Durante los últimos meses de vida de un viejo y enfermo poeta, Mussolini envía a un joven secretario federal del régimen a espiarle. Teme las consecuencias de sus críticas a las alianzas con la Alemania nazi. Esta podría ser la sinopsis de El espía y el poeta, la cinta italiana estrenada el 16 de junio sobre el poeta italiano Gabriele D’Annunzio.
Según la crítica, una de sus virtudes, además de la magistral interpretación de Sergio Castellitto, es la de dejar al espectador con ganas de profundizar. Si eso les ocurriera, la ensayista británica Lucy Hughes-Hallet (Londres, 1951) publicó en 2014 El gran depredador, una biografía exhaustiva -no había lugar a la fabulación, D’Annunzio (Pescara, 1863) tenía la obsesión de dejar constancia de cada paso que daba- que alcanzó el hito de ganar los tres premios más prestigiosos de ensayo en lengua inglesa: Samuel Johnson, Costa Book y Duff Cooper. Casi 700 páginas para desentrañar la figura de Il vate, el mejor poeta que ha dado Italia desde Dante o Petrarca.
Los recelos de Mussolini, por supuesto, no eran infundados. D’Annunzio nunca había sido un artista inofensivo y su biografía es fascinante y escalofriante a partes iguales. Su producción literaria y talento están alejados de toda discusión y su obra ha sido elogiada por Henry James, Proust o James Joyce, quien lo sitúa a la altura de Tolstói o Kipling. Pero la megalomanía y la personalidad desbocada y delirante del poeta no tenían límites. Fue símbolo del decadentismo, entusiasta del movimiento futurista, Príncipe de Monteventoso, duque de Gallese, bizarro piloto de guerra, dandi, cocainómano, político, Nietzscheano, depredador sexual, precursor del fascismo italiano, hipocondríaco, esteta, Duce, alopécico y desdentado, hedonista, obsesionado con Napoleón y Byron, poseedor de un enjuto y deplorable físico y a su vez dotado de gran carisma y magnetismo personal, coleccionista de telas, alfombras, perros de raza y enfermedades venéreas, sedicioso, sátrapa y autor de versos que, efectivamente, exaltarían la juventud del mismo modo en que sospechosamente lo hacen los fascismos: “celebra el grande, el inefable goce/ de vivir, de ser joven, de ser fuerte/ de hincar los dientes ávidos y blancos/ en los más dulces frutos terrenales”.
Sin embargo, ninguno de los rasgos de uno de los hombres con más talento del siglo XX consigue definir su espíritu enajenado por la belleza y la violencia. Por la vida (su lema era “vivir, escribir”) y por la destrucción.
Vivir peligrosamente
Dos hitos nos dan idea del calibre de la audacia y del despropósito que caracteriza la biografía de D’Annunzio: el vuelo sobre Viena y la ocupación de Fiume.
El escritor, que a la edad de 48 años y con un divorcio, tres hijos y numerosas amantes en su haber, había huido a Francia para esquivar a sus acreedores, decide volver a Italia ante la inminencia de la IGM. Previamente, y tras haber declarado que “el mundo debe convencerse de que soy capaz de cualquier cosa”, había sido elegido miembro de la Cámara de los Diputados, institución que despreciaba pero para la que se postuló como “el candidato de la belleza”. Fue obligado a dimitir tres años después por su estilo de vida temerario.
Pronunció discursos incendiarios a favor de la participación del país alpino en el bando aliado. Manipulaba a las multitudes como seducía a las mujeres, con la vehemencia del que cree firmemente en la guerra como única forma de ruptura con el pasado y de renovación espiritual posible. De este modo, era capaz de conducir a un país débil económicamente y sin preparación marcial al último sacrificio en aras de la grandeza de la nación. Inflamaba a soldados -que no discernían- hablando de “banderas ondeando al viento en toda Italia, de ríos de cadáveres, de tierra sedienta de sangre”. Predicaba con el ejemplo, desde luego. Como piloto voluntario perdió la visión de un ojo. Bajo su mando el escuadrón La Serenissima culminó una de las hazañas de la Gran Guerra: nueve aviones volaron 1000 km hasta Viena, donde llenaron sus cielos de panfletos propagandísticos con los colores de la bandera italiana y escritos por D’Annunzio en los que conminaba a Austria a la rendición.
Fiume: la última utopía
Una vez finalizada la guerra, el Primer Ministro italiano , Orlando, reivindicó el Tratado de Londres y la ciudad portuaria de Fiume (actual Rijeka en Croacia) pero finalmente la ciudad fue cedida en la Conferencia de París y los italianos se sintieron engañados por los aliados. D’Annunzio encuentra el caldo de cultivo perfecto y calienta el ambiente con sentencias como “Huelo el hedor de la paz” o “Victoria nuestra, nadie podrá mutilarte”, en referencia al mito de la victoria mutilada e Italia como perdedora honorífica. Tras el armisticio, D’Annunzio lidera a los nacionalistas italianos en Fiume desafiando a su gobierno, a las potencias aliadas, a la recién creada Yugoslavia y los propios fascistas. Ocupa la ciudad y la declara Estado Libre constitucionalmente independiente. Se nombra a sí mismo Duce y redacta una Constitución junto a Alceste de Ambris, encargado de la parte legal. Él pone la poesía e instituye la música como principio fundamental del Estado. Durante quince meses regenta una ciudad-estado con un sistema corporativista-elitista que se convierte en el paraíso de prostitutas, drogas y vida depravada. Se llega incluso a crear un hospital para la atención exclusiva de enfermedades de transmisión sexual. El exceso era el latido de la ciudad; los jadeos de los amantes, su banda sonora. Se dice que D’Annunzio abandona la morfina para frecuentar la cocaína y el ambiente dionisíaco atrae a periodistas, artistas, espías y hampa. Se llegó a organizar un simulacro de batalla amenizado por Toscanini, cuya orquesta interpretaba la Quinta Sinfonía de Beethoven.
