Este año se hablará mucho sobre la revolución del 68. La de París, ya saben: las pancartas cursis, la playa bajo los adoquines, Cohn-Bendit contra De Gaulle. Por aquella época, sin embargo, hubo otra revolución, quizás más frívola pero no menos perdurable.
Los estudiantes de Princeton se fueron de vacaciones en 1967 con corbata de rayas y mocasines y volvieron, tras el famoso «verano del amor», con vaqueros de pata de elefante y camiseta desteñida. Dicen los expertos que aquella oleada, que pronto alcanzó a todos los campus, fue el principio de una carrera imparable, con pocas resistencias, hacia la informalización de la vestimenta, también -¿especialmente?- en el campo masculino.
Por eso es sorprendente que en 2018 un septuagenario que habla sobre camisas de popelín y zapatos Oxford esté cada vez más de moda y que no pocos milenials sigan sus consejos como los de un gurú indio. Se llama G. Bruce Boyer -la ge es un recuerdo de su padre-, no es pariente de nuestro ex ministro, nació en 1941 y goza de una estruendosa popularidad en Instagram, aunque él ni siquiera tiene una cuenta.
Un calvo con buen gusto
Resumiendo, Boyer ha publicado a lo largo de tres décadas en revistas como Forbes, Esquire, GQ, L’Uomo, Vogue, Harper’s Bazaar o The New Yorker. Colabora con varias marcas de prestigio, acaba de sacar una colección de camisas y tiene una legión de imitadores, no todos atinados. Su último libro se ha pasado muchos meses en el ‘top ten’ de Amazon. Las webs se pelean por entrevistarlo o por sumarlo a la nómina de colaboradores.
Mira el mundo desde sus gafas redondas de carey y, a diferencia de otros expertos en moda, es capaz de tomarse a sí mismo lo suficientemente a la ligera como para no parecer un imbécil. Lleva 30 años casado con la misma mujer, su canción favorita es Les bourgeois de Jacques Brel, tiene dos perritos papillón y está relucientemente calvo.
Lujo en pantalla grande
Como tantas otras cosas buenas, su vocación nació en un cine. Corrían los 50, todavía los años dorados de Hollywood y, cuando el joven Bruce descubrió en la pantalla a Fred Astaire, Cary Grant, Gary Cooper o Clark Gable, quiso vestir como ellos. Luego llegaron las películas europeas, se encontró con Sean Connery o Marcelo Mastroiani y aprendió un poco de cada uno.
A los 14, su abuelo le regaló su primera chaqueta de tweed. Pronto aprendió a combinarla y amplió su armario con el fin muy comprensible de gustar a las chicas. Desde entonces, asegura, no ha cambiado nada esencial de su estilo, mezcla extrañamente armónica de la sastrería británica y del gusto de la Ivy League con un toque de ligereza italiana. Mejor no intente hacerlo en casa.
De la tiza a la pluma
Su origen no es patricio, sino de clase media, pero estudió literatura inglesa en Moravian (Pensilvania), una de las universidades más añejas de Estados Unidos. Le apasionan los autores británicos del silgo XVII, pero también las novelas negras de Raymond Chandler, y es capaz de citar a Homero o a Dickens mientras critica la caída de un pantalón sin que suene forzado. Tras graduarse dio clase durante siete años y, si sus alumnos no aprendieron mucho sobre la obra de Samuel Johnson, seguro que acabaron el curso con un nudo de corbata impecable –simple, apretado y con hoyuelo-.
En 1985 probó suerte y envió un artículo a Town & Country. A la revista le gustó y, además de publicarlo, lo contrataron como editor de moda masculina. Dejó la pizarra y desde entonces se ha dado el raro lujo de vivir de sus artículos y sus libros, que tratan, básicamente, sobre ropa, que no es poco. Hay excepciones: ha publicado también algo sobre literatura, cine, jazz o artesanía. Por si todavía no siente envidia, Boyer presume de que nunca ha firmado una crítica negativa porque, sencillamente, no escribe sobre cosas que no le gustan.
Nada de broncas
Ya en los 80 publicó su best seller Elegancia: Una guía para la calidad, que sigue reeditándose hasta la fecha. El libro fue muy bien recibido por el Washington Post: «Un demócrata», definieron a Boyer, «que cree que cualquiera puede vestir bien; mucho menos interesado en establecer reglas rígidas que en proporcionar una gran cantidad de información que ayude al lector a tomar sus propias decisiones». Luego han venido otros cinco libros y una cantidad de textos breves que crece casi cada semana.
