —espero que no estén leyendo esto mientras desayunan—, sus ayudantes colocaron un cubo en el guardarropa para que el senador pudiera hacer sus necesidades y al mismo tiempo mantener un pie en el suelo de la Cámara.
La causa de Thurmond para su maratoniano discurso, no obstante, fue menos cómica, ya que la iniciativa parlamentaria que trataba de bloquear era el Acta de Derechos Civiles de 1957, que pretendía asegurar el derecho al voto de los afroamericanos en los estados del sur.
Capra y Stewart al rescate
Pese a la deplorable motivación de Thurmond con su episodio filibusterístico, alguien ya se había encargado de restituir, con casi veinte años de retroactividad, el honor de esta triquiñuela política. Hablamos, por supuesto, de Frank Capra y su icónica película de 1939, Caballero sin espada, un ejemplo más de aquello de que muchas veces el cine es más grande que la vida misma.
Estamos ante el despliegue de filibusterismo más recordado en el imaginario colectivo, pues rezuma ese idealismo tan característico del cine de Capra. El personaje protagonista, al que da vida James Stewart, es un bisoño senador que se ve acusado falsamente de corrupción y que se ve obligado a defender su inocencia del modo más dramático.
Durante la secuencia de su episodio de filibusterismo, Stewart, que brinda una apasionada interpretación por la que fue nominado al Óscar, defiende no sólo su honor sino también el de la política entendida como servicio público. Lo hace hasta la última agonía, que termina con la voz a media asta y un sobrecogedor desmayo.
En el último momento antes de desvanecerse, cuando el senador sólo es ya capaz de exhibir fuerza en la mirada, pronuncia unas últimas palabras: “Uno lucha más duro por las causas perdidas que por cualesquiera otras. Sí, uno incluso moriría por ellas. Y voy a permanecer aquí y luchar por esta causa perdida. Incluso si los Taylor y todos sus ejércitos irrumpen marchando en este lugar. Alguien tendrá que escucharme”. No se equivocaban Capra y Stewart; el eco de sus voces sigue resonando hasta hoy.