Su destino cambió cuando cerca de su granja fue a retirarse un viejo senador, Valerio Flaco, asqueado de la corrupción de Roma. El patricio en cuestión creyó reconocer en aquel joven plebeyo un digno sucesor para librar por él una batalla de antemano perdida: la batalla contra los vientos de la modernidad, que por entonces soplaban de Grecia.
Valerio Flaco animó a Marco Porcio Catón a que se hiciese abogado, se instalara en Roma y se dedicase a la política, cosa que hizo hasta muy avanzada edad. Su mérito fue ocupar magistratura tras magistratura sin ocultar nunca el orgullo de pertenecer a una familia criadora de puercos ni regalar los oídos al electorado, al que más bien decía lo contrario de lo que quería escuchar.
Para hacernos una idea del alcance y contenido de sus discursos, basta decir que de pronunciarlos hoy serían sistemáticamente boicoteados por las femen, los del No a la guerra y las marcas fabricantes de cosméticos para hombres. Ser el guardián de las viejas esencias que habían hecho grande a Roma no le convertía, sin embargo, en un aguafiestas. Para ser fanático le sobraba una cosa, su fenomenal sentido del humor.
Pero no todo en su vida fueron intervenciones públicas ni réplicas ingeniosas. También marchó el primero en mil y una aventuras bélicas, siendo generoso con sus hombres en el reparto del botín, a la par que escrupuloso, pues jamás se quedó para sí una onza.
Marco Porcio Catón murió con la frustración de no ver hecho realidad por muy poco uno de sus grandes empeños: la destrucción de Cartago. Sírvanos de consuelo que tampoco vivió para ser testigo de cómo con el grito ¡Forza Roma! sus compatriotas terminarían aludiendo únicamente a un equipo de fútbol.