Lo más raro es que todo lo que escribe se pueden leer con agrado aunque uno no aspire a ser el más elegante de su oficina, o aunque uno no se plantee gastarse más de 100 euros en unos zapatos. Cuenta incluso con no pocas mujeres entre sus incondicionales, aunque sólo habla sobre ropa de caballero. Quizás el secreto de su éxito es que no mira por encima del hombro. Casi nunca resulta cursi, impertinente ni engolado. No tenga miedo: si usted sale cada domingo a desayunar en sudadera con capucha y lleva la misma camisa negra brillante en todas las bodas, nunca sentirá que Boyer le riñe desde la página. Disfrute de su prosa y punto. Algo quedará.
Dos clases de locos
Dice nuestro hombre que hay dos clases de locos: los que creen ser Napoleón y los que piensan que pueden comprar un buen traje a bajo precio. Dice también que los zapatos baratos se ven mal incluso cuando son nuevos y que los caros se ven mejor cuando envejecen, y que nadie puede permitirse el lujo de comprar ropa barata. Nunca deje, aconseja, que su mujer o su novia tiren a la basura sus prendas viejas. Compre lo mejor que pueda permitirse y consérvelo (esta admonición parece válida no sólo para el vestuario sino también para invertir en bolsa). Tenga siempre un blazer azul listo en su armario. Preste atención a los calcetines. ¿Ha tomado nota?
Jamás lo veremos dando codazos para conseguir el último chollo en el black friday. Se precia de despreciar la moda, que considera enemiga de conceptos más valiosos: el buen gusto, el estilo y la calidad. Más que con los colores, le divierte jugar con las texturas: lanas esponjosas, linos frescos, cachemir, franela, seda salvaje, vicuña, pana. Prefiere los hombros ligeros y los zapatos marrones y usa una colonia de precio razonable llamada Roger & Gallet. Nunca lleva nada negro, ni siquiera en los pies. Es -rara mezcla- un ‘bon vivant’ y un erudito al mismo tiempo.
¿Revistas o blogs?
Aunque sus textos, ya lo hemos dicho, han aparecido en las grandes revistas americanas e inglesas, Boyer las mira hoy con una justificable desconfianza. Cree que la publicidad tiene más peso que la calidad y sospecha que la tradición se ha convertido en una etiqueta o incluso en producto, algo más decorativo que profundo. Cuando la línea editorial y los anunciantes duermen en la misma cama, el que acaba perdiendo es el lector. Además, echa de menos las portadas ilustradas y los artículos de grandes escritores.
Así que prefiere Internet, donde cree que se han refugiado el talento y la independencia de criterio: consulta a diario cerca de 40 blogs de ropa masculina, la mayoría de tipos anónimos, e incluso entra en algunos foros. Le interesan especialmente los asiáticos. Es un nostálgico en materia de vestimenta, pero no en cuanto a la tecnología: la aldea global, opina, nos ha dado más opciones que nunca y nos ha hecho más conscientes de nuestros gustos y nuestras decisiones.
El lujo de lo viejo
¿Snob? Puede que un poco: al fin y al cabo, se dedica a escribir sobre trapos caros mientras el Estado Islámico decapita infieles y Kim Jong-un barniza sus cohetes. Pero, aun sin tomarse a sí mismo demasiado en serio, Boyer posee una visión del hombre y del mundo que se cuela entre puntada y puntada, y diría que podemos aprender ciertas cosas de él, además de a combinar el azul y el marrón.
Por ejemplo, que en un mundo de usar y tirar el mayor lujo es saber tratar las cosas viejas. O que la cortesía sigue siendo una espléndida tarjeta de visita en el siglo XXI. O que la etiqueta no es sólo cosa de las fotos de Facebook, sino también una muestra de respeto hacia los que nos rodean. Quién sabe: quizás los últimos restos de la civilización occidental estén escondidos tras la solapa redondeada y mullida de una americana de tweed.
Más que un pijo
No digo que G. Bruce Boyer sea un modelo de vida, que eso es cosa más de santos y de héroes, pero probablemente sea algo más que un pijo insoportable. En todo caso, leer sus textos es un bálsamo cuando el mundo nos parece loco o demasiado intenso (o sea, muy a menudo). Ya, no se trata de vivir en las nubes, pero la suya no es la peor de las distracciones posibles, y puede que ni siquiera sea del todo irrelevante.
Al fin y al cabo, no es difícil imaginárselo en su cálida biblioteca, escuchando a John Coltrane mientras se repite en voz baja el diálogo de Woodehouse:
-¿Qué importan las corbatas, Jeeves, en un momento como este?
-Señor, no hay ningún momento en el que las corbatas no importen.