Dice César Cervera, periodista de ABC especializado en divulgación histórica, que no es que la Historia la escriban los vencedores, es que vence quien mejor escribe la Historia. Se refiere Cervera no a quién impone sus condiciones tras una batalla decisiva del curso de una guerra, sino a la posteridad. Es imposible que una hazaña como la conquista de México ocupe solo una nota a pie de página. Pero la imagen colectiva que de Cortés podamos tener es deudora de Bernal Díaz del Castillo, cronista de la odisea mexicana, aunque no hayamos leído una sola de sus crónicas.
Poco sabemos, en cambio, de Blas Ruiz, aventurero manchego contemporáneo de Cortés que, con el ejemplo de este en la intención y en el macuto, quiso incorporar para España el inmenso reino de Camboya, siglos después llamado Indochina y hoy sudeste asiático. ¿Por qué apenas tenemos noticia de la hazaña de Ruiz? Porque fracasó y también porque ninguno de sus hombres era amigo de poner negro sobre blanco las hazañas de las que fueron capaces. Y entre el paradigma de Hernán Cortés y el de Blas Ruiz, encontramos el de Gonzalo Jiménez de Quesada, fundador de la ciudad de Bogotá, buscador incansable de Eldorado e historiador de sí mismo y sus gestas.
De Gonzalo Jiménez de Quesada sabemos que nació en Córdoba, alrededor de 1506. Lo sabemos porque así lo señala él en Epitome de la conquista del Nuevo Reino de Granada, su particular crónica de la incorporación al imperio español de los inmensos terrenos integrantes hoy de Colombia y Venezuela. Si cordobés de nacimiento, ¿por qué entonces bautizó con el nombre de Granada su conquista? Según él, por el parecido entre un reino y otro.
Debía de saber de lo que hablaba, pues en el viejo reino de Granada pasó sus primeros años. Allí ejercía su padre de abogado, profesión para la que también estudió Gonzalo, licenciándose en Leyes en Salamanca. Por entonces, solo un escogido número de jóvenes iban a la universidad. Por decirlo con terminología de hoy, Jiménez de Quesada era un niño bien. A su posición social y sus conocimientos jurídicos, sumaba un dominio del latín, el francés, el italiano y el árabe. Como abogado, no habría tenido par, pero eligió la vida peligrosa de los conquistadores.
En 1535, hallamos a don Gonzalo en las Indias, como auditor general. Solo un año después, abandona la relativa comodidad del cargo y se presenta voluntario para capitanear una misión repleta de peligros en la que todos cuantos la intentaron antes habían fracasado: la búsqueda de las fuentes del Río Grande. La expedición arrostró incontables peligros y penalidades, pero llegó más lejos que ninguna por la determinada determinación de Jiménez de Quesada, a quien unos indios le habían relatado la leyenda de Eldorado, un país de fábula en el que el oro no afloraba en las rocas de las minas, sino en las de la superficie, a la vista de todos.
Nada raro, por otra parte, que un conquistador tuviera por principal motivación un mito. Vázquez de Coronado, por ejemplo, se adentró en territorio hoy estadounidense buscando no uno, sino siete ciudades de infinitas riquezas: las siete ciudades de Cíbola, de las que no halló ni rastro. Igual que Gonzalo Jiménez de Quesada con Eldorado. Nunca lo encontró como tal, si bien en el empeñó proveyó de tesoros las arcas imperiales, más en concepto de botín de guerra que de fabulosos hallazgos. Para él toda cantidad siempre fue poca. ¿Por codicia? Por ansia de reconocimiento, más bien.
Él a lo que aspiraba era a pasar a la historia como descubridor de Eldorado, a ser posible con título de marqués. A tal empeño dedicó su fortuna, renunciando a formar una familia. Resultado: murió en la ruina y solterón, en 1579, después de haber armado -¡con más de sesenta años!- una expedición en busca del mito, que fracasó. Cómo no darle la razón al escritor colombiano Germán Arciniegas, defensor de la teoría de que Cervantes se inspiró en Jiménez de Quesada para la figura del Quijote.
En descargo de don Gonzalo Jiménez de Quesada podemos decir que mucho más que lo soñado -Eldorado- fue lo logrado, esto es, la ciudad de Bogotá, que fundó. Allí, una estatua recuerda al conquistador español. O recordaba, pues hace días unos vándalos la derribaron. A Jiménez de Quesada no le habría sorprendido. Fue de los primeros españoles en ver venir de lejos la leyenda negra. Lejos de cruzarse de brazos, la combatió, no con la espada, sino con la pluma.
Suyo es El Antijovio, libro que refuta, punto por punto, las acusaciones contra el papel de España en Italia vertidas por el humanista Pablo Jovio. El Antijovio fue, como todo lo que hizo en vida Jiménez de Quesada, un empeño quijotesco. Lo emprendió por su cuenta y riesgo, una vez el libro de Jovio fue traducido al español. A don Gonzalo, más que preocuparle lo que pudiera pensar de los españoles el resto, le preocupaba lo que pudiéramos pensar los españoles de nosotros mismos, como apunta en Imperiofobia y leyenda negra María Elvira Roca Barea, otra desfacedora de entuertos. Por eso, a Jiménez de Quesada le habría importado menos el derribo de su estatua -y eso que era hombre amigo de reconocimientos- que, siglos después, sus compatriotas nos creamos las mentiras alrededor de su figura, de la del resto de conquistadores y de la asombrosa aventura de España en el Nuevo Mundo.