En 1920, después de que el ejército italiano bombardeara la ciudad, se rindió y se retiró a una villa cercana al lago de Garda. Se ponía fin así a la última gran aventura del poeta de los excesos.
Diletante y adicto al sexo
Que la biografía más premiada sobre D’Annunzio se titule El gran depredador, ya nos da una idea de que tímido, precisamente, no era. A los veinte años deja embarazada a la hija de un duque y se cuenta que tanto su mujer como la condesa siciliana por la que la abandonó trataron de suicidarse tras dejarlas. Su mirada fría y de refinada sensualidad no deja indiferente ni a hombres ni a mujeres a los que atrae tanto por lo espantoso como por lo bucólico. Él mismo cultiva la ambigüedad para acabar decantándose por mujeres bisexuales a las que encuentra “seguras de sí mismas”. Sin embargo, cuenta que ama a la actriz Eleonora Duse porque no conoce nada más erógeno que “la blancura de su mano observada desde su monóculo”. Su relación, que transcurrió entre 1894 y 1910, fue todo lo tempestuosa que cabía esperar de una diva y un megalómano talentoso bebiendo Mumm y con el mundo a sus pies. Duse declaraba en un ejercicio de esquizofrenia que lo amaba, detestaba, odiaba y quería. D’Annunzio sentía pasión por lo novedoso y su voracidad sexual tomaba derivas escabrosas en muchas ocasiones.
El poeta y el fascismo
El fascismo italiano vive deslumbrado por D’Annunzio: reproduce su universo, le seducen sus construcciones ideológicas; les ciega su talento literario, su escandalosa vida amorosa y sexual, su estética de camisas negras y saludo romano.
Él nunca llego a involucrarse en sus gobiernos, ellos, le copiaban en todo. Mussolini dijo de él que era “el Juan Bautista del fascismo”. D’Annunzio consideraba al dictador un vulgar imitador. Sin embargo, parece que también era partidario de las referencias bíblicas: a pesar de no ser religioso -y sí profundamente supersticioso- se comparaba a sí mismo con Jesús y con San Sebastián. Durante sus años en Francia colaboró con Debussy en la composición de la obra El martirio de San Sebastián.
Se dice que Mussolini inspiró su política en la puesta en escena de D’Annunzio. Tomó buena nota de su forma de provocar respuestas viscerales en la masa, de poner el acento en la heroicidad, el militarismo y la nación. Una vez adoptadas sus coreografías, D’Annuzio duró poco en el gobierno, il Duce profesional se dio cuenta de que il Duce de Fiume era de palo, un revolucionario amateur. La verdadera ideología de Gabriele D’Annunzio eran la exuberancia y la violencia.
Obra, legado y mito
Il poeta profeta, otro de sus muchos sobrenombres, publicó, con financiación paterna, su primer libro de poemas, Primo vere, a los 16 años. Cuando D’Annunzio realiza sus incursiones políticas es ya respetado en el mundo de las letras como dramaturgo, poeta, novelista y articulista. Su novela El inocente fue llevada al cine por Visconti y su obra está influenciada por el simbolismo francés y el esteticismo británico. Plagada de magníficas escenas imaginarias y violencia, plasma como nadie estados mentales patológicos y supone una influencia para varias generaciones de escritores italianos. Sin embargo, su trascendencia literaria queda limitada y condenada al ostracismo por el sambenito de protofascista.
D’Annunzio murió a los 74 años en su villa Il Vittoriale, en la que había ordenado plantar diez mil rosales, víctima de un derrame cerebral. Mussolini le ofreció un funeral de Estado. El lugar puede ser visitado y conserva intacta la excéntrica vida del escritor. El personal mantiene los arreglos florales que tanto le obsesionaban o las baldas del cuarto de baño rebosantes de frascos medicinales. Asimismo, se puede acceder a la biblioteca, para cuya entrada D’Annunzio diseñó una puerta minúscula con el fin de obligar a traspasarla inclinado, rindiendo así los respetos que requiere un lugar de cultura. O el comedor donde invitaba a amigos, sin dejarse ver por ellos, para no exponer su deterioro físico.
Si la película de Gianluca Jodice consigue volver a poner en el punto de mira a Gabriele D’Annunzio, mucho nos tememos que es carne de cultura de la cancelación. El bardo -el amante de los helados, los opiáceos, la mitología clásica y el cunnilingus– esté en el círculo del infierno que esté, se fumará… un puro, imaginamos.